Destinos trágicos en Santeña: Pepe Negro

 

 Aunque los clientes de la posada eran mayoritariamente arrieros que venían de la Axarquía, también los había procedentes de otros lugares, que, como aves migratorias, llegaban en épocas determinadas según el género que ofrecían o el servicio que prestaban. Eran recoveros, buhoneros, segadores, ‘tocaores’, afiladores, estraperlistas… y Pepe Negro.
 Pero Pepe Negro rompía todos los esquemas. En efecto, mientras los demás venían a buscarse la vida, Pepe Negro venía a gastarse su dinero; mientras los demás venían mal vestidos, mal calzados y en bestias de carga o a pie, Pepe Negro venía bien vestido y en la alsina; mientras los demás solían hacer una comida en la posada (generalmente la cena) y dormían en el descargadero sobre los aparejos de sus bestias, Pepe Negro tenía pensión completa y dormía en una cama de madera, con buen colchón y ropa limpia.

 ¿Quién era este hombre extraño y entrañable, que visitaba la posada cada dos o tres meses?

 Pepe Negro era bajito, regordete y de cara sonriente. Vestía siempre de oscuro, llevaba botas de cuero marrones, un sombrero con cinta negra y del bolsillo del chaleco le colgaba la brillante cadena de un reloj que sólo consultaba por la mañana al darle cuerda. Venía de la vecina Alhama, se bajaba de la alsina por la mañana temprano, entraba en el bar Ferubi a tomarse unas copas, y luego, cuando lo creía oportuno, subía a anunciar su presencia en la posada. Antes de entrar, saludaba desde la puerta con un “¿Cómo está esta gente?” y aguardaba a que le respondieran. Su voz, cascada y bronca, era tan peculiar que nadie erraba en su identificación. “Pepe Negro, entre usted”, le decían desde dentro. Y Pepe Negro entraba, daba la mano primero a mi abuelo, después saludaba a todos los presentes con su invariable fórmula de “Hola, joven”, y finalmente preguntaba si había cama para él. “Siempre la hay, Pepe; usted es de la casa”, le contestaban. Y Pepe Negro, al verse así acogido, se sentaba y empezaba a preguntar por toda la familia.

 Mi abuelo sentía por él un grandísimo afecto y siempre hablaba de él con respeto y admiración. En su trato y en su conversación, jamás una palabra descortés o un gesto chabacano. Aquella costumbre de dirigirse a la gente, fuera quien fuese, con el calificativo de “joven” nos hacía mucha gracia, especialmente a nosotros, los pequeños, que lo queríamos también porque siempre nos traía golosinas y porque jugaba con nosotros y nos gastaba bromas. Por eso, cuando llegaba Pepe Negro a la posada, era casi una fiesta. Muchas veces, aún estando acostado, -porque solía levantarse tarde-, si nos oía pasar cerca, nos llamaba y nos daba algún caramelo que tenía reservado para la ocasión. Después de lavarse en un lavabo de madera que hacía juego con la cama, bajaba la escalera, se sentaba y se ponía a hablar con mi abuelo, contento por hallarse de nuevo en la posada y, algo también, por el alcohol ingerido la noche anterior. Porque Pepe Negro venía a Santeña sencillamente a emborracharse. Tenía dinero, tenía un cortijo y fincas, pero en su ciudad no se atrevía a estos excesos.
 

O se sentaba en una mesa, siempre solo, y pedía una copa y otra y otra...

 Después de desayunar, bajaba a la taberna y ya no se le veía hasta mediodía. Allí se colocaba en un extremo de la barra o se sentaba en una mesa, siempre solo, pedía una copa y otra y otra y cuando notaba que sus piernas empezaban a hormiguearle, se hacía almohada con los brazos y se recostaba sobre la mesa hasta que le pasara el mareo; o pedía la cuenta, se levantaba y, despacito para evitar un traspiés, volvía a la posada. Porque nuestro huésped no era un borracho alborotador ni bufo. Cuando llegaba a la posada, hubiera quien hubiera, saludaba y se sentaba. Muchas veces lo hacía porque no podía subir las escaleras que llevaban a su cuarto. Le ponían la comida y se acercaba a la mesa, pero comía poco o nada. Si empezaba a eructar, se levantaba, entraba en la cuadra y lo oíamos dar arcadas. Luego volvía, decía que no tenía ganas de comer y alguno de la casa le ayudaba a subir las escaleras. Se acostaba y allí podía permanecer toda la tarde. Al anochecer, se levantaba “para cambiar de postura”, bajaba, se sentaba de nuevo en el descargadero a horcajadas sobre la silla, colocaba los brazos en almohadilla sobre el respaldo, apoyaba la cabeza y, con el sombrero echado hacia atrás, se quedaba quieto durante un buen rato. No sabíamos si dormía o si pensaba. Otras veces, cuando la cantidad de alcohol ingerida superaba sus previsiones, se ponía a mascullar cosas de su vida con un lenguaje tan deshilvanado y confuso que era difícil sacar algo en claro.

 Fuese cual fuese el estado en que volvía a la casa, siempre se le ponía algo de comer pensando que, con algo en el estómago, le pasaría antes la borrachera; pero no siempre estaba él dispuesto a colaborar. En tales casos, se le ayudaba a subir a su cuarto, se le echaba en la cama y se le ponía un cubo al lado por si le daban ganas de vomitar. A veces no se levantaba ya hasta el día siguiente. Cuando bajaba, algo más repuesto, pedía perdón por lo ocurrido e intentaba justificarse diciendo que no había bebido tanto para ponerse como se había puesto. Todos sabíamos que decía aquello porque se avergonzaba de su comportamiento. Pero cinco minutos más tarde, ya estaba otra vez en la taberna.

 Así pasaba Pepe Negro una o dos semanas -a veces, más- en Santeña. Luego, una tarde, cogía la alsina y volvía a Alhama, a su casa. Todos lo echábamos de menos y, durante algunos días, seguía su recuerdo flotando por los rincones de la posada como si del espíritu de un genio benigno se tratara. Los mayores sabían por qué hacía aquello y trataban siempre de exculparlo; pero nosotros no sabíamos nada y, realmente, el hecho de que un hombre tan bueno y tan distinto de los que estábamos acostumbrados a tratar se comportara de aquella manera, nos chocaba enormemente.

 En una ocasión fue mi abuelo a Loja en la bestia y se llevó a mi hermano Juan para que lo acompañara. Hablaron de muchas cosas y mi abuelo le contó todo lo que sabía del campo, de los animales y del tiempo. A mi hermano se le ocurrió preguntarle por Pepe Negro. Como mi abuelo lo trataba de manera tan especial diciendo siempre que era la mejor persona del mundo, mi hermano le preguntó si era quinto suyo o si se conocían desde la niñez. Mi abuelo entonces, moviendo la cabeza con gesto de tristeza, le dijo: “¡Ah, Pepe Negro! Tú, hijo, no sabes la pena que me da ese hombre, pero es que no es para menos. En la guerra, unos milicianos le mataron salvajemente a un hijo de diecinueve años nada más que porque sí. Bueno, sería, digo yo, para hacerle mal; como es un hombre con dineros. Desde entonces, este hombre está como desajustado y sin saber qué hacer en la vida. Pero nunca lo oirás decir nada de los asesinos ni del crimen. Y cuando viene a nuestra casa es porque ya no puede aguantar más; y se emborracha porque, así, mientras está borracho, se olvida de aquel crimen monstruoso”. Y añadió: “Dios quiera que tú nunca veas ni vivas lo que a nosotros nos tocó ver y vivir”.