Los doce hombres elegidos para la rememoración del lavatorio de los pies representaban a todos los estamentos del pueblo.
He aquí la segunda parte de este monográfico que estamos realizando sobre Cacín y su Semana Santa, que hemos creído conveniente introducir con una cita del papa Juan Pablo II.
La acción transcurre mayormente durante las celebraciones religiosas del Jueves y Viernes Santos, dos de los 3 días señalados del Triduo Pascual, meollo de la citada Semana Santa en la liturgia católica.
Repasamos el episodio de Don Aureliano, el cura que regía los designios espirituales de Cacín con mano férrea, durante el conato de lavatorio de pies que comenzaba a introducirse en los oficios del Jueves Santo, con la anécdota de un monaguillo involuntariamente pirómano que casi causa una catástrofe. Se da así mismo noticia de lo que sucedió durante la celebración del Viernes Santo, y la intervención estelar e inesperada de un adorador de Dioniso… y ya no digo más.
Les invito a su lectura...
Semana Santa (II)
El sufrimiento humano
ha alcanzado su culmen
en la pasión de Cristo.
Juan Pablo I.
(Viene del cap. I)
Los doce hombres elegidos para la rememoración del lavatorio de los pies representaban a todos los estamentos del pueblo: autoridades y concejales, comerciantes, labradores, ganaderos, niños, etc. Nada de mujeres, embajadoras perpetuas de Satanás en la tierra según nuestros directores espirituales; ni pensarlo.
Aquel Jueves Santo apareció nuestro Don Aureliano por la sacristía, por la puerta aneja al altar mayor, en modo humilde y sencillo, revestido tan solo de alba, cíngulo y estola. Aun así, llevaba impreso en su rostro y andares los atributos de la auctoritas de la dignidad eclesiástica que encarnaba: paso lento y rotundo, seguridad en sus gestos, manos unidas ante su afilada nariz en señal de elevación espiritual, y tonsura en perfecto estado de revista, recién rapada por la hábil mano de Carpena en la coronilla de la tupida fronda clerical. Al llegar al altar, se postró ante él, sin alfombra ni nada, dejando impresionada a la feligresía. Don Aureliano por los suelos, cuándo se había visto. La gente estiraba el cuello para mejor apreciar esa performance del cura, para intentar descifrar a qué venía aquel descendimiento y en qué quedaba; una medida e insólita actuación, tan plena de significado como difícil de entender para la grey - en aquellos entonces, la pedagogía no existía, ni tampoco la didáctica. Todos presenciamos expectantes cómo al cabo de unos minutos de oración Don Aureliano se levantaba del suelo; y, sin siquiera sacudirse el polvo, con ademán levitado, se dirigió al semicírculo en que estaba dispuestos los lavandos o lavaturi pasivos, con los dos pies en el suelo, juntos; uno de los pies, destocado, posicionado junto al zapato momentáneamente huérfano y solitario en el mármol, el calcetín correspondiente apenas esbozado en la oquedad del zapato donde antes se hallaba el pie. Aquello era algo indubitablemente nuevo e inusual. Ni el menor murmullo rompía el silencio y concentración de los asistentes, que intuían que asistían a una suerte de prodigio único tras siglos de ceremonias y rutinas en lenguas indescifrables.
Don Aureliano efectuó una inspección sumaria de las pezuñas humanas que tenía delante en posturas oferentes. Muy gratamente sorprendido, le dijo algo al oído a Perico, que era uno de los deszapatados; un bisbiseo que nos tradujo después Eloy, capo de los monaguillos que lo asistía, como correspondía a su rango de jefe de negociado por entonces:
- Perico, ¿quién te ha lavado ese pie que luce tan radiante y perfumado?
- Dioh, Donaleriano, ¿quién zi no? – replicó Perico, ufano y orgulloso, blandiendo su pie, esta vez pierna bamboleante incluida, ante el cura.
Lo miró transido de dicha D. Aureliano, pues temía que aquel Jueves Santo su sacrificio hubiera consistido precisamente en ese acto máximo de amor fraterno: sostener el pie de un pobre y percibir y tocar la mugre de un feligrés náufrago.
