Pocos personajes ha dado Santeña que tan significativamente la representen en el apartado que ahora tocamos como Frasquito El Gato.
Tan extensa es la lista de sus hechos, dichos y consejas, que todo lo que digamos de él no pasará de mero apunte. Mientras caminó por este túnel de sorpresas que es la vida, casi de todo hizo y casi de todo le ocurrió, pero jamás se dio por vencido. Salvajemente espontáneo, pertenecía a esa casta de seres indómitos nacidos, como los robles, para plantar cara a todos los vientos, y que viven y actúan a golpe de impulsos, convencidos de que la naturaleza tiene unas exigencias que hay que cumplir, sin parar mientes en convencionalismos de ninguna clase. Es verdad que pudo contarse entre los afortunados al no tener que depender de nadie para sacar a su familia adelante. Esto, sin duda, le dio una libertad de acción que muy poca gente tenía y él supo aprovecharla. Decía que lo mismo que las orejas están para oír, la lengua está para hablar; y que si hay que decir algo, se dice, aunque sea al lucero del alba; que la verdad tiene un camino y el que se sale de él, desbarra. En cierta ocasión, y por orden del ayuntamiento, se hicieron en la plaza, con obra, unas demarcaciones que dificultaban el paso del ganado y de las caballerías. Frasquito, ni corto ni perezoso, se fue para el secretario y le preguntó quién había dispuesto aquello. El secretario le dijo que la autoridad municipal. Frasquito, amainado un poco por el tono sereno y cortés del secretario, contestó: “Dor Manuel, la educación por delante; pero eso que han hecho es una pollá, lo haga quien lo haga. Y punto”.
Al pan pan y al vino vino. Tal fue su consigna en la vida.