José Antonio Moreno, “Chispas”, fue alumno mío en el alhameño colegio del Callejón. Ahora, casado con una santacruceña, somos casi vecinos en este mi pueblo natal y suyo de adopción. Es más, nos vemos con frecuencia: en los casi diarios paseos por mi “circuito urbano” suelo encontrarlo cerca de su navecilla donde siempre ha tenido gran variedad de animales.
Esta mañana, sin embargo, nos vimos en la puerta del supermercado. Y le pregunté por su borriquillo. Hace tiempo que no lo veo careando en el barranco. Y que no oigo su potente rebuzno que no parecía proceder de un animal tan pequeño. –El borriquillo lo he dado- me dijo. Y me quiso parecer que su respuesta encerraba un algo de tristeza o de nostalgia. Comprendí que, en realidad, José Antonio no hubiese querido deshacerse de él, pero parece ser que el animal, aunque pequeño, tenía una gran fortaleza y los tirones que a veces pegaba cuando era conducido por su dueño ponían en peligro la delicada salud de su columna vertebral.
- Solo me quedan en la nave los perros- me contó. Y es que el burro compartía domicilio con otros muchos animales. A mí me llamaban la atención las gallinas que, como en aquellos lejanos tiempos de mi infancia, se veían libres en la calle, siempre bajo la mirada vigilante del gallo y picoteando en la hierba aquí y allá. Y libremente volvían a su encierro a poner sus huevos o a la hora de acostarse.
...soy más de campo que un chaparro
La nave de José Antonio olía a cebolla cocida en los días de matanza. –Yo me he criado en ese ambiente, soy más de campo que un chaparro y esas costumbres son las que me gustan- me decía. Pero, como también él mismo reconocía, los tiempos cambian e inexorablemente te arrastran con ellos. Siempre había pensado que nunca dejaría de hacer su propia matanza, que la haría también para sus hermanas; y para sus hijas, cuando estas tuviesen su propia familia.
- Eso era una alimentación sana y no lo que tenemos ahora. Pero mis hijas y mi mujer me dicen que soy un cateto- Estos derroteros tomó nuestra amigable charla y en este aspecto coincidimos absolutamente. Ambos estábamos de acuerdo en que los jamones de sus marranos, sus chacinas caseras y los huevos de sus gallinas nada tenían que ver con lo que cualquier supermercado o tienda de pueblo o barrio nos pueden ofrecer.
También yo me crié en una humilde familia de pequeños agricultores; y así se lo contaba a mi antiguo alumno. Las dificultades para abastecerse de lo más necesario, el vivir sin dinero y el pedir fiado al tendero o al panadero estaban a la orden del día. La alimentación, aun sin llegar a escasear, sí pecaba tal vez de monótona (sobre todo por la casi diaria olla nocturna) y de pobreza en frutas y verduras. Pero en calidad aquel tipo de alimentación superaba con creces a la que hoy podemos disfrutar el común de los mortales.
...los pollos de corral venían a ser algo así como el manjar imprescindible
La matanza (a veces abundante, a veces demasiado escasa), era algo habitual en la mayoría de las familias. Pero aquellos cerdos no se criaban prisioneros en macrogranjas, atiborrados de piensos artificiales para ser sacrificados con pocos meses de vida. Aquellos cerdos pasaban la mayor parte de su vida en el campo, bajo la vigilancia del porquero, hasta que pocos meses antes de ser destinados a la matanza del año se dejaban en casa para ser cebados con maíz, garbanzos o cualquier otro producto que el propio agricultor hubiese cosechado. La dieta cárnica se completaba matando de vez en cuando un conejo: abundaban en los corrales de cada casa y poco más gasto tenían que el proporcionarles yerba del campo. Y los pollos de corral venían a ser algo así como el manjar imprescindible para la celebración de un importante acontecimiento.
Los productos lácteos de calidad estaban asegurados con tener una o dos cabras que el cabrero se encargaba de llevar cada día al campo en busca de los mejores pastos. Qué buenos, y qué sanos, aquellos tazones de leche migada, los postres de natillas o arroz con leche. Y hasta el queso que las mujeres solían hacer asociándose a veces con alguna vecina para juntar la leche de más cabras.
...mi padre todos los años le cambiaba a un costeño melones por uvas
De la cosecha de nuestros campos solían ser los garbanzos y lentejas que consumíamos; y hasta el pan de cada día, cocido en horno de leña y amasado con la harina de nuestros molinos que se surtían del trigo de nuestros campos.
Quizá, como he dicho, nuestra alimentación quedase un poco pobre en frutas y hortalizas. Pero las que teníamos eran auténticas. ¿Quién no criaba, aunque fuese en tierra prestada, un cantero de melones para asegurarse el postre de agosto a diciembre? Yo recuerdo que mi padre todos los años le cambiaba a un costeño melones por uvas que solía colgar en el techo de la camarilla de la matanza. Tomates, pimientos, pepinos tampoco solían faltar, en su tiempo, porque Paco “el torillo”, muy amigo de mi padre, solía dejarle algún terrenillo donde sembrarlos en su vega a cambio del estiércol que él se llevaba para abonarla.
¡Cuánto han cambiado las cosas también en la alimentación! El progreso nos trajo cambios irreversibles. ¡Bienvenido sea! Pero, como también he manifestado en varias ocasiones, ¿no habremos pagado por él un precio demasiado alto?
Santa Cruz, marzo 2022
Luis Hinojosa D.