José Planas López fue el arriero más humilde y a la vez el más icónico de todos los que unieron con su afán los pueblos de Málaga y Granada, a través de las veredas históricas que hoy se integran en el Parque Natural Sierras de Tejeda, Almijara y Alhama.
Un sinuoso camino blanco corta en dos mitades el denso pinar que tapiza la ladera de una montaña. Orillan ese camino tres casitas enfiladas –de las que sólo aguantan unas paredes de piedra vieja– que estuvieron ligadas entre sí, durante generaciones, por las familias que las habitaron. Esta es su historia.
Unos manuscritos originales de Enrique Urbano Sánchez (“Fermín”), el último guerrillero de Sierra Almijara, salen a la luz más de un cuarto de siglo después de haber sido escritos.
Esta carita churretosa pertenece a Luís. Tiene seis años y vive, junto a sus padres y sus hermanos, en el cortijo de la Loma Ubares, construido sobre un remoto altozano de la Almijara granadina.
Dos Almijaras antagónicas existen a la par: una es verde, tangible y espléndida, bien conocida por los amantes de los espacios naturales. La otra –oculta a plena vista– es hosca, lóbrega e inerte, de una quietud absoluta; forma parte del mundo subterráneo de las minas.
Existió un histórico sendero empedrado que unía la Comarca de Alhama de Granada con la Axarquía malagueña, conocido como el Camino de Ezequiel.
En un país de raigambre tan genuinamente rural como es España, en el que usos y costumbres tradicionales se han conservado intactos a lo largo de los siglos, los cortijos –nuestras bellas casas de campo andaluzas– también forman parte de un patrimonio etnográfico que merecería la pena conservar.
El pasado seis de julio se llevó a cabo una demostración de trilla tradicional en las recién restauradas instalaciones de la Zona de Acampada Controlada de El Robledal, en el término municipal de Alhama de Granada. Una interesante actividad que, durante unas horas, trasladó a los asistentes a una época pasada, muchos años atrás.

“Cuando Dios presta, le da a uno hasta la chamarra”, afirma un refrán guatemalteco. Pocas personas hubo con tanto carisma y tan consecuentes con sus creencias como el joven misionero que llegó a Guatemala portando una maleta con su casulla, un misal y muchos sueños, y que se fue de allí dejando todo, hasta su alma. Sobre todo, su alma.

“Hay santos anónimos”, afirma el padre Werner Córdoba, sacerdote guatemalteco, “cuyos milagros se nos muestran a diario, con cada palabra y cada acción. Para los que fuimos testigos de su obra, el padre Javier es uno de esos santos”. Esta es la extraordinaria aventura de un muchacho que abandonó una vida llena de privilegios para ofrecer todo lo que tenía, todo lo que era, a los pobres de entre los pobres, en el corazón del país de Guatemala.

Cualquier circunstancia -una larga noche de vigilia, por ejemplo- puede convertirse en una encrucijada que determine un cambo de vida radical. Esta es la crónica del momento en el que un muchacho (del que obviaremos su identidad por expreso deseo de la familia) optó por dejar a un lado sus convicciones para salvar su vida y la de los suyos.