José Planas López fue el arriero más humilde y a la vez el más icónico de todos los que unieron con su afán los pueblos de Málaga y Granada, a través de las veredas históricas que hoy se integran en el Parque Natural Sierras de Tejeda, Almijara y Alhama.
Hace más de diez años que oí hablar por vez primera de Planas, el arriero. La conversación tuvo lugar en la casa de Juan Mediavilla y Rosa Márquez, los últimos habitantes de la Venta de López, en Játar; con cuánto afecto comentaban ambos que Planas fue un hombre esencialmente bueno, al que le tenían ley en todos los sitios por los que pasaba vendiendo o trocando su mercancía. Durante la entrevista –realizada el pasado mes de febrero– para el artículo sobre la Ruta de las Ventas, el arriero Planas, que frecuentaba el Camino Real de Játar a Cómpeta, volvió a aparecer en la conversación: que si era honrado a carta cabal; que si lo querían hasta las piedras del sendero porque mejor persona no había nacido de madre; que si fue el último arriero que se retiró de los caminos y que, tal vez por eso, se le rindió un sentido homenaje en Játar y Cómpeta, hace muchos años…
Me parece muy significativo que dos pueblos enteros, granadino uno y malagueño el otro, se uniesen en un reconocimiento público al arriero más modesto de la sierra. Y es que, por no tener, Planas no tenía ni siquiera un burro que lo ayudase en su trabajo. A nuestro hombre se le conocía desde lejos por su sempiterna chaqueta oscura y aquel sombrero de paño que se colocaba él con tanto garbo –en su opinión, ser pobre no era excusa para no ir vestido en condiciones– y, así equipado, un paso detrás de otro, todos los días del año –que el hambre no entiende de feriados–, “¡ánimo, Planas”, se decía cuando las ganas escaseaban, “y a los caminos…!”
Dolores Planas Requena –o, mejor dicho, Dolorcitas–, que pronto cumplirá 87 años, es la hija menor de José Planas López, el arriero que protagoniza esta historia. Ella, su hija, su sobrina y su nieta –tres generaciones de mujeres Planas– nos descubren un conmovedor relato que va de privaciones, esfuerzos, sacrificios y contratiempos sin fin; pero también de honestidad, respeto, voluntad, compromiso, dignidad y, por encima de todo, mucho amor.
José Planas López nació, casi por accidente, en Santa Cruz del Comercio, en la Comarca de Alhama de Granada, en el año 1897; fue el segundo de seis hermanos. Su padre, electricista de profesión, había sido destinado a Santa Cruz temporalmente, y al poco regresó con su familia a su lugar de origen, Cómpeta. El pequeño José, por lo tanto, hizo su vida en ese pueblo desde muy pequeño; cuando fue adolescente y se puso a trabajar, como todos los mocitos de su época, decidió seguir los pasos de su padre: sería también electricista. Al igual que su progenitor, pues, ingresó en la Fábrica de la Luz de Cómpeta y se hizo las componendas para quedarse allí toda su vida laboral. El padre había fallecido cuando José era un zagalillo, por lo tanto el muchacho había quedado exento de hacer el servicio militar –una pejiguera menos–: al ser hijo de viuda, hacía falta a su familia. Poco después conoció a Carmen Requena López, de su mismo pueblo, y allí se casaron en 1920 –José tenía 23 años–. No tardaron en ir llegando los hijos a aquella casa: primero fue Carmen y luego Pepe y Luis; la pequeña Dolorcitas nació dieciséis años después de su hermana mayor, cuando casi no la esperaban, y colmó la dicha del feliz papá. José, Carmen y sus cuatro hijos llevaban una vida razonablemente buena, apacible y anónima, que se alteró –y de qué manera– con la llegada de la guerra civil.
