Tal vez nuestra memoria, sabia ella, hace aflorar las vivencias más gratas, ocultando bajo un tupido velo las que no son dignas de ser recordadas; tal vez. Pero en la vida de cada uno de nosotros, en nuestra particular historia, las vivencias gratas, las que lo fueron menos, y las desagradables e incluso dolorosas, se mezclaron, alternaron y sucedieron según nuestro particular destino, forjando, según su devenir, lo que cada uno hoy somos.
Así, y sin que sirva de precedente, este relato de hoy quiere simplemente dejar constancia de que, entre esos lejanos recuerdos de infancia y juventud que el paso del tiempo nos permite evocar con una sonrisa en los labios, siempre hay alguno, tal vez aparcado en el más oscuro rincón de nuestra memoria, que nos duele en lo más profundo del alma cada vez que se remueve. Es por esto que hoy quiero (y puedo asegurar que me está costando) evocar uno de esos recuerdos, una de esas dolorosas vivencias, sólo por ser fiel a la realidad y dejar constancia de que todos y cada uno de nosotros guardamos en nuestra particular historia amargas experiencias que, consciente o inconscientemente, arrumbamos en el más recóndito rincón.
Era yo por entonces monaguillo. Y, además de la diaria función de ayudar a misa, estaban las especiales tareas de un bautizo, una boda… y también un entierro de vez en cuando. Y allá se dirigía D. Manuel, el párroco, acompañado de sus tres acólitos ataviados con sotana y roquete, a recoger al difunto a su propia casa. Uno de nosotros, portando la cruz, encabezaba la comitiva; los otros dos, uno a cada lado del cura, llevaban el acetre y el libro de los responsos y cantos.
Rezaba D. Manuel las primeras oraciones en la misma puerta y todo el cortejo fúnebre se dirigía a la iglesia, siguiendo a aquel sacerdote que, con su afinado y poderoso caudal de voz, ponía en la triste comitiva una pequeña pincelada artística.
Terminadas las lecturas, cánticos y oraciones de la iglesia, el sacerdote seguía acompañando al difunto hasta lo más alto del pueblo, siempre entonando cánticos litúrgicos. Y, en la misma puerta de Santana, el ataúd era depositado en el suelo para su aspersión con agua bendita y el rezo del último responso. Finalizado éste, cura y monaguillos regresaban a la iglesia, mientras el entierro continuaba hasta el cementerio.
No fue así, sin embargo, aquel día. Las campanas no doblaron a muerto, no hubo responsos ni cantos, no hubo cura ni monaguillos. Pero la noticia corrió como la pólvora por todo el pueblo: aquella mujer, de sólo treinta y cinco años, se había quitado la vida colgándose con un ramal del trigo de una viga de la cámara; dejaba marido y tres hijos.
En el pueblo reinaba un silencio más denso que el habitual. Andaban mujeres de un lado para otro. Acá y allá se veían corrillos de gente que cuchicheaba con un murmullo apenas perceptible. También los niños, no podría precisar cómo, tuvimos pronto noticias de lo sucedido. Y por la ventana de la carpintería de Salvador pudimos ver a este cortando y ensamblando aquellas tablas que formarían el ataúd, el cual terminó forrando de tela negra y colocando un sencillo adorno de cinta sobre su tapa.
Fue al día siguiente cuando cuatro hombres recogieron el féretro y lo llevaron hasta la casa de la difunta para depositar en él el cadáver. Y en el más absoluto silencio se dirigieron al cementerio donde, según decían, le tenían que hacer la “ostocia”. (¿Nos cuesta a todos incorporar la palabra “autopsia” a nuestro vocabulario?). Y allá por las eras de Pitres, los niños, sin atrevernos apenas a alzar la voz, sin atrevernos a acercarnos mucho… Bueno, algunos sí; los mayores, o los más atrevidos, encaramados en la tapia, o desde la misma puerta, observaban… y luego informaban.
Había a la entrada del cementerio, aquel pequeño cementerio de los años cincuenta de sólo una cuartilla de tierra, una habitación cuya ventana siempre estaba abierta; en el centro, un poyo de obra estrecho y largo, siempre sucio y siempre con oscuros manchurrones, del que intentabas desviar la mirada al pasar junto a la ventana, pero que nunca podías evitar. Esta habitación, el cuartillo las “ostocias”, comunicaba por una puerta interior con un pequeño recinto tapiado, dentro del propio cementerio, en el que eran enterrados los suicidas. “El cementerio de los ahorcados” le llamaba la gente, haciendo alusión a la forma más habitual de quitarse la vida.
Por fortuna, ni este peculiar apartado del cementerio existe ya ni el tétrico cuartillo, aún existente, conserva su primitiva función. Pero, tal vez, aún nos preguntemos: ¿por qué aquella segregación, por qué aquella marginación, aun en la misma muerte? La “razón” era muy simple: aquellas personas, al quitarse la vida, habían muerto en pecado mortal y no tenían derecho a reposar en lugar sagrado ni a ningún tipo de ceremonia religiosa. Así pues, antes de que esta desdichada persona se encontrase con su padre Dios, divino juez, los “jueces” humanos ya la habían juzgado y condenado sin remedio a las llamas eternas del infierno.
El cuartillo las “ostocias”
Al volver la vista atrás, al recordar aquellos lejanos años de nuestra infancia, al revivir aquellas experiencias escolares donde escaseaban los medios y abundaba el castigo; al recordar aquellos trabajos infantiles, cuando había que cambiar los libros por el cebero… al desempolvar los recuerdos de aquellos tiempos que, ciertamente, fueron difíciles, la verdad es que, a pesar de todo, no queda en nosotros ese poso de tristeza que tal vez cabría esperar.