La moza



 Aún no ha amanecido y la moza lleva ya un buen rato levantada. Sentada en una silla baja, junto al fuego, menea con la paleta una gran sartenada de migas de la que los gañanes pronto darán buena cuenta, antes de dirigirse a la besana para iniciar los trabajos de sementera. “Las migas del gañán a las tres vueltas están”, les dice ella, siempre sonriente, mientras coloca en medio de la cocina la gran sartén sobre las trébedes (o sobre las "estrebes", que a nadie se le ocurriría darle otro nombre a este cacharro).

 Antonia tiene treinta y seis años, pero cualquiera podría creer que tiene más de cincuenta. Poca gente recuerda que en algún tiempo también ella vestía ropa de color; y que su ondulado pelo negro, ahora oculto por un sempiterno pañuelo, hizo suspirar a más de un mozo. A pesar de todo, Antonia nunca pierde su buen humor; y, aunque ocasiones no le faltan, jamás nadie la oyó quejarse de su suerte, ni contratiempo alguno pudo borrar el brillo de sus ojos ni su serena sonrisa.

 Desde hace veinte años ella sirve en casa de “Los de la Vega”, segunda generación de una familia que, procedente de un pueblecito de la vega granadina, compró aquí una buena suerte de tierra y aquí se estableció. Antes que Antonia, su madre ya sirvió también aquí; pero los achaques de la edad la obligaron a ceder el puesto a su hija.

 Ya llevaba cuatro años trabajando en la casa cuando se casó con Paco, un mozo muy apuesto que siempre andaba trabajando también en la misma casa. Una boda muy bonita, con la ayuda de los amos, y hasta un viaje de novios de tres días a Málaga. Pero su felicidad duró poco. Aún no había nacido su hijo cuando Paco fue encarcelado y Antonia nunca más volvió a verlo. “Cosas de la política”: con esta lacónica frase dará por finalizada la conversación, si alguien, inocente o curioso, saca a colación el tema.

 Los gañanes se han ido, también el amo. Candelaria, la dueña de la casa, desayuna en el comedor. Aún permanecen en la cama Leonor y Angustias, las hijas. Antonia, después de servir a la señora, toma su tazón de café con leche en la mesa de la cocina. Bueno, lo de “café con leche” es la costumbre de llamarlo así; en realidad es cebada tostada, pero que hace el apaño. Pero que cuando, en ocasiones especiales, se toma “café bueno”, eso, ni punto de comparación.

 El sol empieza a dar en los olivos de Marimonta cuando Antonia ya sube con su primer viaje de agua por la cuestecilla del Ferubi. A la cadera lleva un cántaro y en la mano un cubo. Subir, bajar, subir, bajar… Agua para beber, agua para cocinar, agua para fregar… Agua para las personas y agua para los animales. Terminado el acarreo, hay que barrer la puerta, barrer y fregar dentro, hacer las camas… inacabables tareas que precisarían que las manos de Antonia se multiplicasen y las horas estirasen como goma.

 El reloj de la iglesia acaba de dar las doce cuando Antonia suelta la canasta de ropa y coloca su tabla de lavar en el río. Hoy no trae mucha; pronto podrá dejarla tendida sobre las blancas piedras de la orilla y subir a preparar el almuerzo. Lo malo es cuando los niños, los dos que tienen los señores, mandan las bolsas de ropa sucia del colegio y hay que lavarla, coserla y plancharla cuanto antes para volvérsela a mandar a Granada con el coche de Pérez.

 Las tardes son algo más tranquilas, aunque siempre hay que planchar, remendar alguna sábana o los pantalones de pana del amo. A veces también toca echar la tarde entera en el río o ir a la era a abalear en verano, cuando hay parva. Pero es por la tarde cuando, casi siempre, Antonia puede dar una escapaílla a su casa para, por lo menos, quitar cuatro cosillas de en medio.

 Antonia tiene las manos arrugadas y encallecidas y, desde hace tiempo, le duelen las rodillas. Aunque no se queja, las horas que pasa arrodillada fregando suelos y lavando en el río son para ella un doloroso suplicio. Y todo eso, ¿para qué? Es verdad que no le falta un plato de comida ni un vestido que ponerse. Y, lo que ella toda la vida agradecerá, su hijo ya está colocado en la misma casa. Pero, ¿cuánto cobra Antonia? Nadie lo sabe, con nadie habla de eso. Pero parece ser que tanto como ellos han hecho por Antonia, y los sobres que en Navidad siempre le dan, que se los dan; todo eso, piensan Candelaria y su marido (pero, sobre todo Candelaria), todo eso no es poco, ni mucho menos, para lo que hay que hacer en esta casa.

Luis Hinojosa, Santa Cruz del Comercio, noviembre de 2014.