Fue justamente al terminar la contienda y su atmósfera en ebullición, durante la posguerra y la época de la hambruna en España, cuando la existencia de José Planas daría un vuelco. Su salario de electricista en la Fábrica de la Luz no alcanzaba en absoluto para mantener a su familia; cuando vio a sus hijos llorar de hambre, Carmen puso pie en pared y se plantó ante su marido: o buscaba otro trabajo, o sus intentos de salir adelante se quedarían en eso, en intentos. A Planas no le hicieron falta más razones. Resolvió, literalmente de un día para otro, dejar su tranquilo empleo en la Fábrica de la Luz para “echarse a la arriería”: la necesidad mandaba. Sabía bien de la dureza de ese trabajo –en su pueblo y alrededores eran muchos los arrieros– y más en sus propias condiciones, sin la posibilidad de tener siquiera una bestia de carga. Pero, ¿qué razones han de motivar más al pobre que las ganas de dejar de serlo? También era de los que pensaban que, en los tiempos que corrían –primeros años cuarenta–, con tanta miseria por todas partes, no había mayor riqueza que la virtud y el trabajo, y a ello se aferraba nuestro hombre, que convirtió esa creencia –y con el paso del tiempo lo demostraría sobradamente– en su personal e incontestable dogma de vida.
Planas era un hombre de estatura reducida, enjuto de cuerpo y piernas algo cortas, pero tenaces y resistentes como para avanzar leguas, si fuera el caso. Vestía con pobreza limpia –su atuendo, casi su uniforme, constaba de chaqueta y pantalón oscuros, sombrero de paño a juego y una camisa blanca–; las suyas eran ropas anticuadas, gastadas y recosidas y hasta vueltas del revés, que hablaban mucho y bien de las amorosas manos femeninas que las remendaban. Siempre lucían dignas y presentables, atento Planas al decoro que merece la presencia en público –por respeto a los demás y, sobre todo, por respeto a sí mismo, que todo contaba–, porque eso sería a partir de entonces su trabajo: tratar con mucha gente y visitar muchos lugares. Conocía lo básico que conocer precisaba un arriero –y lo que no lo sabía lo aprendería pronto, de eso no le cabía duda– y de algunas cosas más, que no hay mejor maestra que el hambre atrasada; no estaba de más saber de todo un poco, por lo que pudiera pasar. Con ese bagaje se lanzó José a su nueva aventura.
Como el arriero Planas, pobre de solemnidad, ni tenía ni soñaba tener, al menos por aquel entonces, un burro –y no digamos ya un mulo– que le allanase la faena, no tuvo más remedio que contar sola y exclusivamente con sus propias fuerzas: ya se sabe que la mejor yunta es la fuerza de voluntad. Así, se cargaba a la espalda un saco lleno hasta arriba de género, cuidadosamente atado con una soga a la frente y con otra a la cintura, de forma y manera que la carga no se moviese con el vaivén de la marcha, y de paso le dejase las dos manos libres: con una empuñaba la escoba de caña que usaba como cayado –una escoba en lugar de un bastón, curioso, ¿verdad? Y es que el invento tenía un propósito muy pensado, que veremos más adelante–, y con la otra aprovechaba para acarrear un bulto más: la cosa era sacar el máximo partido de cada viaje. Solía transportar pequeñas cantidades de artículos muy variados, que vendía o canjeaba por otros diferentes, porque un solo saco daba para poco más.
Planas decidió recorrer la ruta arriera que tenía más cerca: el Camino Real, que a la vez era una antigua vía pecuaria, que iba desde la costa malagueña a Cómpeta, Játar, Fornes, Arenas y hasta donde se quisiera llegar, por el interior de la provincia de Granada. Corrían entonces, como hemos dicho, los primeros años de la década de los cuarenta, y la sierra hormigueaba de personas y animales que vivían de ella. A lo largo del trayecto se trasponían chozas de pastores, cortijos, ventas y pueblos; en todos esos lugares era el arriero Planas recibido con agrado porque, ya desde el principio, el hombre se hizo querer a base de honestidad y esfuerzo sin cuartel. Y es que, por su carácter, Planas era absolutamente incapaz de actuar en contra de la moral y el sentido común. Al poco de verle trabajar, sus paisanos empezaron a hacerle encargos que iban desde lo más básico –comida, medicinas y pequeños artículos de primera necesidad o uso común– hasta mercancías de lo más variopinto: ligas y medias, ropa interior, afeites de uso femenino– que las jovencitas cortijeras también tenían derecho estar guapas–, agujas e hilos, telas, menaje de cocina, pequeñas galguerías como plátanos y otras frutas delicadas para los enfermos de los cortijos, escupideras de porcelana para los dormitorios de las recién casadas –que era tradición en la comarca por aquel entonces–, cartas de amor y otras industrias e infinidad de objetos menudos.
