Anécdotas de Santeña: Los ‘güevos de dor Manuel’



 Hubo un maestro en Santeña de nombre don Manuel y de apodo Jeringuita. Tenía dos hijas y a su mujer todo el mundo la llamaba doña Lola. Para hacer los mandados y algunas faenas del hogar habían contratado a una mocita del pueblo llamada Tedolinda o Tedo, algo mermada en su facultad verbal y locomotora debido, según los médicos, a los repullos de la madre que la concibió -o la trajo al mundo- “cuando las bombas”.

 Como corrían malos años y todavía estaba en plena vigencia el dicho de “tienes más hambre que un maestro-escuela”, dor Manuel, además de maestro de primera enseñanza, ejercía como practicante poniendo inyecciones (de ahí lo de ‘Jeringuita”, claro) a domicilio tanto dentro de Santeña como en sus aledaños. Al no haber otro en la localidad, sus servicios eran muy solicitados y siempre resultaban más baratos que los de sus compinches de Alhama.

 Se preguntarán ustedes qué ocurría con la escuela cuando dor Manuel tenía que ausentarse para prestar sus servicios. Digamos, en honor a la verdad, que, generalmente, ejercía de practicante fuera del horario lectivo; pero no eran raras las ocasiones en que, por razones de urgencia, tenía que dejar la clase y salir disparado a casa del enfermo. Entonces la variopinta pajarería que era aquella escuela unitaria quedaba toda a cargo de doña Lola, una mujer tan buena como miope, pero poco o nada versada en cuentas y ortografía. Y entonces también llegaba el desquite. Nos acercábamos a la mesa uno detrás de otro y le enseñábamos la pizarra; ella se ponía las gafas y, con los ojos tensos y casi cerrados, echaba un vistazo a las cuentas o problemas encomendados y a todos nos decía que estaba bien. Entonces, para reírse un rato, algunos compañeros cambiaban adrede los resultados y le decían, fingiendo asombro: “Pero, doña Lola, ¿cómo van a estar bien los dos si a mí me sale una cosa y a éste le sale otra?” Al verse cogida, la buena mujer, que no estaba para razonamientos de aquella índole, contestaba: “Bueno, mira, que os los repase Fulanico”. (‘Fulanico’ era siempre algún alumno aventajado). Y así capeaba el temporal. A pesar de esto, la queríamos mucho porque era muy maternal y comprensiva; y, aunque nos portáramos mal, sabíamos que, cuando llegara su marido y le preguntara, ella siempre le iba a decir que habíamos estado ‘muy calladitos’. En alguna ocasión, también tuvimos de sustituta a alguna de las hijas; pero aquello no resultó, pues ellas eran de nuestra edad, sabían más o menos como nosotros y, encima, se ponían coloradas como un tomate.


Sin saber cómo ni por qué, se le fue la moto y cayó a tierra haciendo una graciosa pirueta

 Cierto día llamaron a don Manuel con toda urgencia del cortijo Perrute y allá  se  fue  inmediatamente  con  su  botiquín en el portaequipajes de la Vespa. El hombre hizo su trabajo con la mayor efectividad y hasta con agrado, por lo que, después de pagarle debidamente el servicio, lo obsequiaron con una docena de gordos y lustrosos huevos metidos entre paja en una cestita de caña. Él lo agradeció y colocó la mercancía lo mejor que pudo sobre el portaequipajes junto al botiquín. Luego se despidió de la buena gente, se subió en su moto y puso rumbo a Santeña. Contento como la lechera de la fábula, iba don Manuel con todo el cuidado mientras circulaba por la corta pero ahoyada vereda que conduce hasta la carretera; al llegar aquí, dejó la moto en libertad y en tres o cuatro minutos estuvo en el pueblo. Pero la mala suerte lo aguardaba a dos pasos de su casa, en la curva de ‘Cabrestos’. Aquí, sin saber cómo ni por qué, se le fue la moto y aterrizó el motorista haciendo antes una graciosa pirueta aunque sin mayores consecuencias para su integridad corporal. Mas no corrieron igual suerte los huevos, que, al dar en el suelo, se hicieron tortilla antes de llegar a la sartén.

 Casualmente, el aterrizaje de don Manuel y la improvisada tortilla fueron presenciados, entre otros paisanos, por Tedolinda que subía del río por la cuesta del Ferubi y, tras golismear un poco, se fue, corriendo cuanto podía correr, a casa de su ama, a dar la noticia. Acelerada, pegó en la puerta y, con aire de preocupación, dijo a doña Lola cuando ésta le abrió:

––“Doña Lola, dor Manuel s´ha caío de la Vespa y se le han roto los güevos”.
Doña Lola, toda confusa por la noticia del accidente como por lo ambiguo de la información, le preguntó con la precisión que pudo:
––“Tedo, pero ¿qué güevos son los que se le han roto, los suyos?”
Al oír aquello, nuestra pobre paisana, educada en la más estricta moral contra la ‘picardía’ y la blasfemia, contestó:
––“Uy, Dios mío, qué pecado, doña Lola. Yo no he dicho eso. Yo decía unos güevos que traía en una cesta”.
Doña Lola no pudo contener la risa, y en seguida corrió hacia el lugar de los hechos, donde unos cuantos vecinos ayudaban a su marido a reponerse del susto.