Maestros ambulantes



-Siete días estuve yo en la escuela- me decía a veces mi padre cuando, en ocasiones, las circunstancias me obligaban a aparcar temporalmente los libros para echar una mano en las tareas del campo.

 Y la verdad es que su escolarización ni siquiera alcanzó este cortísimo período de tiempo; él nunca fue a la escuela. El tiempo de escolarización de mi suegro fue aún más breve: “un día nada más fui yo”, me comentó él más de una vez. Pero la verdad es que ni siquiera ese único día disfrutó de tan elemental “privilegio”.

 Mucho más joven que mi padre y que mi suegro, que en paz descansen ambos, mi amigo Miguel, que vive en Mallorca, me recuerda en cada una de sus visitas veraniegas al pueblo el inicio de mi escolarización: “en un día se pasó la cartilla primera y la segunda -le dice a mi mujer- y yo, que llevaba ya un año en la escuela todavía no había pasado del tomate”. El tomate era el dibujo con que la primera cartilla escolar ilustraba el aprendizaje de la letra “t”, así como una silla para la “s” o una mamá para la “m”. Luego Miguel comenta: “claro, ¿cómo iba a aprender, si yo a la escuela iba nada más que cuando llovía”. En honor a la verdad tengo que decir que mi rápido paso por las cartillas de lectura no es un mérito que en justicia me pueda atribuir; sólo se debe a que tuve la suerte de poder contar con una “maestra” particular de párvulos: mi madre.

 Como decía, ni mi padre ni mi suegro pisaron jamás un aula escolar. Sin embargo, tanto el uno como el otro sabían “para su apaño”, que decían ellos. Y era verdad, yo lo pude comprobar en más de una ocasión, con mi padre primero y después con mi suegro, cómo llevaban sus anotaciones de faenas agrícolas, de jornales que debían o les debían, de grano o abono que vendían o compraban… Aunque también es verdad que en mi casa yo tomé pronto el relevo en estas tareas. Mucho me costó, sin embargo, pasado algún tiempo, familiarizarme con la caligrafía de mi padre cuando, a la muerte de mi madre (cuya caligrafía yo siempre he envidiado), tuvo que ser él quien de vez en cuando me escribiese una carta a Granada. De reglas ortográficas, por supueso, él no había oído hablar.

 En el cortijo Las Solanas nació y se crió mi padre; en el cortijo Barranco mi suegro. Como ellos, cientos de niños durante el pasado siglo pasaron su infancia en los múltiples cortijos diseminados por nuestra geografía. Nunca fueron a la escuela; pero a pocos de ellos he conocido analfabetos totales. ¿Cómo adquirieron sus elementales conocimientos de lectura, escritura y cálculo? Tanto al uno como al otro siempre les oí decir que era raro que en el cortijo no contasen con los servicios de algún “maestro” ambulante, dispuesto a instruir a niños y no tan niños a cambio de una módica cantidad de dinero, casi siempre complementada con un plato de comida. Y la enseñanza de padres a hijos, de mayores a pequeños, del que ya sabía algo al que aún no sabía nada, reforzaban esta enseñanza, proporcionando a aquellos niños cortijeros una rudimentaria formación que los sacase de un total analfabetismo.

 Iban estos ”maestros” de cortijo en cortijo, pasaban a veces varios días con la misma familia, daban clase por el día a los más pequeños y por la noche, cuando se daba de mano en las faenas del campo, a los mayores. Los había suficientemente preparados para proporcionar a sus alumnos una instrucción, si no de gran calidad, sí al menos suficiente para su normal desenvolvimiento en la vida diaria; y los había menos preparados que tenían que corregir dictados con el libro delante, y las cuentas de multiplicar mirando las tablas. Los había auténticos pedagogos a los que sus particulares circunstancias tal vez no les permitieron estudiar y ejercer una carrera en la que se hubieran sentido realizados; y los había desertores del arado que preferían malvivir deambulando de acá para allá antes que agachar la raspa en el campo.

 Pero mi amigo Miguel no se crió en un cortijo, sino en el pueblo; es verdad. Pero es que tampoco los niños del pueblo eran alumnos constantes en aquellos años. Hemos visto cómo la mayoría tuvimos en ocasiones que abandonar temporalmente la escuela para acudir a tareas puntuales del campo. Miguel nos comentaba que él iba a la escuela cuando llovía. Y los había que ni siquiera en tiempos lluviosos asistían a clase; niños que, antes que un libro, recibieron un látigo y una honda para guardar marranos, o niñas que, tan necesitadas aún de cuidados maternales, tuvieron ellas que cuidar a los hijos de señoras más pudientes, o servirles a ellas de compañía para entretener sus largas horas de ocio.


También entre estos niños y jóvenes de pueblo encontraron aquellos “maestros” sin título su particular oportunidad de trabajo. Hubo ocasiones en que el mismo maestro del pueblo daba clase por la noche a estos niños y muchachos que trabajaban durante el día. Y tampoco faltaron aquellos otros que, con mejor o peor fortuna, montaron en casa su academia particular. Muchos recordarán a aquellos dos jóvenes, D. Antonio y D. Ricardo, que misteriosamente aparecieron un día por aquí, alquilaron una pequeña vivienda en el Carril, la casilla de Salvador el carpintero, y durante varios años se dedicaron a la enseñanza en el pueblo y en los cortijos. Y muchos, muchos niños y jóvenes de mi generación deben gran parte de sus conocimientos académicos a las clases particulares impartidas por Rafael Comino. También había formado él parte de aquellos maestros ambulantes del campo. Pero una vez instalado en Santa Cruz (él venía de Loja), compaginaba su trabajo en el campo durante el día con la enseñanza nocturna. No sé si Rafael tenía algunos estudios de grado medio o, simplemente, una gran formación escolar básica. El hecho es que los comentarios de sus alumnos hablaban de su gran preparación y de lo mucho que con él aprendían. Esta sólida formación le llevó a conseguir un puesto de funcionario del Ayuntamiento, con lo cual se retiró tanto del trabajo agrícola como de su labor docente.

 Para nuestros niños y jóvenes de hoy que, procedentes de cualquier medio, siempre tienen a su alcance toda la formación académica a que puedan aspirar, desde la guardería a la universidad; que tienen a su disposición los más modernos colegios con infinidad de recursos; que cuentan con maestros y profesores especializados en cualquier rama del saber. Para ellos, seguramente, será difícil creer que, hace sólo cincuenta o sesenta años, los padres o abuelos de muchos de ellos sólo pudieron librarse de un analfabetismo total gracias a la labor docente de estos “maestros” ambulantes y sin título.