A lo largo del camino había días de todos los colores. Cuando el negocio no se daba bien, el saco le pesaba el doble que otros días; si la jornada, en cambio, había sido favorable, le parecía entonces que caminaba como a favor del viento, casi en volandas, tan ligero de cuerpo y mente se sentía. En otras ocasiones iba embebido en sus reflexiones; tanto, que no se enteraba ni de lo que le decían sus casuales compañeros de trayecto, en aquella interminable procesión de caminantes que, como en una romería, transitaban el Camino Real, en el que Planas era uno más, y no lo era. No había circunstancia, por adversa que fuera, que lo apartase de sus obligaciones: Planas siempre en los caminos, al amparo o desamparo del cielo, aguantando aguas de calabobos y fuertes aguaceros; soles impíos que lo aplastaban contra el suelo, nevadas silentes y vendavales que rugían como si todas las almas del purgatorio gritasen a la vez. Si el sol apretaba, hacía un breve alto para refrescarse en cualquier arroyo o fuente de los muchos que manaban a la orilla del sendero; si regresaba a su casa calado hasta los huesos, con el sombrero cubierto de nieve helada y los pies y las manos entumecidos por el frío, se arrimaba al fuego y se colocaba la olla de la comida entre las rodillas, para entrar más rápido en calor. (A veces se manchaba el pantalón de aceite y Carmen, que velaba porque su marido fuese el arriero más curioso del camino, rabiaba mucho con él). Rendido caía Planas al final de la jornada allí donde le cogiese la noche, tras una cena frugal y, por supuesto, sin desnudarse, sobre un jergón que le prestaba la ilusión de no dormir en el santo suelo, y del cual le solían saltar encima un sinnúmero de chinches, pulgas y piojos, porque la miseria en aquellos tiempos era grande. No se desalentaba el arriero: cuando llegaba a su casa se desnudaba en la cocina y, mientras se aseaba prolijamente con agua y jabón, Carmen hervía sus ropas en un gran caldero para hacer desparecer hasta el último de aquellos bichangos, no fuesen a picar también a los niños.
Por su parte, Carmen era una mujer de genio fuerte que se desvivía por su familia, y que no dudaba en regañar a diestro y siniestro a quien fuera menester cuando consideraba que algo no estaba bien hecho. Planas lo aceptaba de buen grado por su condición, todo bondad y respeto por su mujer, y porque, a pesar de todo, el de ellos era un matrimonio excepcionalmente bien avenido.
Luego de varios años de correr por los caminos con el saco a cuestas, en 1948 el arriero Planas pudo por fin reunir los reales suficientes para comprarse una bestia de carga –se trataba de unos animales muy caros; según su tamaño, edad y raza, podían costar lo mismo que un pedazo de terreno–, y para ello acudió donde un sillero de Árchez, que le ofreció un burro mohíno –color marrón oscuro, casi negro– al que Planas puso por nombre “Archerillo”. El animal parecía hecho a la medida de su nuevo amo: también era menudo, ligero de pies y muy resistente. Archerillo cambió la vida de Planas del negro al blanco; gracias al animal pudo cargar mucha más mercancía y, sobre todo, no llegar tan agotado a su casa al cabo del día. Con él se aventuró a alargar los viajes y ya llegaba hasta Alhama, Ácula, Ventas de Huelma, Chimeneas e incluso más allá, permitiéndose diversificar su tarea, porque igualmente transportaba las talegas de ropa –sucia y limpia– de los segadores de la Axarquía que trabajaban en las grandes sembraderas de Granada. Planas cargaba su borriquillo a tope y, por demás, se cargaba él también: hasta llevaba los bolsillos de la chaqueta llenos de piñas, para que Carmen encendiera el fuego en casa.
