Antonio Montiel: el pintor de lo inefable



Al hilo de lo que pudimos contemplar hace algún tiempo en el espacio televisivo “Cuarto milenio”, al que acudió Antonio Montiel para dar testimonio de un estremecedor “encuentro” que le sucedió en los ya lejanos años de su infancia; se me ocurre escribir este artículo para dar -a modo de reflexión-mis impresiones personales del que considero un auténtico “creador”, tocado por ese resplandor de lo inefable.


María Jesús Pérez Ortiz
Filóloga catedrática, escritora y biógrafa de Antonio Montiel

 Y digo esto porque cuando surge algo que antes no había existido, nos vence la sensación de que una fuerza sobrenatural ha invadido nuestro espíritu, iluminando los entresijos de nuestra conciencia. Luz, visión, un mundo transvisible hiere la aterrada retina de un niño, de sólo diez años, que ya de forma casi inconsciente iniciaba una carrera de preguntas inquietantes y sin respuesta. Ese niño, que ya comenzaba a dar sus primeros pasos en ese misterioso universo de la creación artística, se convertiría, con el paso de los años, en ese pintor del alma-como lo llama la crítica-y que yo bautizaría como el pintor de lo inefable.

 Nuestro respeto se torna religioso ante la obra inefable que tiene la fuerza de sobrevivir, más allá del tiempo y del espacio. Perdonen, tal vez, mi deformación profesional, pero me vienen a la mente, al hilo de mi discurso, aquellas inmortales palabras de don Miguel de Unamuno: ”¡Oh mis obras, mis obras, hijas del alma… ¡/¿Por qué no habéis de darme vuestra vida? / ¿Por qué perpetuidad a vuestros pechos no ha de beber mi boca…?” Es todo un misterio. El milagro de la supervivencia del arte. Su espíritu terrenal, humano, ha logrado crear algo indestructible, y el esfuerzo repentino, casi catártico, de Montiel, cuando lleva a cabo esas bellezas líricas-por aquello de su fuerte sentimentalidad-, nos ha permitido convivir con el arcano más profundo de nuestro mundo, con ese misterio oscuro y luminoso, de arrobamiento casi místico. Ha creado algo que es más duradero que nuestra propia vida. Por medio de él, lo inmortal se ha hecho visible a nuestro mundo transitorio.

 ¿Pero podemos imaginarnos cómo han nacido esas grandes obras de arte que conmueven nuestro espíritu? ¿Podemos a caso imaginar lo que ha acontecido en el alma o en el arcano de la mente de un pintor como nuestro admirado Montiel? No se lo he preguntado, pero creo no sabría respondérmelo. Yo, creo, que es imposible. Porque la creación artística es un acto sobrenatural que escapa a toda conciencia, en una esfera espiritual, sustraída a toda observación. No nos es dado descifrar el misterio más luminoso de la humanidad, como no pudo comprender aquel niño, aterrado, esa luz fugaz que una noche iluminara su dormida conciencia. Es imposible racionalizar con palabras esa experiencia irracional. Tal vez fuese una llamada interior del mundo transvisible que acudía para afianzar su destino inexorable. Ese destino de creador, de pintor inefable que nos ha conmovido las profundidades del alma.



 Es imposible-repito-racionalizar con palabras esa experiencia irracional, me refiero a ese momento fugaz e irrepetible de la inspiración. Me imagino a Antonio Montiel ensimismado en el cuadro, en ese estudio de su piso madrileño de la calle de La Paz, cargada de historia, en un sombrío día de invierno. Está realizando un bello rostro de mujer, cuya dulzura y luminosidad parece alejarlo del ambiente gélido de las proximidades de la Puerta del Sol madrileña. Tal vez, apoyado en el recuerdo de una luminosa primavera que un día conmoviera su corazón, le hayan hecho alejarse, en ese “instante” supremo, de las cuatro paredes de su estudio. Ante su retina no hay invierno, sino una clara y luminosa primavera envuelta en cálidos vientos. Esas sensaciones inenarrables de júbilo gozoso, están en el rostro de la mujer, de la sublime e inefable belleza. Y digo inefable pues ha creado su mundo imaginario olvidándose del mundo real.

