Con cuánta frecuencia, a medida que pasan los años, recordamos a personas que conocimos cuando éramos niños pero que no supimos valorar porque la vida no nos había mostrado todavía su intrincado mapa de rutas. Querría uno que vivieran aún para agradecerles lo mucho que nos enseñaron con su silencio y su sonrisa, ellas que tantas razones tenían para el grito y la mueca.
Dos de esas personas fueron Miguel El Latero y Mercedes, su esposa. Venían de Huétor Tájar andando, él con su minitaller de restañar al hombro y ella con un hatillo a la espalda. Digo que venían andando porque, aunque en aquellos tiempos, ir a pie era el modo habitual de desplazarse de un lugar a otro, Miguel era paralítico, con un tipo de parálisis que le hacía caminar con las piernas rígidas, el paso corto y como a saltitos. De este modo, los dieciocho o veinte kilómetros que pueden separar Huétor Tájar de Santeña se convertían en un doloroso via crucis cada vez que la pareja decidía venir a nuestro pueblo en busca de trabajo.
Cuando llegaban a la posada, Miguel, extenuado, se dejaba caer en el fondo del descargadero sobre un piedra ancha y lisa que siempre había estado allí y se secaba el abundante sudor que le chorreaba por la cabeza y el cuello, mientras Mercedes colocaba sobre el poyo de la ventana los cuatro chirimbolos que constituían todos sus enseres; luego se sentaba ella también a descansar y así, en silencio, se quedaban los dos un buen rato. Como hasta allí no llegaba la luz de la única bombilla que había en el descargadero, sólo se sabía que estaban por el puntito rojo del cigarrillo que pocas veces se caía de la boca de Miguel. Si era de día cuando llegaban, Mercedes salía en seguida a pregonar por las calles -“¡El latero! ¡El latero! ¡Miguel El latero!”-, y a recoger los cacharros que la clientela le entregaba. Acto seguido, Miguel se iba al corral o a la calle a encender su hornillo para que el humo no molestara a nadie, y manos a la obra.
Resultaba curioso ver a aquel hombre hacer su trabajo lo mismo en la oscuridad más completa que a plena luz del día. Era Miguel gitano de buena planta, la tez oscura, casi negra, grandes entradas en la frente y un pelo como el carbón. Destacaba en su cara la maraña de un enorme bigote de puntas en caracolillo que le ocultaba parte de la boca y la nariz. Mercedes era paya y aparentaba algunos años más que él. Estaba bastante sorda y empezaba a padecer demencia senil. Eran amables con todo el mundo pero rehuían el trato, como si estuvieran convencidos de pertenecer a una raza menor. A veces, a causa de los temporales, tenían que quedarse en la posada semanas enteras. Como el trabajo menguaba, no se atrevían a pedir nada pues sabían que no podrían pagar. Entonces Josefa, la posadera, les llevaba un plato de comida y les decía que se acercaran a la lumbre antes de acostarse. Por principio, ellos se negaban y había que obligarlos. Si alguno de los que estaban al fuego mostraba reparo, Josefa, imperativa, les decía que dejaran sitio, que el invierno era malo para todos. Agradecidos, le apretaban el brazo y se echaban a llorar. Luego, se iban a su rincón, junto a la puerta de la cuadra, echaban al suelo unos sacos que previamente habían llenado de paja en la pajareta, se tendían sobre ellos y se cubrían con sus deshilachadas mantas. Y como en Belén, el vaho de los animales que salía de la cuadra mitigaba el frío y les permitía pasar la noche bastante bien. A la mañana siguiente, si no encendían el hornillo era señal de que no tenían nada para desayunar. Josefa le decía a Mercedes que le trajera dos jarrillos y se los llenaba de un sabroso café de cereales con leche.