Durante unos años que fueron más decisivos de lo que el arriero pudiera entonces imaginar, Planas trabajó duro y se labró a fuerza de pasos, ventas y trueques, justa fama de hombre de bien; fama que le vendría como anillo al dedo más adelante. Su nombre corría de boca en boca como modelo persona confiable, generosa y honesta; sin darse cuenta se ganó la confianza plena de todo el que lo conocía, casi sin excepción. El arriero descubriría muy pronto hasta qué punto la certidumbre que inspiraba le sería de utilidad. En 1945 habían comenzado a producirse los primeros movimientos del maquis en las sierras de Tejeda y Almijara, y con ellos principió una época tenebrosa, plena de infortunio para todos los habitantes de las montañas y sus comarcas. A medida que el conflicto avanzaba y se recrudecía, las fuerzas del orden fueron vaciando la sierra de sus pobladores y controlando estrechamente el paso por todos los caminos y veredas. Los trabajadores que vivían del monte sufrieron severas restricciones de acceso al mismo, incluidos, por supuesto, los arrieros que, por su oficio de transportar suministros de todo tipo por todas partes, eran los principales sospechosos de apoyar a la gente de la sierra, tan necesitada de lo más preciso allá en sus escondites montunos. Todos los arrieros, por tanto, se vieron obligados a abandonar temporalmente su actividad, con el trastorno que esa circunstancia suponía para sus familias. Todos los arrieros… menos José Planas.
Tal era el crédito que a todos –incluida la guardia civil– suscitaba el arriero Planas, que a él le dejaron el paso libre para ir por donde quisiera. Planas y Archerillo eran prácticamente los únicos que podían recorrer “en libertad” los caminos tradicionales y seguir llevando a cabo su labor casi con normalidad. Y digo casi, porque durante aquellos años oscuros la sierra se volvió irreconocible. Cortijos y ventas deshabitados, cultivos descuidados, ausencia total de trabajadores en el monte, y caminos y campos tan silenciosos que daba la impresión de que ni los pájaros se atrevían a cantar.
La sierra se quedó sola: a duras penas pasaba un alma viviente por ningún sitio. Sólo Planas, cogido del ronzal o de la cola de Archerillo, transitaba cauteloso por los caminos, abismado en negros pensamientos, sin querer mirar para ningún lado y temeroso de toparse con los de la sierra que, acorralados como conejos cuando se levanta la veda, se escondían en cualquier recoveco y le saltaban delante cuando menos los esperaba. Y es que los guerrilleros –como todo el mundo– sabían bien quién era Planas, y estaban al tanto de la predilección que la guardia civil sentía por aquel hombre. A cambio de dejarlo pasar por los caminos, los militares que vigilaban la sierra desde el destacamento del Cerro Lucero confiaban al arriero, entre otras muchas cosas, su correo, sus mudas de ropa –que lavaban las hijas de Planas por un duro cada muda: camisas, calzoncillos, calcetines, pañuelos…– y hasta sus exiguas pagas, para que las llevase a sus familias. Planas les suministraba asimismo pan y todo lo que necesitaran puntualmente e incluso, a veces, los guardias civiles llegaban a acompañarlo por tramos del camino, si coincidía que fuesen en la misma dirección.
Tal favoritismo –no buscado, por otra parte– lo pagaba, y caro, el pobre arriero, a quien los maquis salían al paso cuando podían, presionándolo por las buenas o por las menos buenas, pidiéndole dinero y obligándolo a vaciar el contenido de su saco sobre el suelo, a ver qué les interesaba llevarse. Cuando pasaba el trance, Planas, con la vista a ras de suelo y el espíritu achicado, aceleraba el paso por aquello de que el mal camino hay que andarlo pronto. Por tener la fiesta en paz y que los de la sierra no se fueran de vacío, el arriero tenía la precaución de encargar a Carmen que lo que le hiciese de comer fuera muy grande –la tortilla, o el trozo de queso, o lo que buenamente hubiera– para poder así repartirlo con ellos, si se los topaba. Como hombre avisado, también les llevaba una provisión de cigarrillos. “Mucho cuidado, Planas, mira que si te preguntan, tú por aquí no has visto a nadie, ¿eh?”, le decían ellos. A lo que el arriero asentía aparentemente tranquilo, aunque la procesión iba por dentro. “Descuidad, que yo no he visto a nadie. Y otra cosa, no busquéis más, que sabéis que yo dineros no llevo”, aseguraba mientras sujetaba con firmeza la escoba de palma que usaba como cayado. Y es que el avispado Planas escondía precisamente ahí, en la palmilla de la escoba, los dineros que llevase, ya fuesen suyos –ganados con las ventas– o fuesen las pagas de los guardias civiles. Los maquis, que solían registrarlo de pies a cabeza, jamás cayeron en examinar la sobada escoba que el arriero portaba como improvisado –pensaban ellos– bastón. Otro lugar donde solía ocultar el dinero era bajo la cinta de su inefable sombrero. Lo llevaba sobre su cabeza desde que se levantaba hasta que se acostaba; era su complemento indispensable, uno con su propio cuerpo, ¿quién iba a sospechar que también resultaría un magnífico escondite?
