El colegio de San Bartolomé y Santiago: cuna de gloriosas generaciones



El Ilustre, Noble y Real Colegio Universitario de San Bartolomé y Santiago, uno de los más antiguos y prestigiosos de España, ha sido toda una institución humanista en Granada. Ubicado en el centro de la ciudad, junto a la Facultad de Derecho.


María Jesús Pérez Ortiz
Filóloga, catedrática y escritora



 Es un noble edificio del año 1555, perteneciente originariamente al Gran Capitán y posiblemente edificado sobre un antiguo palacio árabe. Ha sido desde su fundación lugar de formación de notables hombres de ciencia, cultivadores de las letras, las artes y la política; lugar de estancia, asimismo, de eruditos e investigadores, ávidos por conocer su archivo, sus ricos fondos incunables, así como sus abundantes libros de los siglos XVI y XVII.

En aquella Granada viva y rica, habitada por personas altruistas y por ciudadanos comprometidos con lo público y con la sociedad, vivieron sus años más intensos y gozosos una serie de jóvenes promesas que en un futuro, no muy lejano, se convertirían en toda una pléyade de ilustres personalidades en los más diversos campos del saber. Se incorporaron a esa Universidad granadina que fundara el Emperador Carlos V en 1531, y cuyo lema fundacional se reduce a la necesidad de formar hombres buenos y útiles a la sociedad, y donde llevarían a cabo una completa actividad cultural, formativa y humana. Años ardorosos donde la pasión, el deseo y el afán de aprender y de vivir, se convierten en sus principales aliados. Manifestaban una insaciable curiosidad por conocerlo todo y participar en todo lo que le podía ofrecer a un joven universitario aquella Granada pasional y misteriosa, de calles recoletas y rejas con tiestos de flores.



 También compartían alguna que otra noche de juerga, “de vino y de farras”, pero anteponiendo, siempre, el deber cumplido. En sus momentos de asueto, solían acudir a reuniones que, en ocasiones, organizaban algunos residentes, siempre que el reglamento se lo permitiese, y donde hablaban de mujeres, contaban chistes y alguna que otra fruslería que les servía para solazarse-¡juventud divino tesoro!- y matar el tedio y el cansancio que conllevaba la férrea disciplina vivida en el Real Colegio. Participaban con entusiasmo en todos los eventos culturales que se celebraban en ese Real Colegio, primero de Santiago, con motivo de la entrada de su primer colegial, Juan Leyva, el 20 de noviembre de 1649, o para conmemorar su posterior fusión con el de San Bartolomé en 1702, lo que dio origen a que la calle en la que se establecieron ambos recibiera el nombre, que hoy tiene, de calle Colegios. Éste ha sido lugar de encuentro de cardenales, como Belluga y Orbe; de poetas como Bernardo López o Manuel Seijas Lozano (también ministro); de políticos como don Narciso de Heredia, Conde de Heredia y de Ofalia (Consejero de Estado), Ríos Rosas o don Natalio Rivas; de filósofos como Orti y Lara; de literatos como Ruiz de la Vega o don Eugenio Sellés; o de personajes como el Marqués de Salamanca…, y tantos como merecerían ser relatados.



 En este lugar buscaron una formación universitaria, y al mismo tiempo humana. Su escudo, une los emblemas de las dos casas fundadoras (el cuchillo-instrumento del martirio de San Bartolomé-, junto a la flor de lis, de los Veneroso-que puede verse en el claustro noble-, junto a la cruz de Santiago y las barras verdes de los Ribera). Así está en la Beca azul (distintiva de los colegiales mayores), que sobre el manto lucirían tan insignes personalidades, aquellos que en sus años de formación se escapaban, ávidos de conocimiento, a la valiosísima Biblioteca de Real Colegio, conscientes de su gloriosa tradición, con el afán de curiosear en sus ricos fondos de carácter histórico, artístico, científico… Tal vez, nos los imaginamos contemplando, absortos, la belleza de su hermoso patio, con su peculiar claustro sostenido por columnas de mármol dóricas y sus arcos carpaneles o, en su interior, la belleza de sus techos mudéjares. Y es que estos extraordinarios seres humanos no podían permanecer insensibles a tanta belleza, cuyo telón de fondo no era sino esa mágica Granada de cielo nocturno y Carmen escondido, esa “GRANADA LA BELLA” que un día hiriera de amor la retina de Ángel Ganivet, uno sus hijos más ilustres.