Muchas veces me la encuentro en mis frecuentes paseos. A ella también le gusta andar. Niño, hay que andar, me dice; hay que “falagar” las carnes. Siempre va con un palo en la mano. A veces la acompaña Juan, su marido; a veces cualquier vecina, que ahora esto de andar es una costumbre muy extendida.
María es algo mayor que yo; está jubilada, al igual que Juan. Ambos han trabajado muchos años en Alemania y cada uno de ellos cobra una buena pensión, con lo cual, viven desahogadamente. En Alemania siguen residiendo sus hijos, todos casados; así que María y Juan pasan temporadas aquí y temporadas allí.
María no sabe leer ni escribir. Me lo dijo un día en uno de nuestros casuales encuentros. Y es que el cartero, al verla en la calle, le había dado un sobre que llevaba para ella, propaganda comercial. Estaba sentada en uno de los bancos que hay junto a los vestuarios de nuestra futura piscina municipal y, al pasar yo, me saludó y me dijo: ¿Qué es esta carta, hijo?.
La leí por encima. Y, mientras leía, María me confesaba que ella no sabía leer ni escribir porque nunca había estado en la escuela. –Siéntate un ratico, ¿quieres?- Y me senté. Y María hablaba; hablaba de su niñez, de su juventud, de sus padres, de sus hermanos, de las estrecheces, de los trabajos, de su noviazgo y matrimonio; y de su marcha a Alemania “que nos solucionó la vida; pero que lo que yo allí he pasao, pa mí y pa Dios se quea”, me dice.
Nació María a mediados de la década de los cuarenta del pasado siglo. Fue, y es, la mayor de cinco hermanos, tres varones y dos hembras. Su padre, jornalero del campo, traía a casa su medio jornal el día que lo ganaba; la otra mitad era para el tabernero. Su madre, limpia y trabajadora donde las hubiera, arañaba bajo las piedras, si era preciso, para que a sus hijos no les faltara un plato de olla cada día y unos trapillos limpios que ponerse.
Cuando María cumplió la edad de empezar la escuela, ya tenía dos hermanos más pequeños, y su madre, aunque la chiquilla entonces no lo sabía, esperaba ya el cuarto hijo. “Y a mí no me apuntaron a la escuela –me dice-. Claro, tenía que cuidar de mis hermanillos”.
No había cumplido aún los ocho años cuando María se fue a vivir con la señora Enriqueta. Enriqueta y Paco, un matrimonio de posibles, pero que no tenían lo que más hubieran querido tener: un hijo. No tenía que hacer nada allí, “¿qué iba a hacer yo, que no tenía ni ocho años?”, sólo acompañar a la señora. Y es que la señora Enriqueta, pobrecita, se aburría en casa, todo el día sola. Y Paco un día, hablando con los padres de María, que entonces estaban en la aceituna con él, le buscó la solución: María se iría a vivir a la casa de Paco, allí comería, dormiría, ellos la vestirían… “ella no tiene que hacer otra cosa que darle compaña a mi mujer, que la pobre está más sola que la una”.
Y así se hizo. Y el cuidado de los hermanos quedó bajo la responsabilidad de Paquita, la segunda hija del matrimonio pobre al que Dios no había dado fortuna, pero sí había bendecido con una numerosa prole. Y María siguió sin ir a la escuela. “Al fin y al cabo, no va a ir a la mili; ¿qué falta le hace saber leer ni escribir?”, decía su padre, al que Paco daba toda la razón.
Cuatro años estuvo María acompañando a la señora Enriqueta. Hasta que un día se enteró de que Dª Ángeles, la maestra, estaba buscando una niñera, pues la que tenía, que la había traído de su pueblo, se iba para casarse. María habló con sus padres, que vieron el cielo abierto al saber que su hija podría traer todos los meses a casa trescientas pesetas, además de comer en casa de la maestra; eso sí, la ropa que se la compraran sus padres. Y María cobró su primer sueldo, que ella no llegó a ver, ni este ni ninguno de los siguientes, porque eso no son cosas de niños.
Ya empezaba María a tontear con Juan cuando comenzó con este trabajo. Juan, dos años mayor que ella, acechaba disimuladamente sus salidas desde la plaza, asomándose de vez en cuando a la esquina. O andaba, como el que no quiere la cosa, por lo hondo de la cuestecilla, esperando la más mínima ocasión para estar un ratillo con su María. Porque a su casa no entraba; a dónde iba él con catorce años. “Ni te ce ocurra asomar por allí, que mi papa te echa a patás y a mí me mata de la paliza que me pega”, le decía ella.
No fue muy largo el noviazgo. Tenía María quince años recién cumplidos y él, diecisiete. Una tarde, al oscurecer, con una bicicleta prestada, María y Juan pusieron rumbo a Moraleda y se presentaron en casa de la abuela del novio. El mismo dueño de la bicicleta fue el encargado de tranquilizar a una y otra familia cuando empezaron a sospechar por su tardanza; aunque, por más que unos y otros insistieron, el amigo guardó fielmente el secreto de su destino.
La estancia en Moraleda fue breve: al día siguiente los novios volvieron al pueblo; a la casa de él, primero; después, a la de ella. Ni en una ni en otra los recibieron con banda de música, “pero tampoco estuvo la cosa tan mal”, comentaba María. “Por lo pronto, cada uno a su casa, arreglar los papeles y que se casen cuanto antes. Han hecho la jangá y lo que hay que hacer es que se echen las bendiciones”, convenían los consuegros.
En poco más de un mes, Juan y María se prometían amor eterno a los pies del altar, en presencia de aquel cura que con su mirada parecía echarles en cara constantemente lo pecaminoso de su proceder. María vestía un sencillo vestido gris que Dª Ángeles le regaló; Juan, un trajecillo que sus padres le habían comprado para la última feria. Fueron los padrinos un hermano del novio y su mujer. Los invitados, diez personas más, de una y otra familia. Terminada la ceremonia, a las siete y cuarto de la mañana, todos tomaron juntos café en el Ferubi. Poco después los recién casados emprendían su viaje de luna de miel: con una pequeña maleta de cartón y doscientas pesetas en la cartera, María y Juan se montaron en la Alsina para viajar hasta Granada donde pasaron dos días entericos. Aunque María confiesa que ella ver, no vio na, porque en el viaje se puso mu malísima y, en Graná, ni ella ni su Juan sabían ir a parte ninguna. Una película sí fueron a ver aquella tarde porque tuvieron la suerte de conocer a otra pareja de recién casados que paraban en la misma pensión que ellos.
No fueron fáciles aquellos dos primeros años de matrimonio. Una casilla alquilada, vieja y estrecha, en la calle Pitres, fue su primer hogar. Ella, embarazada, y luego con un niño pequeño, no aportaba nada a la economía familiar. Él ganaba un jornal cuando había dónde.
La emigración fue su única salida. Y así un día, con su maleta, su niño y una cantidad de dinero que apenas les alcanzaba para el viaje, María y Juan abandonaron el pueblo donde habían nacido, con la esperanza de encontrar en otro país la estabilidad y el bienestar que el suyo no les pudo proporcionar.
Santa Cruz del Comercio, octubre de 2014.