Merced a su buena disposición para con todo el mundo, Planas terminó ganándose también a los de la sierra, de manera que el buen arriero no tenía enemigos. Sólo un percance le causó hondo malestar. Un día en que los guerrilleros estaban de mal humor, tras obligarle a vaciar su saco como de costumbre y no encontrar nada que les viniese bien, se fijaron en el reloj de bolsillo que el arriero llevaba colgado de su chaleco. “¿Qué es eso que tienes ahí, que no nos lo habías enseñado?” le preguntaron. Se trataba del reloj que le había dejado su padre en herencia cuando murió, y que Planas había lucido el día de su boda. “Es el único recuerdo que tengo de mi padre; me lo dejó hace unos años”, respondió. “Pues entonces bastante tiempo lo has tenido ya”, le espetaron, arrebatándoselo de un tirón con cadena y todo. Otras veces intentaban ponerlo a prueba con burdas triquiñuelas, a ver cómo reaccionaba. “Mira Planas, con ese burro tan chico que llevas no haces ná; ¿qué te parece si lo tiramos por un tajo y te compramos nosotros un mulo grande, bueno, que te haga mejor apaño?”. El arriero, circunspecto, se lo agradecía con la boca chica y les decía que no, que con su burrillo tenía bastante. Luego seguía camino con el pobre Archerillo muy agarrado del ronzal, posiblemente salvado in extremis, quién sabe, de volar por un tajo de aquellos. En cien ocasiones Planas tuvo desencuentros y palabras con maquis, con guardias civiles, con vecinos de los pueblos, incluso con autoridades locales, y las cien veces salió airoso de todas las situaciones por su afán en ir de frente y hacer las cosas en condiciones. Incluso consiguió salir indemne del estraperlo, tan frecuente en esa época, y evitar extorsiones a ciertos habitantes de la comarca, interviniendo por ellos ante los maquis. “Planas, hemos pensado en ir a por Fulano, que nos van haciendo falta dineros, ¿tú sabes a qué hora sale este hombre de su casa?”, le preguntaban. “No, a ése no le hagáis ná”, intercedía Planas; “la familia no tiene lo que pensáis, son buena gente y les vais a dar un susto pa ná”. Y así, terciando y mediando entre unos y otros, lograba Planas su fama de hombre discreto, prudente y cabal, que no daba ocasión a la más leve duda de que la confianza depositada en él no fuese merecida.
José Planas López prosiguió andando caminos –en su pecho la aurora y a su espalda el sol poniente– hasta que su cuerpo le dijo que hasta ahí había llegado. En los años cincuenta del pasado siglo decayó la arriería, pero él había continuado dando portes de un punto a otro junto a su fiel Archerillo, ya sin viajar a otras localidades. Fue pues, durante un tiempo, el último de los arrieros tradicionales en activo. En 1965 –cercano a cumplir los setenta años– nuestro hombre se jubiló, vendió el burro y se recogió con su familia en su casa de Cómpeta. Para entonces ya tenía varios nietos. Planas y Carmen eran unos abuelos excepcionalmente cariñosos y se dedicaron desde ese momento a apoyar a sus hijos, especialmente a la menor, Dolorcitas, que había enviudado muy joven y necesitaba ayuda con sus tres niños. El arriero Planas se transformó, como por arte de birlibirloque, en el abuelo Planas, y en adelante se dedicó en cuerpo y alma –como hizo siempre en todo lo que acometía– a ayudar a criar a sus nietos que, no pudiendo ser de otro modo, lo querían entrañablemente.
