Así se presentó en el cortijo Barranco, aquella fría mañana de enero, cuando los Arias, aún en la puerta de la casa, se disponían a comenzar la jornada de recogida de aceituna en los olivos de Pepe Negro.
Tenía yo seis años y medio cuando, una tarde, se presentó en mi casa D. José, el médico, y estuvo hablando con mi madre. No me enteré yo muy bien de su conversación, pero sí oí algo de que iría a Granada, al hospital. Poco nos atrevíamos los niños a preguntar nada a nuestros padres; y tampoco en aquella ocasión yo lo hice; como tampoco se me ocurrió jamás preguntar por qué mi madre tenía ahora la barriga tan gorda.
Eso me decía mi madre, cuando, con el barreño de hojalata preparado en la cocina, las ollas de agua caliente junto al fuego, el estropajo de esparto y el jabón casero a mano, reclamaba mi presencia para el baño.
Cada dos semanas Antonio viene a casa de su madre. Viene al oscurecer y se va a la mañana siguiente. Viene a cambiarse de ropa; a cambiarse de ropa y a beberse unos vasillos en el Ferubi; unos vasillos que, a veces, son más de la cuenta y que le cuestan, además de una parte de sus exiguos ahorros, una bronca con su madre y las amenazas del amo que ya le ha dicho que, como otra vez pierda el día por la “jumera”, que por allí no vuelva más. Pero luego se le pasa y… hasta otra vez. Porque, la verdad, Antonio, como trabajador y honrado, el primero.
Aún no ha amanecido y la moza lleva ya un buen rato levantada. Sentada en una silla baja, junto al fuego, menea con la paleta una gran sartenada de migas de la que los gañanes pronto darán buena cuenta, antes de dirigirse a la besana para iniciar los trabajos de sementera. “Las migas del gañán a las tres vueltas están”, les dice ella, siempre sonriente, mientras coloca en medio de la cocina la gran sartén sobre las trébedes (o sobre las "estrebes", que a nadie se le ocurriría darle otro nombre a este cacharro).
Son las ocho de la tarde y el pez de trigo luce limpio y resplandeciente sobre el empedrado de la era. Frente a él, a pocos metros, en formación decreciente, como una duna arrastrada por el viento, el montón de paja que se pierde por el balate que da al barranco.
Muchas veces me la encuentro en mis frecuentes paseos. A ella también le gusta andar. Niño, hay que andar, me dice; hay que “falagar” las carnes. Siempre va con un palo en la mano. A veces la acompaña Juan, su marido; a veces cualquier vecina, que ahora esto de andar es una costumbre muy extendida.
Como cada tarde, el Chique apareja su borriquila, le echa las aguaderas, y en ellas coloca (con la ayuda del ama) los dos cántaros de agua, la olla, los ramales.. y cualquier encargo que los segadores le hicieran el día anterior. Con la agilidad de sus once años monta en ella y allá va, por el camino de las eras, a encontrarse con los segadores, que ya lo esperan, hoy en el Cerro de la Yesera. Con los ojillos medio cerrados, por el cansancio y por el sueño, y por el sol que le da de frente, tararea: "Una paloma blanca, como la nieve, bajó al río a bañarse..."
Es el título de una película que ponían hace unos días en La 2 de TVE. Me refiero al primer renglón del título. El otro condensa la síntesis de mi filosófica reflexión cuando en aquellos lejanos años de mi infancia viví repetidas veces escenas que la película de Saura parecía haber calcado.
Mañana soleada del mes de junio. El verano está a la vuelta de la esquina. Un cielo limpio y una suave brisa hacen agradable mi paseo mañanero. A buen paso recorro mi “circuito” callejero.