Recuerdo la primera vez que yo intervine en una obra de teatro: “Un oficio para el Niño”. Tendría yo nueve o diez años y hacía el papel de abogado. Fue en una velada navideña preparada por el maestro y el cura y se representó en el entonces flamante salón de cine de Pina.
También recuerdo haber visto allí mismo el sainete “Los tres valientes” y a Antonio el de Calles gritando desde el centro del escenario: “tengo dos puños que son dos mazas”. Y alguna otra velada cultural, preparada siempre por el cura y, si intervenían los niños de la escuela, con la colaboración del maestro, pude yo disfrutar en mi infancia en aquel antiguo salón que, por cierto, a mí se me antojaba enorme.
Pero, sobre todo, recuerdo las innumerables sesiones de cine a las que asistí, cargando con mi silla al hombro desde mi casa, si quería estar sentado durante la proyección. Y no es que yo fuera un cinéfilo empedernido ni que a mis padres les sobrase el dinero para darme cada semana los diez reales que valía la entrada. Es que durante mucho tiempo fui monaguillo y esto me daba derecho a entrar de balde en el cine.
Fueron compañeros míos durante mucho tiempo en estos menesteres litúrgicos Antonio el del Moreno y Francisco Almenara. Vivía este último por entonces con su tía Mariquita en su casa del barranco, por lo cual este era el punto de encuentro antes de encaminarnos a aquella sala de cine.
También recuerdo haber visto alguna que otra película en Agrón durante mis largas estancias con mi familia materna. No con mucha frecuencia, la verdad, pero alguna vez fui. Aquí, por supuesto, no tenía el privilegio de entrada gratuita. Lo que sí puedo asegurar es que algo tenía que ver también aquel párroco con la industria cinematográfica. No recuerdo su nombre, pero sí tengo la imagen de un hombre corpulento y bonachón que en las tardes de domingo subía desde Ventas de Huelma con su Balilla para decir misa en Agrón y, de camino, proyectar alguna película en la posada. Y, como evangelio y cine eran sus dos cometidos en aquellas tardes dominicales, de uno y de otro hacía sus comentarios y alabanzas con voz potente y enérgicos gestos. Por otra parte, tampoco había cartelera en la que los feligreses pudiesen informarse sobre título, actores y demás. Suplía, pues, el buen párroco esta deficiencia anunciando durante la homilía que “la película de esta noche es del Zorro, un espadachín que pelea con todos los malos y a todos los vence.” Y aquel hombre blandía desde el púlpito su imaginaria espada, dando mandobles a diestro y siniestro, para descabezar a cualquier intruso que osase interponerse en su camino.
¿Qué era lo que movía al párroco de un pequeño pueblo a interesarse en que sus feligreses viesen cine? ¿Tenían ellos intereses comerciales? Sinceramente, creo que no. He aludido a aquella mi primera intervención en el teatro, así como a alguna otra velada de este tipo que recuerdo. Años después, siendo seminarista en Granada, tuve ocasión de intervenir en una obra de teatro y un concierto en una velada organizada por un joven coadjutor alhameño en la iglesia del Carmen. Todo esto me lleva a pensar que la vida cultural en nuestros pueblos hubiese sido mucho más pobre sin la intervención de estas buenas personas. ¿Que esto les permitiese ejercer también una labor de control cultural? Puede que sí. Pero no seré yo quien juzgue esta cuestión. Prefiero quedarme con los buenos recuerdos de aquellas gratas vivencias y con mi más sincera gratitud hacia ellos.