- Mamá, ¿qué son la brevas candongas?- pregunté con toda la inocencia de mis ocho años al regresar de misa en aquella tibia mañana del mes de septiembre.
- Anda, tómate el café que hoy te vas a ir con papá al campo y pones las trampas, que está arando allí en Los Llanos- fue la respuesta de mi madre, que miraba de reojo a mi padre mientras ambos esbozaban una pícara sonrisa.
Y es que yo no había entendido muy bien el sermón de aquel domingo. D. Manuel hablaba de la feria que acababa de terminar, del baile, de las mozuelas, de que unos las cogían y otros las soltaban… Sí, y aquí venía lo de las brevas, que pasaba uno y las tocaba, pasaba otro y las tocaba… hasta que el más tonto cargaba con ellas cuando ya estaban maduras a fuerza de achuchones. Y estas eran las brevas candongas, eso es. Pero todo esto explicado con el mayor enfado que podáis imaginar.
No sé cuándo, pero sí, con el tiempo llegué a entenderlo. Comprendí quiénes eran las brevas, quiénes los que achuchaban y por qué D. Manuel se enfadaba, gritaba y amenazaba a las brevas y a sus achuchadores. Comprendí la maldad de este gran pecado que podía dar en el infierno con los huesos de las unas y los otros.
¡Cuántos enemigos nos acechaban para meternos, al menor descuido, en las calderas de Pedro Botero! Recordad al pobre monaguillo que, tan bueno él, se fue de patitas al infierno sólo por un mal pensamiento del que no tuvo tiempo de arrepentirse. Y faltar a misa, y las peleas, y las mentirijillas, y las picardías… y tantos otros gravísimos pecados por los que Dios, Dios castigador, estaba dispuesto a mandarnos al infierno, del que no saldríamos aunque el pajarillo que venía cada cien años a arañar la tierra con su pico, la pulverizase una y mil veces.
Pero los malos, malos de verdad, eran los pecados de los mayores. No los recuerdo yo tan bien como los infantiles (los de las picardías y eso) porque, seguramente, no me quedaba muy bien informado cuando se hablaba de ellos. Pero sí sé que este de ser breva o achuchante era, con diferencia, el peor de todos; porque de este sí que me enteré. Bailar en la verbena de la feria, formar un baile en tu casa, asistir a él y bailar hombre con mujer y mujer con hombre, eso era lo peor que criatura humana podía hacer. Malo era robar, faltar a misa, emborracharse los hombres en la taberna (las mujeres no iban) y no llevar el jornal a su casa. Y no recuerdo si pagar un mísero jornal por un trabajo de sol a sol era pecado o no; ya he dicho que de los pecados de mayores no me acuerdo muy bien. Pero, siendo todos malos, ninguno como el del baile, que podía costarte, incluso, el privilegio de ser padrino en una boda o bautizo.
Quiero, simplemente, con estas desenfadadas reflexiones, volver la vista atrás y contemplar serenamente el tiempo que me tocó vivir en los ya lejanos años de mi niñez. No tengo el más mínimo reproche, odio o rencor para ninguno, absolutamente ninguno, de los maestros o sacerdotes que tuve la suerte de conocer en mi infancia. Al contrario, como también alguna vez he comentado, guardo para ellos el más profundo respeto, mi mayor admiración y un gran cariño. Porque todos sin excepción, dentro de los aires que corrían, mal pagados y sin medios, lograron cimentar mi futura formación.
Cambiaron las ideas, los métodos y las costumbres. Cambió mucho nuestra sociedad (para bien y para mal). Se secó la higuera de las brevas candongas y, por fortuna, quienes creemos en Dios lo sabemos vigilante para protegernos, no para arrearnos el sartenazo al menor descuido.