A veces he pensado que la “toquilla azul” de mis recuerdos tal vez pudo ser blanca. O verde, o amarilla, o de cualquier otro color. Pero no, parece ser que fue azul: mi hermano así la recuerda también.
A veces he pensado que la “toquilla azul” de mis recuerdos tal vez pudo ser blanca. O verde, o amarilla, o de cualquier otro color. Pero no, parece ser que fue azul: mi hermano así la recuerda también.
Poco se parecía lo que mis ojos iban descubriendo a las idílicas imágenes infantiles de mis recuerdos.
No puedo apuntarme la originalidad de este título, se lo debo a mi compañero de tantos años en las tareas docentes, José María Fernández.
Esta mañana me atreví a aventurarme por nuevos derroteros. Y, tras dejar el coche en el taller, salí a la carretera buscando caminos y veredas.
Desde mi terraza he visto llegar el autobús del transporte escolar. Poco después, un nutrido grupo de chavales, de chicos y chicas, subían desde la plaza, cargados con pesadas mochilas, camino de casa. Una sabrosa comida, un merecido descanso… y, seguramente, un montón de deberes que les aguardan tras una intensa mañana de inacabables clases.
Se terminó la feria. El verano, oficialmente, ya ha pasado. Lejos queda la Virgen de agosto, la tramposa, y en las trojes, y en las cámaras, poco queda del grano recogido. Quién diría que hace poco apenas se podía uno rebullir por aquí y que mi cama era una manta sobre el trigo en la cámara grande.
Muchos recordaréis, si tenéis cierta edad, aquellos tiempos en que a los cumpleaños apenas se les echaba cuentas, pasaban sin pena ni gloria.
A quienes un día tuvieron que abandonar la tierra que les vio nacer, pero nunca pudieron, ni quisieron, sacarla de su corazón.
Qué suerte, qué bendición, qué cúmulo de vivencias atesoramos quienes tenemos el privilegio de vivir junto a un río. Y no es que infravalore a quienes no lo tienen o no lo han tenido cerca, ni mucho menos.
Se llama Luis y tiene diez años. Es el mayor de cuatro hermanos. Durante el curso ha asistido a la escuela con regularidad casi absoluta. Sus padres, aunque pobres, son conscientes de la importancia de una buena formación para sus hijos y se esfuerzan todo lo que pueden, y aun algo más, para que ellos no tengan que faltar a clase por echar una mano en casa. Ayer Luis, Paco y Antonio, los tres mayores, llegaron a casa alborozados: el maestro ya había dado vacaciones.
No más de media hora faltará para que el sol se oculte tras las lejanas montañas. Pero el calor sigue siendo sofocante. Tres hombres, con camisa caqui empapada de sudor, se inclinan sobre la abundante mies y, puñado a puñado, van formando paveas y dejando el rastrojo poblado de gavillas que el carro transportará hasta la era. Y que este año, que se ha presentado bueno, colmarán de grano las trojes del amo. Son Santiago, Ramón y Juan, los segadores de los ‘Ramírez’.