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- Escrito por: Antonio Robles Ordóñez
- Categoría: Memorias de Santeña

Otro personaje que visitó la posada en los años de la posguerra fue un afilador. Si de Pepe Negro hemos dicho que rompía todos los esquemas del personal que, regularmente, acudía a la posada, lo mismo podemos decir de este honrado afilador, aunque por razones bien distintas.
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Aunque los clientes de la posada eran mayoritariamente arrieros que venían de la Axarquía, también los había procedentes de otros lugares, que, como aves migratorias, llegaban en épocas determinadas según el género que ofrecían o el servicio que prestaban. Eran recoveros, buhoneros, segadores, ‘tocaores’, afiladores, estraperlistas… y Pepe Negro.
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Con cuánta frecuencia, a medida que pasan los años, recordamos a personas que conocimos cuando éramos niños pero que no supimos valorar porque la vida no nos había mostrado todavía su intrincado mapa de rutas. Querría uno que vivieran aún para agradecerles lo mucho que nos enseñaron con su silencio y su sonrisa, ellas que tantas razones tenían para el grito y la mueca.
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- Escrito por: Antonio Robles Ordóñez
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Venía de fuera y vivía con la que había sido su criada. Y vivía con ella porque no tenía nada. Pero se querían tanto y había sido tan buena ama, que cuando el infortunio llamó a su puerta, fue la criada, una santeñesa de buen corazón, quien le dijo: “Señá Clotilde, yo no tengo nada más que una casilla en el pueblo, pero si usted quiere, se viene allí y, con la ayuda de Dios, iremos tirando”. Y así fue como la señá Clotilde vino a parar a Santeña.
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- Escrito por: Antonio Robles Ordóñez
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En la calle Caridad, la tercera vivienda a la derecha según se sube, era una casa pequeña y en pésimo estado. En ella vivía una buena mujer, una verdadera santa, de nombre Florencia, pobre como nadie en Santeña pues sólo tenía años, ninguna salud y, encima, estaba sola.
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Cuando el arte del cinematógrafo empezó a salir de las ciudades para dejarse ver y admirar en las zonas rurales, nuestra querida Santeña no fue una excepción y a ella llegó también una humilde muestra del séptimo arte.
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- Escrito por: Antonio Robles Ordóñez
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Hubo un maestro en Santeña de nombre don Manuel y de apodo Jeringuita. Tenía dos hijas y a su mujer todo el mundo la llamaba doña Lola. Para hacer los mandados y algunas faenas del hogar habían contratado a una mocita del pueblo llamada Tedolinda o Tedo, algo mermada en su facultad verbal y locomotora debido, según los médicos, a los repullos de la madre que la concibió -o la trajo al mundo- “cuando las bombas”.
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Siendo mozo casadero, otro vecino de nuestra querida Santeña llamado Miguel y apodado La Vida, se enamoró perdidamente de una cortijera y dio en pasar por los aledaños del cortijo todas las horas que el trabajo le dejaba libres para ver, aunque fuera de lejos, a su amada Dulcinea.
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Fuera de la feria y el día de la Cruz(1), no había en Santeña muchas ocasiones para la diversión.
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El paso de la niñez a la adolescencia va siempre acompañado de una serie de cambios fisiológicos y psíquicos que alteran al que los padece. Si a esto se une una ignorancia total, sea por falta de información, sea por los tabúes sociales reinantes, no hay duda de que dicha etapa del desarrollo individual puede condicionar y hasta determinar el futuro.
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Fue después de esto cuando entró a su servicio Mariquilla apodada ‘La Enana’ por su menguada estatura.