Comenzó nuestro pastor su faena, primorosa zafa de porcelana blanca con ribetes azules en una mano, en la otra el trozo de humanidad del feligrés descalzo, toalla al hombro; y así iba pasando de uno a otro de los doce elegidos, cuando el fino olfato de nuestro Don Aureliano percibió en su pituitaria los vientos menos favorables y más olorosos a queso rancio de Cabrales provenientes de otro de los feligreses que estaban en el corro de los que había de lavar. Incrédulo, puso a indagar a la brújula que todos llevamos prendida de las narices, localizó el origen de los efluvios, miró al propietario de la extremidad que emitía aquellas ondas tan naturalmente descompuestas: pertenecía nada menos que a uno de los conspicuos concejales que regían el consistorio municipal. Sacudió la cabeza levemente el cura, los ojos inyectados en espanto, y entreabrió la boca en una especie de “no puede ser”, “no me lo puedo creer”, “quién lo habría dicho”. Perico, pobre oficial, con los pies de un recién nacido; y la autoridad, con unas costras y sedimentos del pleistoceno, y su calcetín tieso y enhiesto sobre el zapato, imposible de arrugar ni plegar debido a las espesas sustancias ancestrales que lo permeaban. Amagó nuestro clérigo una arcada, y se dispuso a sostener el pie del concejal. Y en esto estaba cuando de nuevo otro tufo más poderoso y alarmante le sobrevino, a él y a los feligreses: uno de los monaguillos, el novato que se estrenaba en esa lides en el ecuador de nuestra Semana Santa, el que portaba el incensario, en una de las vueltas y revueltas que propinaba non-stop al aparato para mantener vivo el fuego, se tropezó con el atril de lectura del evangelio, entre el tropel de pies y fieles que abarrotaban la vieja iglesia, y quedó derribado cual misario vencido, atril y ascuas por el suelo; con tan mala fortuna, que uno de los picos de su refulgente sotana roja de botones blancos tomó inopinado contacto con las ascuas que alimentaban el pequeño botafumeiro. Resultado: un monaguillo ardiendo, y la gente gritando de pavor. Fue precisamente de nuevo Perico el que tuvo los reflejos suficientes para arrebatar de un manotazo la zafa al vicario, y en una corretá de dos zancajás la vertió sobre el monaguillo, apagando ipso facto el conato de incendio. Todos respiraron aliviados: monaguillo y público, porque se evitó la catástrofe gracias a la rápida actuación del buen Perico; y el cura, además de eso, agradecido por librarse del amargo cáliz que le esperaba en forma de casco de concejal aromático.
Después del sofocón, el mosén se retiró brevemente con su corte de ayudantes a deliberar y recomponerse en la sacristía.
- Manolillo, te has ganado el monaguillato que estabas a punto de perder con tus torpezas. Casi te devuelvo al cortijo de dónde vienes. Gracias a la Providencia divina que estamos vivos e indemnes todos.
Y limpios, pensó. Y con un par de cogotazos y otros tres esquilmes en señal de gratitud, dio por zanjado el incidente.
Tornó Don Aureliano al lugar de autos, despidió a los lavandos, no sin antes asegurarse que cubrían sus pies – sobre todo el concejal -, y cerró la escena, continuando con los oficios del Jueves Santo de aquel 30 de marzo de 1961: la Última Cena, la angustiosa oración de Jesús en el huerto de Getsemaní y su arresto, sin el diálogo motrileño que quedó registrado en el capítulo anterior.
El Viernes Santo amaneció con un cielo dadivoso y primaveral, como correspondía a la estación del año que se iniciaba. Los campos despertaban a la vida en un nuevo milagro machadiano, y las calles y casas de Comacón refulgían con sus geranios, rosales y demás flora henchidos en prometedores brotes. Entre tanto, Jesús se debatía entre la angustia y la tribulación ante lo que le esperaba, confortado y alentado por su espíritu indómito y revolucionario. El pueblo se sumía en la zozobra propia de esos días, y Don Aureliano se encargaba de que no se despistara su grey un átomo de la celebración religiosa que se estaba viviendo ese día: prisión de Jesús por los malhadados y bellacos soldados romanos; interrogatorios del taimado Caifás y el pasota palanganero Pilatos; la cruel flagelación previa a lo peor; la temible y sangrienta coronación de espinas; el doloroso Vía Crucis; la injusta Crucifixión de Jesús; y el final: la sepultura. Todo ello se vivía con intensidad y angustia, en un clima de sugestión hipnótica que recreaba aquellos momentos agónicos de hacía casi dos mil años.
