Pienso a veces en los comercios de nuestros pueblos, las tiendas; las de ahora y las de antes, el frío autoservicio frente al directo “dame un kilo de… y dos pesetas de…” Y, la verdad, no es que aquí en Santa Cruz eso se note demasiado en la tienda de Cari y Lucas, la única que tenemos, pues, mientras vas cogiendo el gel y los yogures, nada te impide echar con ellos un rato de charla.
Pero me acuerdo mucho de las tiendas de mi niñez. Y a veces me pregunto cómo podían subsistir todas con los pocos dineros que entonces se manejaban. Pero claro, es que había entonces mucha gente en el pueblo. Se compraba casi siempre sin dinero, pero, al final, habría que pagar, supongo. Aunque también es verdad que ninguna familia de tenderos vivía exclusivamente de su negocio.
Estaba la tienda de Miguel Álvarez, que, además, era el estanco. Era la más lejana a mi casa y, aparte del tabaco para mi padre, yo no recuerdo que mi madre me mandara allí a comprar. Algo más cercana, aunque tampoco muy frecuentada, era la de Emilito; esta la recuerdo, sobre todo, por las sandalias y las botas de goma. En la calle El Sol estaba la de Anica la Veguilla; de ella recuerdo especialmente la tina de arencas sobre el mostrador y la garrafa del vinagre en el pasillo que había entre la tienda y la cocina. A esta tienda yo solía entrar por la puerta de la cuadra de la casa, que siempre estaba abierta. Restregando la espalda contra la pared, si estaban allí las bestias, y, pasado un pequeño patio, me encontraba directamente en la cocina.
De aquellos famosos vendedores de todo que periódicamente visitaban los cortijos también había por entonces dos en el pueblo: El Pillín y Torrulo. No tenían ellos un establecimiento abierto al público, pero, si ibas a casa a comprarles algo, también te lo vendían. Y no podemos olvidar la famosa tienda de Celedonio, El Cele, que, como cuenta Antonio Robles en sus Memorias de Santeña, puso en jaque durante un tiempo, no mucho, a los demás establecimientos del pueblo vendiendo los duros de atún a cuatro pesetas.
Si bien es verdad que en todos estos establecimientos comerciales, como he dicho, mi familia compraba alguna que otra vez, nuestra tienda, la más cercana, la del “dame y me lo apuntas”, esa era la de Anita Moles. Tenía su entrada haciendo esquina con el Carril y la calle El Sol, pero nuestra entrada habitual era la puerta que tenían casi frente a la de mi casa, aunque tuviésemos que atravesar cocina, comedor y portal para llegar a la parte comercial. Te ahorrabas así darle voces a Anita, si estaba por allí haciendo las faenas de la casa; incluso comiendo podías encontrar a la familia, pues tampoco había horario de apertura y cierre. “Hay que ver: pa una carterica especias amarillas me haces levantarme de la mesa”, se quejaba, con toda la razón, la pobre Anita.
La tienda parece que la estoy viendo: estanterías de madera al fondo y en el lateral izquierdo; el mostrador, frente a la ventana; y, sobre él, el molinillo del café con su gran rueda, el peso Mobba y el montón de papel de estraza para envolver; en el otro extremo, el mueblecillo de los hilos y los botones. Bajo el mostrador, los sacos de azúcar, arroz, fideos… y en la parte exterior al mostrador, la estantería de calzado y textil. “Anita, me hacían falta unos calcetines para el niño”, decía mi madre. Y Anita salía de detrás de su mostrador y sacaba algunos pares que me iba probando en el puño: “así, que le sobre; se los remetes por la punta, que, si no, ya mismo se le quedan chicos”.
Esta facilidad de comprar y apuntar, precisamente, me facilitó en cierta ocasión una pequeña aventura que jamás he podido olvidar (por lo mal que lo pasé y por lo que después me cayó). Se nos ocurrió a aquella pandilla que esa tarde nos habíamos juntado (no sé cómo entre todos se pudieron reunir las tres o custro perras gordas) comprar un par de cigarros, que eso de fumar era muy de hombres. Nos haría falta también fuego para encender. Solución: yo, que no había puesto dinero para el tabaco, tendría que poner la lumbre. “Una cajilla mixtos y me la apuntas”, le dije a Anita Moles. Y, como en tantas otras ocasiones, Anita me dio lo que le pedía.
Era ya de noche cuando nos dirigimos hacia el estanco. El recién proclamado tesorero entró con su capital de perras gordas y pidió dos Ideales para su padre. Y, sin alejarnos más de tres pasos, encendimos allí mismo nuestros cigarros. Fue el primero (quizá un par de caladas) y tardé muchos años en encender el segundo. “Tienes que chupar fuerte”, me dijo algún compinche con algo de experiencia. Y fuerte chupé. Y tosiendo como un condenado y con los ojos rojos me encontró mi vecina Andrea. “Déjate, que yo se lo diré a tu mamá”.
No se lo dijo, ni falta que hizo. Creía yo haber salido airoso de aquel trance, pues, tras media hora de enjuagues bucales en el río, nadie en casa hizo la más mínima alusión a mi aventura. Pero la suerte, que a veces es esquiva, me jugó una mala pasada: cuando mi madre al día siguiente tuvo que ir a comprar, Anita, inocentemente, le dijo: te apunto esto y la cajilla de mixtos que tu niño se llevó ayer.
Ante el interrogatorio materno, no me quedó más remedio que confesar. Y, además de la penitencia por mi pecado que con toses y miedos pagué la noche anterior, la última parte del castigo me llegó en forma de alpargata.