La prima Angélica (¡Qué larga es la eternidad!)


 Es el título de una película que ponían hace unos días en La 2 de TVE. Me refiero al primer renglón del título. El otro condensa la síntesis de mi filosófica reflexión cuando en aquellos lejanos años de mi infancia viví repetidas veces escenas que la película de Saura parecía haber calcado.

 “Salió el sembrador a sembrar su semilla. Parte cayó en el camino…” Así comienza el dictado que esta tarde estamos haciendo en la escuela: es el evangelio de mañana, domingo. Sí, digo bien: mañana, domingo. Que eso de que los sábados no haya escuela es de ahora; en mis tiempos sí había.

 Hemos hecho el dictado y D. Manuel lo ha corregido. Dos faltas se me han escapado: puse salio, sin tilde, y senbrador (¿a quién se le ocurre?). Pero es que el dictado a las tres de la tarde… Unas preguntas sobre el texto, y el dibujo (que tampoco me ha salido para enmarcar).

 Y con esto, prácticamente, podemos dar por finalizado el trabajo escolar de hoy; y el de la semana, que, como he dicho, es sábado por la tarde. Ahora llega Dª Lola, la mujer del maestro, y se sienta junto a él. Trae un rosario en la mano, que entrega a su esposo, y este, con voz sonora y acompasada, comienza el rezo. Y todos vamos desgranando padrenuestros y avemarías, siguiendo a D. Manuel, que a veces baja el tono y entorna los ojos hasta que un codazo de Dª Lola le hace recuperar la debida compostura.

 El final de la letanía da paso a un murmullo generalizado y a un abrir y cerrar de carteras, de las que comienzan a salir trozos de pan. Vamos a merendar. Y vamos a merendar en la escuela porque después nos vamos derechos a la catequesis. D. Manuel saca del armario una lata amarilla de queso; un queso algo amarillento también del que va cortando trozos y repartiendo entre los alumnos. Es el queso americano, el queso de cura que dice todo el mundo, pero que allí no podemos decir. Está bueno, vamos, a mí me gusta. Y mejor aún está la mantequilla; pero mantequilla casi nunca dan. Lo que más dan es leche, que esa sí tiene un sabor raro.

 Y, como casi siempre nos la dan en polvo para hacerla en casa, la mayor parte acaba en las caras de unos y de otros.

 En la puerta de la iglesia estamos ya todos los niños y niñas: fila de niños a la derecha, fila de niñas a la izquierda. Y, junto a la gran cruz de piedra, D. Manuel, el párroco. Con su potente y afinada voz entona el canto de entrada:

Vamos, niños, al sagrario …
 Y todo un coro infantil, que diría Machado, con más entusiasmo que afinación, secunda al sacerdote:
… que Jesús llorando está;
pero, en viendo tantos niños,
muy contento se pondrá.
No llores, Jesús, no llores,
que nos vas a hacer llorar,
que los niños de este pueblo
te queremos consolar.
Vamos, niños, al sagrario …
 
 De mis catequistas recuerdo a Amparito R., que lo fue varios años, pero no sé si tuve otras. Y tampoco es que tenga demasiados recuerdos de aquellas tardes de catequesis. Pero lo del niño que muere en pecado mortal y la eternidad jamás lo he olvidado. Y la película de la otra noche, o lo poco que vi de ella, desempolvaron sin dificultad aquellos lejanos recuerdos.

 Tengo que decir también que, entre la versión de Saura y la de D. Manuel, me quedo con la segunda: mucho más viva, más plástica, más impactante. Moría el infortunado niño de la televisión (creo, pues en eso estaba la película cuando encendí el televisor y yo andaba de acá para allá) a causa de los bombardeos en nuestra última guerra civil. El de mi catequesis no (ya se guardaría el cura); era un cándido e inocente monaguillo que, inesperadamente amanece muerto una buena mañana. Decide el buen párroco celebrar una misa por su eterno descanso, aunque, por supuesto, Juanito no la iba a necesitar, comenta el sacerdote con la familia. Pero he aquí que, cuando se dispone a salir de la sacristía para comenzar la celebración, alguien por detrás le tira de las vestimentas litúrgicas. Vuelve sobresaltado el sacerdote la vista atrás y contempla horrorizado a Juanito, envuelto en llamas, que le dice: “No celebre, padre, ninguna misa por mi alma, pues estoy condenado al infierno por toda la eternidad: antes de morir tuve un mal pensamiento que no pude confesar”.

 Condenado para toda la eternidad por aquel mal pensamiento. Y… ¿qué es la eternidad? En la película, un 1 en el encerado, seguido de tantos ceros como en él cabían, servían de soporte a la explicación: “si esta cantidad fueran años; qué digo años, siglos; o, mejor aún, milenios, no representarían una milésima parte de un segundo de la eternidad”.

 Larga de verdad esa eternidad. Pero me gustaba más la de D. Manuel: “Imaginaos que el mundo es una gran bola de plomo y que cada siglo llega un pajarito y araña con su pico esa gran bola. Pues, cuando el pajarito con sus centenarios arañazos hubiese desgastado por completo nuestro mundo, podríamos decir que aún no había comenzado a contar el tiempo de la eternidad”.

 Demasiado larga esa eternidad para que nuestras mentes infantiles pudiesen sacar otro fruto de estas explicaciones que un miedo atroz a Dios y a sus castigos y alguna pesadilla que turbase nuestros sueños.

 Me cuesta imaginarme a ese Dios castigador que manda al pobre niño al infierno para toda la eternidad por un mal pensamiento. No puede ser el mismo Dios que se hace hombre por nosotros, que perdona a María Magdalena, que llora la muerte de un amigo y que acaba muriendo en la cruz. Prefiero al Dios padre (él nos enseñó a llamarlo así), al Dios que nos ama, nos protege y nos perdona. Porque si, realmente, estuviese al acecho, esperando nuestros fallos para mandarnos a las calderas de Pedro Botero, ocasiones, desde luego, no le iban a faltar.