Mientras esa pesadilla recorría las almas y los cuerpos de los feligreses de Cacín, la luna llena de ese Viernes Santo presenciaba las evoluciones de la generación del baby boom, en USA triunfaba “Surrender” de Elvis Presley, se sabía que Luis Suárez jugaría de extremo derecha ante Francia, el ABC ofrecía un artículo de Benigno González sobre “Los soldados en la pasión”, junto a un anuncio en que se invitaba a los herniados a visitar “La casa de los bragueros” para remediar su mal, Pegaso anunciaba el “Monotral”, un flamante autobús de 120 cv para 40 pasajeros, etc. En las afueras de Comacón el mundo jugaba en otra liga y en otra división.
La hora nona del Viernes Santo, 31 de marzo, llegó, y Jesús expiró en la cruz. Ello se conmemoraba con la procesión del Vía Crucis, que se iniciaba en la iglesia, y recorría las calles de Cacín, bajo el tañido lastimero de las campanas que tocaban a muerto. Unas vetustas andas eran portadas por los fieles, que hacían cola para ello, para de ese modo ganar las indulgencias que procedieran. Ese día, Pepico se retrasó un poco con las faenas del prado que tenía debajo de la ‘lamea del Largo Angelina, y cuando volvía a asearse y arreglarse para la procesión, al ver que salía el palio con la Santa Custodia, ni corto ni perezoso se ofreció a llevarlo…con las ropas y resudores del campo, desastrado y en alpargatas, ante el estupor de Josefa, que no creía lo que veían sus ojos: ya hablarían después…Cuentan que otro año se prohibió la procesión, por alguna desavenencia entre el párroco y la feligresía. Mas los mozos no se conformaron con esa decisión, que el sanedrín de los mocicos consideró arbitraria e inaceptable, y - quién sabe - dañina y perjudicial para los intereses del pueblo y sus cosechas (lluvias y rogativas, climatología adversa, etc.). Con esos argumentos cargados de razones, se tomaron la procesión por su mano: cogieron prestadas las andas, subieron a uno de ellos en las mismas, y se pasearon por el paseo y algunas calles antes de que la fuerza pública, alertada del posible acto sacrílego por el párroco, desmontara aquel acto tan espontáneo como espurio; y, tras una “amable” charla en el cuartelillo, las aguas volvieron a su cauce. Hay nombres y apellidos de aquella andanza procesional; como siempre, la LPDC prohíbe su difusión, se siente.
Ese Viernes Santo reunió de nuevo a sus fieles, y en los santos oficios de las 7 de la tarde, nuestro pastor comenzó a glosar ante una iglesia de nuevo abarrotada el episodio de la crucifixión y muerte de Jesús, con prolijidad y abundancia de detalles truculentos, con toda la vis dramática de que era capaz, que era mucha.
- ¡Mirad, hermanos, cómo es flagelado, insultado y vilipendiado nuestro Señor, el hijo de Dios!.
- Ná nuevo, toh l’añ’ iguah – se oyó tímidamente al final de la iglesia la voz de uno de los fervientes adoradores de Baco o Dionisos, que igual da, agotador de los líquidos etílicos que con fruición se pimplaba en las barras de Emeterio o de Paco el Manco, indistinta e indiscriminadamente, en forma de blanco pasto Espinosa y sucedáneos. No era alcohólico anónimo, sino de nombre conocido, pero no desvelable - de nuevo la LPDC.
Don Aureliano lanzó una mirada conminatoria por encima de las gafas hacia el atrio, donde, a sol y sombra, un pie fuera del templo y otro dentro, por si acaso, se encontraba el borracho que había osado interrumpir siquiera con ese breve rumor el oficio. Y qué rumor, digno de anatema. La mirada supra-gafas era un aviso de lo que ocurriría después.
- ¡Mirad cómo lo colocan en la cruz, cómo le clavan pies y manos en ella, y… !- insistió Don Aureliano.
- Bah, iguah c‘l año pazao – insistió algo más insolente el amigo de Baco, envalentonado porque la bravata anterior le había salido gratis.
Don Aureliano volvió a mirar, esta vez, con ira, hacia el lugar en penumbra de donde había salido aquella voz saboteadora, y…
(Continúa en el capítulo 3º y último, donde se concluye esta anécdota del borracho retador y la autoridad religiosa; se revisa lo ocurrido el Sábado Santo o de Gloria; y se detalla cómo se celebraba el Domingo de Resurrección, día grande de la Semana Santa, en el Pantano de los Bermejales, a donde acudían gozosos todos los pueblos de los contornos, y lo que allí se cocía).