Eso me decía mi madre, cuando, con el barreño de hojalata preparado en la cocina, las ollas de agua caliente junto al fuego, el estropajo de esparto y el jabón casero a mano, reclamaba mi presencia para el baño.
Y es que mi casa del Carril, la casa de mi niñez, no tenía esas dependencias de las que todo el mundo hoy disfruta, pero que en los hogares de entonces eran tan poco habituales. Los cuartos de baño eran prácticamente desconocidos para los habitantes de estos pueblos nuestros, que, a falta de agua corriente, gas butano y adecuadas instalaciones, teníamos que recurrir a medios más rudimentarios para nuestro aseo, que, dicho sea de paso, poco tenía que ver con la ducha o duchas diarias de hoy en día y con nuestro negligente despilfarro de agua.
Pero es verdad que el ritual del barreño, muchos lo recordaréis, realizado sin prisa y con todo el cariño materno, era un auténtico placer. La ropa limpia, en el respaldo de la silla, junto al fuego: el camisoncillo de cuello de tirilla, los coletillos, los calzoncillos de lienzo con su tirante y los calcetines de lana, todo elaborado por las hábiles manos de aquellas polifacéticas amas de casa. Pero eso sí, antes había que aguantar los restregonazos del áspero estropajo con el que había que dejar nuestro cuerpo limpio y empercudío.
Para el aseo diario bastaba con la zafa de porcelana blanca. Con el agua estrictamente necesaria (eso de tener que acarrearla desde el río agudiza el sentido de la economía) y colocada sobre una silla, zafa y silla cumplen sobradamente las funciones de nuestro moderno lavabo. Sólo falta el espejito que, colgado de un clavo, sirve incluso de adorno en la pared del fondo de la cocina. Mudo testigo del nacimiento de la primera pelusilla de mi bigote fue este espejo, frente al cual yo pasaba una y otra vez por mi labio superior la cuchilla que mi padre me cedía, recordando, tal vez, sus pasadas experiencias de querer cortar pelos donde no los había.
Pero llegaba el verano. Y entonces el río, nuestro río, sí que cumplía con creces las funciones de ducha y bañera. Siempre he pensado que un río es la mayor riqueza natural de aquellos pueblos que se levantaron en sus orillas: Alhama, Santa Cruz, Cacín… Y cómo lo echaba yo de menos durante mis frecuentes temporadas veraniegas pasadas con mi familia materna, en Agrón. Tener que recurrir a la palangana para quitarse el polvo de la paja de la era antes de acudir a la misa dominical, con lo fácil y delicioso que era en Santa Cruz una breve visita al río y un rapidísimo chapuzón. Y mientras me veía lavarme, el bueno de mi tío Pepe siempre refunfuñaba: “puñeta, qué manía de lavarse tanto; eso no puede ser bueno”.
¡Cómo disfrutábamos en los romances, aquellas pequeñas playas de interior! En calzoncillos, o en pelota, que tampoco era raro. Aunque esto a veces ocasionaba la monserga de alguna buena mujer, que pasaba por el camino cercano a llenar agua en el romaniente: “marrano, tápate el culo; a tu mamá se lo voy a decir”.
Más complicado lo tenían las niñas; y, no digamos, las mozuelas: ya se guardarían ellas de ir a bañarse al río sin la compañía de una madre, hermana o amiga que las protegiese de algún osado mirón. Y así, sí: despojadas del vestido, pero conservando la saya, podían zambullirse y disfrutar en las entonces cristalinas aguas.
No he olvidado otra función de nuestros modernos cuartos de baño a la que no he aludido ni pienso hacerlo. Eso, ¿dónde?, se pregunte tal vez alguien. Los mayores, ya sabéis. Los más jóvenes, si nunca nadie os lo dijo aún, preguntad al abuelo, preguntad.
Santa Cruz del Comercio, noviembre 2014