La mayoría de nosotros tenemos alguna. Eso, si tuvimos la suerte de que nos prestaran cuando lo necesitábamos, que ahora aun esto es difícil. Pero no, no me refería yo a esas trampas, a esas que nos vienen a la mente al oír esta palabra. Me refería a las otras, a las de pillar pajarillos, a esas que también tuvimos casi todos los niños de mi generación (y los no tan niños) antes de que campañas ecologistas y medioambientales lograsen concienciarnos de la crueldad y error de nuestra conducta cazadora.
No tendría yo más de seis o siete años cuando mi tío Antonio me regaló la primera. ¡Qué ilusión, qué alegría! Y qué poco tardé en estrenarla (y en perderla). En compañía de Miguelito el Artillero me dirigí a las eras del Carril, dispuestos ambos a hacernos con una buena ensarta de pajarillos. Y, qué suerte, allí nos encontramos con Salva, algo mayor que nosotros (y menos ingenuo), que no sólo nos aconsejó sobre modos y lugares, sino que se ofreció a poner nuestras trampas junto con las suyas y hasta nos dio orovives. Y allá nos fuimos a esperar, a los cercanos olivos (“pero bien escondidos y lejos, que los pájaros saben mucho”, nos decía él).
Pasado un tiempo prudencial, Salva nos dijo que ya era hora de darles vuelta, que esperásemos sin movernos, y él, que tenía más experiencia, iría con todo el cuidado para no espantar los posibles pájaros que estuviesen por allí. Pero, mala suerte, a poco volvió con toda su cara de circunstancias (y muy dura, por cierto), diciendo que las tres trampas habían desaparecido; que hay pájaros que son capaces de saltarlas y comerse el cebo y hasta se las llevan. “Mira, mira –nos dijo señalando uno que en aquel momentos nos sobrevoló- aquel lleva una”. Y, tal fue su empeño, que logró que Miguelito y yo viésemos la trampa transportada por el pájaro ladrón.
Aunque perdí aquella tan rápida e inocentemente, pronto pude hacerme con otras, unas compradas, otras regaladas, alguna de fabricación casera (obra de mi tío Antonio, tan habilidoso él) y poco a poco fui adquiriendo pericia y astucia tanto en el lugar y modo adecuado de colocación como en la búsqueda de alúas y orovives para cebo.
Una mañana, esperando en la plaza para entrar a la escuela, se acercó a mí “el Obispo” con cara de pocos amigos y me dijo que había encontrado las piedras del balate de su era (aquella de mi primera aventura cinegética) levantadas; y que se había enterado de que había sido yo el autor de tal desastre. Y, realmente, era verdad; aunque no había estado solo, sino con un grupo que buscábamos alúas. Me advirtió de que quería aquello arreglado cuanto antes y me amenazó con contárselo a mi padre. Y, efectivamente, cumplió su amenaza antes de que yo pudiera arreglar el estropicio. Cuando llegué a casa, mi padre, un poco serio, me preguntó por lo sucedido. Aquella tarde entre los dos recompusimos las piedras lo mejor que pudimos; pero, en verdad, no vi yo a mi padre demasiado enfadado por aquello. Y es que, seguramente, tampoco vio él muy apropiada la manera de proceder del Obispo.
No volví yo a asociarme con Salva para la cacería, temiendo que otro pájaro habilidoso volviese a robarme. Pero sí lo hizo Miguelito el Artillero y, según me contó, pudo demostrarle a nuestro falso instructor que “donde las dan las toman”. Iban en esta ocasión él y otro amigo en busca del lugar adecuado para su cacería allá por la era del fútbol (la de Mariano Carpena), cuando se encontraron con Salva y otro compinche. Convencieron estos a los pequeños para que colocasen sus trampas en el balate de la era, mientras ellos ponían las suyas junto a un almiar que allí había. Cuando los mayores se alejaron para realizar su primera ronda, Miguelito vio la ocasión propicia para su venganza: en los solivos buscó (y encontró sin mayor dificultad) una “catalina” seca y la colocó sobre la trampa de Salva. Cuando este, observando desde lejos, vio el bulto negro, corrió gozoso gritando: “ya ha caído uno; ese pa mi mama, ese pa mi mama”. Miguelito y su amigo, que previamente habían recogido sus trampas y observaban escondidos tras el almiar, tuvieron que huir corriendo ante las amenazas de los burlados que juraban que los matarían en cuanto los pillaran.
Además de las referidas trampas, el tiragomas fue otra arma mortífera en manos de niños y jóvenes con buena puntería; pero en ese selecto grupo no me encontraba yo. Tampoco en el de los afortunados que podían permitirse el lujo de una escopeta de perdigones (las famosas escopeticas de plomos). Los unos y las otras eran el arma ideal para las cacerías nocturnas en las cercanas alamedas que, aun estando muy perseguidas, eran por entonces frecuentes.
¡Qué lejos quedan aquellos años en que estas sencillas armas de caza me proporcionaron en ocasiones (no muy frecuentes, la verdad) la oportunidad de degustar un sabroso zorzal asado o una pequeña fritura de gorriones! También quedan ya lejanos los días en que, metido en el puesto y observando por la tronera, esperaba pacientemente para matar a traición al pájaro perdiz que acudiese celoso al reclamo del mío que, sobre el tantillo, cantaba inocente encerrado en su jaula.
La contemplación de estos animales libres en el campo me es hoy en día tan gratificante y placentera que me resulta difícil entender cómo fui yo mismo quien en otro tiempo los cacé a traición. Pero tampoco tengo nada en contra de los cazadores, de los verdaderos cazadores. Ni en contra de aquellos niños que de vez en cuando lograban atrapar un gorrión con estas elementales armas. Ni los unos ni los otros son los responsables de la escasez o desaparición de tantos y tantos animales que antaño poblaban nuestros campos. Los venenos con que tratamos nuestras plantas y que día a día arrojamos sobre nuestros campos (bajo la orientación o con el beneplácito de los expertos que guían nuestras vidas) seguramente causarán más estragos que mis sencillas trampas o la escopeta de cualquier cazador.