A veces he pensado que la “toquilla azul” de mis recuerdos tal vez pudo ser blanca. O verde, o amarilla, o de cualquier otro color. Pero no, parece ser que fue azul: mi hermano así la recuerda también.
Seguramente por ser varón su primer hijo, mi madre debió de pensar que este era el color más adecuado. Y tuvo suerte con que el segundo y último de sus hijos también fuese del mismo sexo: no sé si hubiese podido permitirse el lujo de comprar otra toquilla (rosa en este caso).
Son tan remotos estos recuerdos que yo a veces he dudado de la autenticidad de los mismos. ¿Son, tal vez, fantasías? ¿O realidades idealizadas? Afortunadamente son vivencias que, años más tarde, también pudo disfrutar mi hermano y que también él recuerda.
Lo niños de mi generación tuvimos la suerte, lo he dicho en otras ocasiones, de que en aquellos tiempos no se conociesen aún las guarderías. Ni siquiera las escuelas de párvulos. Digo, por aquí. Estas modernas escuelas infantiles, fruto del progreso, llegaron a nuestra Andalucía rural mucho más tarde. Como tarde llegó también el trabajo de la mujer fuera del hogar, si exceptuamos aquellos esporádicos trabajos en la aceituna o la arranca: otra suerte también para los niños de mi generación.
Marchaban temprano los hombres al campo. Acarreaban las mujeres agua a la casa, barrían las puertas, lavaban en el río y se afanaban en las tareas domésticas
Es difícil imaginar, para quien no lo ha vivido, el ambiente de nuestros pequeños pueblos en aquellos años, difíciles y duros como pocos para nuestros mayores, pero felices para nosotros, ajenos a problemas familiares y libres de un horario escolar.
Marchaban temprano los hombres al campo. Acarreaban las mujeres agua a la casa, barrían las puertas, lavaban en el río y se afanaban en las tareas domésticas. Y los pequeños, muy numerosos en aquellos tiempos, se adueñaban de la calle, que se llenaba de juegos y de risas y que también en ocasiones era escenario de riñas infantiles, de inocentes trastadas y de algún que otro accidente sin importancia que no solía tener más consecuencias que un chichón en la cabeza o un remojón en el río. El peligro del tráfico era entonces tan desconocido como las escuelas infantiles.
Fueron compañeros de juegos en aquellos lejanos tiempos de infancia mis primos Palacios Hinojosa, que pronto se marcharían a Alhama (su casa y la mía, juntas); los nietos de Manuel el cabrero, ‘Cascanuez’ (siempre estaban en el Carril con su tía Juana); Salvador Ramos (q.e.p.d.), Pepe Luis Horcajadas… y los hijos de mi tío Antonio, que me iniciaron en el manejo de las trampas.
Recuerdo con cariño aquellos tiempos (algo idealizados), aquellos juegos, aquellos compañeros… y trato de esconder bajo el tupido velo del olvido las peleas, los chichones, los llantos y todo cuanto pueda enturbiar la belleza de un pasado remoto.
...las ganas repentinas de un hoyo de aceite, o el recuerdo de las galletas recientemente horneadas en el molino...
Y, entre tantos recuerdos, uno destaca como como valiosa joya que siempre he guardado en mi imaginaria ‘cajita de pequeños tesoros’: la toquilla azul. Tendría yo unos cinco años cuando sufrí uno de los pequeños y frecuentes accidentes callejeros: caí en la cuneta que por entonces existía en la puerta de mi tío José, en la carretera. El resultado, una ceja partida y la lengua mordida con mis propios dientes. La cicatriz de la ceja me duró años y años; la de la lengua aún la conservo. Me curaron mis primas como buenamente pudieron (no se acudía al médico por esas ‘nimiedades’) y, algo más calmado ya, me llevaron a casa; ocasión propicia para reavivar el llanto y los lamentos. Pero una vez más, como tantas otras, los brazos de mi madre fueron refugio seguro y remedio infalible para mis males. Envuelto en la toquilla, me tomó en sus brazos y, sentada sobre su silla baja de anea, me fue susurrando palabras de consuelo hasta que caí en un profundo sueño.
Quizá por su aparatosidad, quizá porque sus huellas aún permanecen, este recuerdo agridulce lo conservo más vivo en mi memoria. Pero no fue este un caso aislado, sino un modo de vida. Las calles eran nuestro espacio natural; el juego nuestra vida hasta los seis años. Y el cansancio, un disgusto con algún compañero, una caída, las ganas repentinas de un hoyo de aceite, o el recuerdo de las galletas recientemente horneadas en el molino de Ortiz, eran la ocasión para, haciendo un receso más o menos largo, entrar en casa.
Y allí estaba siempre mi madre; afanada en las tareas del hogar o inclinada sobre su máquina Singer, con la que tanta ropa confeccionó para la gente del pueblo. Allí estaba, sabiendo que en cualquier momento yo dejaría a mis compañeros de juego y requeriría el calor de sus brazos y el arrullo de su voz. Y ella se sentaría sobre la silla baja, entonaría alguna de las canciones de su amplio repertorio y me acunaría en la penumbra de la cocinilla, envuelto en la toquilla azul.
Santa Cruz, enero 2022
Luis Hinojosa D.