Falleció no hay mucho en el pueblo Fidel Gómez, Fidelín. Fidel era de mi edad, uno de los quintos del 68. Para la esperanza de vida que hoy disfrutamos, su partida ha sido prematura, además de inesperada.
Conservo yo, como la mayoría de ustedes, las fotografías de mi boda, fotografías ya en color en aquellos años, guardadas en un album algo estropeado por el paso del tiempo y por los repasos de mis hijos y mi nieto. Y también conservo, obsequio de un antiguo compañero, otra colección de fotografías, también en color aunque de menor tamaño, recuerdo de aquel inolvidable día. Y hay entre estas un par de ellas donde sólo se ven las mesas del salón ya preparadas con algunas cervezas y botellas de vino.
- Mamá, ¿qué son la brevas candongas?- pregunté con toda la inocencia de mis ocho años al regresar de misa en aquella tibia mañana del mes de septiembre.
Mis dos primeros “amores” de infancia. Entre ambas, morena una, rubia la otra, tuve que elegir constantemente. Entre la una y la otra fueron alternando mis preferencias, sin que mi temporal inclinación por Joaquina despertase jamás los celos de Tomasa, ni mi vuelta a Tomasa significase, ni mucho menos, el olvido de Joaquina.
Coincidí con él esta mañana en el autobús hacia Granada, la Alsina. Se dirigía a Elche, donde reside actualmente, tras haber pasado algunos días aquí en el pueblo. Con Antonio, algo mayor que yo, siempre he tenido una buena relación, pues, allá en Los Llanos, nuestros padres tenían hazas colindantes y en algunas ocasiones echamos buenos ratos de charla sentados en la linde.
En el momento en que me dispongo a abrir esta pequeña ventana al pasado son las seis de la tarde del día 2 de noviembre, día de los Fieles Difuntos, dice un almanaque de La Crème que tengo junto a mí.
Me levanté temprano aquella mañana. Pero mucho antes lo hubiera hecho, si me lo hubieran permitido, porque yo ya llevaba un buen rato despierto. Y es que eso de ir a Alhama era para mí todo un acontecimiento. Días antes mis padres ya habían hablado de esto, yo los había oído; pero, más concretamente, la noche anterior, sentados los tres junto al fuego mientras mi hermano ya dormía en su cuna, estuvieron ultimando detalles. Y mi madre sacó algunos billetes, no sé cuánto podría ser, de entre los pliegues de las sábanas que guardaba en el armario y los entregó a mi padre, el cual los guardó en su vieja cartera que, cuidadosamente volvió a cerrar y a asegurar con su gama elástica.
Recuerdo, como si hubiera sido esta mañana (que decía mi suegro), mi primer día de escuela. No empecé yo mi escolaridad un primer día de curso, no; ni tampoco al cumplir los seis años como era lo habitual en esos tiempos.
Pienso a veces en los comercios de nuestros pueblos, las tiendas; las de ahora y las de antes, el frío autoservicio frente al directo “dame un kilo de… y dos pesetas de…” Y, la verdad, no es que aquí en Santa Cruz eso se note demasiado en la tienda de Cari y Lucas, la única que tenemos, pues, mientras vas cogiendo el gel y los yogures, nada te impide echar con ellos un rato de charla.
La mayoría de nosotros tenemos alguna. Eso, si tuvimos la suerte de que nos prestaran cuando lo necesitábamos, que ahora aun esto es difícil. Pero no, no me refería yo a esas trampas, a esas que nos vienen a la mente al oír esta palabra. Me refería a las otras, a las de pillar pajarillos, a esas que también tuvimos casi todos los niños de mi generación (y los no tan niños) antes de que campañas ecologistas y medioambientales lograsen concienciarnos de la crueldad y error de nuestra conducta cazadora.