Como ya hemos dicho, Mercedes empezaba a dar señales de demencia senil y, con frecuencia, al entregar las piezas restañadas, daba una sartén donde había recogido una olla o al revés. Pero esto no era mayor problema ya que la honrada clientela siempre salía en su ayuda. Lo peor fue una vez que se puso a freír pescado. Al echarlo en la sartén, empezaron a salir unas burbujas enormes que atrajeron la atención de los presentes. Uno de los hijos de Josefa, al ver aquello, se echó a reír y llamó a su madre para que lo viera también. Fue Josefa en seguida y preguntó a Mercedes qué le había echado al pescado. “Pues harina, como siempre”. Y la mujer le enseñó una bolsa. “Esto no es harina, Mercedes; es ‘tutú’ de lavar la ropa”. La pobre mujer no daba crédito a su error, pero cuando la compasiva posadera le hizo olerlo, se echó a llorar mientras Miguel, por su lado, se lamentaba tirándose del bigote y diciendo: “Dios mío, pa una vez que iba a comerme unos boquerones en condiciones...
¡Qué desgraciaos semos, Josefa”. Josefa cogió la sartén y la vació en el corral. Luego les dijo: “No se preocupen; ahora les pondré yo de comer.” Ellos, como siempre, le decían que no, que aquello no podía ser; y, como tantas veces, ella los tranquilizó sobre el pago. A cambio de tanta generosidad, Miguel no hacía más que pedirle ollas y sartenes para restañarlas. Josefa, que no quería abusar del hombre, le daba las que realmente lo necesitaban; pero él, no satisfecho con eso, le pedía permiso para entrar en la cocinilla y repasar uno a uno todos los cacharros que había colgados en la espetera, y a casi todos les encontraba defecto. Entonces arramblaba con ellos y se los arreglaba con un esmero especial de manera que cuando se iba, toda la batería de la posada quedaba en perfecta forma.
El día antes de marchar, cuando no había nadie en el descargadero, se acercaban a la posadera y, en voz baja, le decían:
––“Josefa, nos vamos mañana y queremos salir trempano a ver si en el día pudiéramos llegar. Es pa que nos diga lo que le debemos.”
Ella les respondía:
––“Bueno, otra vez que vengan ajustaremos cuentas”. Entonces contestaban los dos a la vez:
––“Siempre nos dice osté lo mismo”.
––“Está bien, ya me arreglará otro cacharro”.
––“Eso está hecho ahora mismo”, -saltaba inmediatamente Miguel. Y con sus andares de autómata se iba en busca de las herramientas.
––“Pero hombre”, -contestaba Josefa riendo, -”si ya me los ha arreglado usted todos. Cuando se rompan otra vez”.
Conmovidos por tanta generosidad, Mercedes se abrazaba a Josefa y Miguel, más recatado, le apretaba la mano y luego se iba a un rincón del descargadero a sofocar el llanto.
Así una vez y otra y otra...
Pasó el tiempo y dejaron de venir. Un día llegó al pueblo un calero de Huétor y Josefa le preguntó por Miguel El Latero y por Mercedes.
––“Ah, señora, están muy mal. Sobre todo él. Ya no puede andar y tiene que hacérselo todo la mujer, que encima está con la cabeza ida. Una pena. ¿Quiere que les diga algo?”
––“Si no es molestia, dígales que nos acordamos mucho de ellos aquí en la posada y que nos gustaría verlos algún día.”.
––“Difícil será eso, pero se lo diré”.
Algún tiempo después, Juan, el hijo mayor de Josefa, fue a Huétor con un amigo cazador que buscaba galgos. Un gitano de esta localidad los vendía muy buenos y allá fueron los dos jóvenes. Preguntaron por el marchante y les indicaron un lugar del pueblo llamado Las Cuevas, donde se concentraba la mayor parte del colectivo calé. Una vez allí vuelven a preguntar y, en ésas, asoma Mercedes. Al ver a forasteros se queda mirándolos y, a pesar de su demencia, reconoce al joven posadero. Se va para él y lo abraza con la mayor efusión.
