No hay más niños en el “mulear”



Tenía yo seis años y medio cuando, una tarde, se presentó en mi casa D. José, el médico, y estuvo hablando con mi madre. No me enteré yo muy bien de su conversación, pero sí oí algo de que iría a Granada, al hospital. Poco nos atrevíamos los niños a preguntar nada a nuestros padres; y tampoco en aquella ocasión yo lo hice; como tampoco se me ocurrió jamás preguntar por qué mi madre tenía ahora la barriga tan gorda.


 El caso es que, a los pocos días, ella se fue a Granada y yo quedé en casa con mi padre, que no sé cómo se las arreglaría conmigo, en pleno mes de julio, con todo el trabajo que el verano implicaba entonces. Seguramente, como en otras ocasiones, mis vecinas Dolores y Luisa echarían una buena mano.

 No tardamos mucho mi padre y yo en ir a verla. –Vamos a ir hoy a ver a mamá –me dijo mi padre aquella mañana. Y, efectivamente, en un camión que, cargado de paja, iba desde el cortijo Los Llanos a Granada, hicimos el viaje. Nunca había estado yo antes en la capital. ¡Qué grande Granada, qué grande el Clínico, inmensa aquella sala llena de camas a un lado y otro del pasillo central, todas ocupadas por mujeres que, en el momento de nuestra llegada, se disponían a tomar su almuerzo! Boquerones fritos era el segundo plato; lo recuerdo muy bien porque una compañera de mi madre se empeñó en que yo comiera de los suyos, empeño que, lógicamente, no consiguió.

 Poco después, viajábamos en el tranvía hasta Chauchina, otra nueva experiencia para mí, hasta el cuartel de la Guardia Civil, a casa de mi prima Almudena, a cuyo cuidado yo quedé mientras mi padre regresaba otra vez a Granada. Al día siguiente, antes del medio día, la buena nueva: tengo un hermanito. Mi padre ha vuelto para recogerme y, juntos, regresaremos aquella misma tarde a Santa Cruz.

 No sé si se me dio alguna explicación de cómo había llegado aquella criatura al mundo. No sé si me atreví a preguntar algo, seguramente, no; pero ya sabemos que, tradicionalmente, son las cigüeñas las principales responsables de esta misión. Aunque, según las circunstancias, un nuevo hermanito podía haber sido hallado en las eras, haberlo traído el panadero, o el calero que, de vez en cuando, va por los pueblos y cortijos vendiendo su cal.

 Tema tabú este, no sólo en la familia, sino en la misma enseñanza. No hablaba nada de reproducción humana la Enciclopedia Álvarez; pero tampoco recuerdo yo haberlo estudiado en mis clases de Bachillerato. Así se explica cómo quedé sorprendido cuando, en cierta ocasión, un pequeño de seis años, en una clase de 1º de E.G.B., me explicó con todo lujo de detalles el origen de nuestro ombligo, cuando yo les había dicho que su finalidad era guardar las pelusillas de la camiseta. Y he de confesar que, cuando por primera vez yo hube de tratar en clase el tema con mis alumnos, tenía la sensación de estar más incómodo que ellos mismos, temiendo tener que aclarar dudas que yo jamás me hubiera atrevido a exponer, pero que, seguramente, ellos me iban a plantear con total naturalidad.

 Y no quiero terminar sin compartir con todos vosotros mi primera experiencia en este campo, que no fue con motivo del nacimiento de mi hermano, no; fue un par d años antes, cuando nació mi prima Luisita, hija de mis tíos Luisa y Emilio. Yo jugaba en la calle con mi primo Américo; intencionadamente nos habrían quitado de en medio. Pero he aquí que, al entrar en su casa, vemos a mi madre con un bebé en los brazos. ¡Tengo un hermanito! Pero no, a pesar de estar en brazos de mi madre, no era mío, era de mi primo. Mucho trabajo me costó aceptarlo; pero lo había encontrado el tío Emilio y era de ellos.



 Discutí con todos, lloré, rogué… y al final, entre mi tío y mi madre creyeron encontrar la solución: iríamos Américo y yo a la escarcelera que había tras de su casa y buscaríamos en el muladar que había bajo la piquera, pues allí había encontrado el tío Emilio a la niña. Y allá fuimos los dos, y buscamos y buscamos; y escarbábamos con un palito por una y otra parte, pero lo único que pudimos hallar en el estiércol fue alguna gallinica ciega.

 Triste y desilusionado entré de nuevo en la casa y, con lágrimas en los ojos me abracé a mi madre y le dije: no hay más niños en el “mulear”.