Catorce años después de abandonar la arriería –en el año 1979–, con 82 años y cansado de no parar, el bueno de José Planas López dejó este mundo en paz. La expresión afable y bonachona de su rostro le duró hasta el último día de su vida; no lograron borrarla los años con todo su poder, ni los pesares de la vida con toda su gravedad. Antes de morir encargó a la familia que lo enterrasen con su sombrero de paño, aquel que se colocaba ladeado con tanta gracia y que había constituido su principal seña de identidad; pero, en medio de su pena, Carmen se olvidó de cumplir el último deseo de su marido. No le importó: esperó unos años para reunirse con él y, en 1986, ella misma se lo devolvió, en propia mano.
El arriero Planas no cayó en el olvido para nadie. Imposible relegar la memoria de aquel hombrecito resuelto, esforzado, fuerte, íntegro, decidido y valiente, todo eso y más, que pasó lo mejor de su vida partiéndose el pecho –o mejor dicho, las piernas– por sacar a su familia adelante y ser útil a todo el mundo, con voluntad férrea. En julio del año 1985 los pueblos más representativos de la ruta arriera que recorriese Planas tantos años –Játar y Cómpeta– se hermanaron en un emocionado homenaje dedicado a él, pero también a todos los arrieros que unieron las dos comarcas a fuerza de travesías y buen hacer. Varios autobuses repletos de jatareños viajaron a Cómpeta, donde los esperaban todos los competeños. Al mismo tiempo, un cuantioso grupo de caminantes recorrió a pie el antiguo Camino Real, portando una placa grabada con el nombre de Planas y el recuerdo a los demás arrieros. Al siguiente fin de semana se realizó el recorrido inverso, desde Cómpeta a Játar. En el Ayuntamiento de Cómpeta se colgó un escudo de Játar realizado para la ocasión, y una foto aérea de ese pueblo; a su vez, en Játar se bautizó una calle con el nombre de Cómpeta, el pueblo hermano. Y durante varios días hubo fiesta, y discursos de autoridades, y música, y bailes, y una gran paella, y quesos, y choto, y abundante vinillo, y un sentimiento compartido de admiración y gratitud hacia Planas y todos los arrieros que mantuvieron vivos los caminos y el comercio puerta a puerta, uniendo con su empeño no sólo pueblos y cortijos: también muchos corazones.
El hombre que, consciente de su precaria situación, se entretiene en lamentos, es inútil para sí mismo y para los suyos. Planas jamás perdió la fe en su capacidad cuando las cosas le iban mal, ni se engalanó con plumas ajenas –y eso que méritos hizo de sobra– cuando le fueron bien; nació con carácter generoso y con carácter generoso llegó a viejo. En su menguada persona habitaba, en realidad, un gigante. Cuando falleció –olvidado de la tierra para perderse en lo infinito de los cielos– no debió quedar piedra del Camino Real que no llorase su partida.
“La campiña se ha quedado / fría y sola con sus árboles; / por las perdidas veredas / hoy no volverá ya nadie”.
De la siembra de bondad del arriero José Planas López todavía recogen espigas sus descendientes; este artículo es una prueba más de ello. El arriero pobre, con menor afán de trascendencia fue, cumplido su tiempo, el más rico en reconocimientos. Para que luego se diga que el mundo no da vueltas…
POST SCRIPTUM
Un viejo dicho del abuelo Planas se ha quedado como axioma en la familia. El arriero frecuentaba la casa de doña Paquita para entregar o recibir encargos, y ella tenía la costumbre de ponerle una copilla de aguardiente. Planas, bromeando, le replicaba: “¡Pero Paquita, eche usted un poco más, que esta copa es más chica que el dedal de mi Carmen!”. Hoy, cuando a sus descendientes algo les parece poco, corean entre risas: “¡Pero si esto es más chico que el dedal de la abuela Carmen!”
- Escrito por Mariló V. Oyonarte
- Fotografías, archivo de la familia Planas Requena, Rosa Luz Fernández Cebreros, Rosa Mediavilla Márquez y Mariló V. Oyonarte
- Con la colaboración de José María Arjona Pecino (Guarda Forestal jubilado)