––“Tu vienes ahora conmigo pa que te vea Miguel. Él no se puede mover ya, hijo, pero verás la alegría que le das cuando te vea. ¿Y tu mama, cómo está? ¿Y tu papa y tu abuelo? ¿Y tus hermanos? Ay, hijo, con lo que sus queremos nosotros. Pero ya no podemos ir por allí. Tu mama, que Dios la bendiga, es una santa. La de atenciones que ha tenido siempre con nosotros y la de hambres que nos ha quitado. ¿Cuándo lo vamos a orviar? La posá era pa nosotros mejor que nuestra casa. Y vosotros, tos tan chicos y tan cariñosos con nosotros siempre. La educación que sus han dado”.
No paraba de hablar y lo hacía a voces, como si, gritando, diera mayor énfasis a lo que decía.
Llegaron a una modestísima cueva que era la casa y hallaron a Miguel sentado en una vieja mecedora, tan absorto en sus pesares que ni siquiera levantó los ojos para ver quien entraba. Mercedes se acercó y le dijo a voz en cuello:
Llegaron a una modestísima cueva que era la casa y hallaron a Miguel sentado en una vieja mecedora, tan absorto en sus pesares que ni siquiera levantó los ojos para ver quien entraba. Mercedes se acercó y le dijo a voz en cuello:
––“Mira quien ha venío a verte”.
Miguel abrió los ojos y miró al joven que tenía delante, pero no lo reconocía. Preguntó:
––“¿Quién es?”
––“¿Es que no lo conoces?
Miguel miraba con los ojos totalmente abiertos, pero su cerebro no respondía.
––“Es Juanito, el niño de Josefa la Posá”.
¡Mira quien ha venío a verte! ¡Es el niño de Josefa La Posá!
Al oír Josefa y la posá, el resorte del agradecimiento se le disparó y su mente funcionó como hacía tiempo no ocurría; entonces su cuerpo se estremeció, alzó los brazos y se agarró al joven bañándolo en sus lágrimas.
––“Ay, hijo mío. Qué alegría tan grande. ¿Cómo está tu mama? ¿Y tu papa y tus hermanos? Ay, hijo, ya ves cómo estoy yo. Con lo que yo quiero a tu mama y a tos vosotros. Porque si hay una alma güena encima de la tierra, ésa es tu mama. Cuántas hambres nos quitó y con qué agrado nos trataba siempre. ¿Cuándo me se va a orviar a mí eso? A ver, que yo te vea. Tú eres el mayor, Juanito ¿verdad? Qué grande y qué guapo estás, hijo. ¿Y tu mama? No me puedo orviar de ella. Es una santa. De verdad. Si yo pudiera andar como antes iría na más que pa verla y darle las gracias por to lo que hizo con nosotros.
¡Bendita la posá! Allí nunca fuimos un estorbo. Pero eso ya no podrá ser. Mira cómo estoy. Ya no me levanto y me lo tienen que hacer to. Y Mercedes está ca vez peor de su cabeza. Dios tendría que acordarse de los dos y llevarnos juntos. ¿Y a qué has venío por aquí?”
Mientras ellos hablaban, Mercedes salió y volvió poco después con una gaseosa.
––“Anda, bébetela, hijo, que está mu fresquita. La tenían en hielo”.
Juanito se la bebió toda más por deferencia que por ganas. Sabía que aquel obsequio del corazón suponía un sacrificio económico para ellos, y el recuerdo de tanta bondad quedó grabado para siempre en su memoria. Permanecieron todavía un rato hablando y Juanito contestó a todas sus preguntas. Luego se despidió deseándole que se pusiera bien. Miguel lo abrazó y se quedó mirándolo mientras Mercedes, ya en la puerta, se despedía de él con un beso.
Poco tardaron en dejar este mundo que tan mal los había tratado. Seguramente, como el pobre Lázaro de la parábola, también ellos están ahora en un lugar mejor. “Bienaventurados los que lloran porque ellos serán consolados”.