 Tenemos la sensación de que el pincel, en algunos de sus cuadros, parecen obedecer a un estado de bienaventuranza, lejos del mundo y, en otros, parecen haber sufrido todos los dolores terrenales, un proceso penoso-catártico-hasta conseguir esa belleza deseada. En ambos casos nos brinda la misma dicha inefable. Aunque, en realidad, su fórmula verdadera no es sino inspiración más trabajo, exaltación más paciencia, deleite creador más tormento creador. Siempre en constante anhelo de encuentro con la espiritualidad, con ese mundo interior, inaprehensible, del alma de sus modelos, tratando de reproducir su verdad. Así, Montiel, tratará de fijar, a caso, en la materia basta de la tela, el cuadro que ha visto con los ojos del espíritu. Así, lo inconsciente de un solo hombre genial, llega a la conciencia de la humanidad entera, agregando su misterio propio, su misterio personal.

 Antonio Montiel, siguiendo a ilustres antepasados como Velázquez-su fiel referente-, se mantuvo en el terreno de la tradición clásica, obediente a fórmulas que sabía imperecederas, logrando esa plenitud que puede lograr un artista experimentado y maduro, como suma final y compensación de incontables años-en este caso no tantos- de creación. Pero, siempre resulta un verdadero milagro, si esa plenitud es obra de un muchacho-como en el caso de Antonio Montiel-educado solamente por su propia genialidad.

 ¿Cómo comprender que un niño, un adolescente, escribiera en el colegio, en un cuaderno, ejercicios escolares y, que al mismo tiempo, con la misma mano, grabara en una hoja igual mágicos trazos imperecederos? ¿Cómo explicarnos que ese niño de la lumínica visión plasmara “lo esencial de todas las cosas”? Piezas de profundo sentido. ¡Cómo admiró a los militares durante aquel servicio, ya lejano, que ostentan aún hoy intacta su belleza! Había llegado un pintor, justamente, en el momento en que se consideraba imposible y anticuada la creación de corte clásico, un pintor que sabía encerrar un universo de sentimientos en la materia más frágil y delicada.

 Y maravillosos, como el primer comienzo, fueron los años constantes de superaciones magníficas, de su propia maestría. Sus primeras tentativas, sus primeros trazos, fueron ya plenitud, y a esas primeras obras en sucesión profundas obras de gran riqueza y prodigalidad. Con sus sagrados óleos, este joven pintor fue sembrando con su nombre en Málaga, su ciudad querida; en Madrid, ciudad a donde partiera, un día, con el corazón lleno de ilusiones; en toda España y más allá de nuestras fronteras.

 Esa dichosa exaltación está ligada como sangre a su elemento original, la divina juventud. Y esa fuerza creadora permanece intacta y aun se iluminó y clarificó por su espiritualidad cada vez más poderosa, tratando siempre de imprimir el sagrado sello del su arte magistral.
 Porque la voluntad de Montiel, apasionadamente tensa hasta el dolor, marchó, desde el comienzo, al encuentro de un dramático símbolo universal en el cual se reunieran todas las fuerzas y reacciones de la existencia.



 Su imaginativa niñez era un preludio melancólicamente dulce de una sinfonía de la vida. A ese niño “héroe” en esa pequeña ciudad de sus sueños, protegido en esa esfera de belleza noblemente elegida, siempre su corazón le dictó su oficio. ¡Quiero ser pintor…!, entonando con el corazón aún inmaculado el himno de la belleza, para descender-pasados los años-a la vida cotidiana, a las pasiones oscuras.

 Ahora, en el otoño de su vida, un otoño dorado después del comienzo esplendoroso y tendiente hacia cumbres siempre nuevas, después de aquellos años de lucha…, a caso pueda ver cumplidos, con sabiduría observadora, los grandes planes dramáticos de la juventud.
 Sólo aquel a quien ha sido dado presenciar una vez esa lucha, lucha tenaz de días y días, lucha por el detalle y lo mínimo, de la perfección que sigue de escalón en escalón, puede apreciar lo heroico en Montiel y conocer el precio de esa perfección que el público ya admira en él como natural.

 Tanto gracias a su genio como en virtud de su carácter inflexible, Montiel ha obrado el milagro de obligar a millones de seres a sentir la herencia gloriosa de la pintura como a uno de los valores más vivos del presente. Y nada nos inspira más respeto que el hecho de que haya logrado enseñar a una época confusa e incrédula el respeto por los valores más sagrados. Gracias, querido y admirado amigo, gracias, Antonio.