Una de las acusaciones principales era la profanación del Sábado, cuyo obligado descanso había quebrantado Cristo con las curaciones efectuadas en ese día: el hombre de la mano seca (Lc, 6, 6), la mujer encorvada( Lc, 13, 11), el hidrópico (Lc, 14, 2), el ciego de nacimiento (Jn, 9, 1) y y el paralítico de la piscina probática (Jn, 5, 8) a quien le dice Jesús: “coge tu camilla y anda”.
María Jesús Pérez Ortiz
Filóloga, catedrática y escritora
Las palabras de Jesús: “Quien come mi carne y bebe mi sangre vivirá eternamente” son otras de las puntas de lanza del proceso. Ya que la sangre, como flujo de vida, estaba prohibida como alimento en el Génesis (9, 4).
También se le acusó de blasfemo cuando dijo aquella frase: “Destruid este templo que en tres días lo reedificaré”. Pero Cristo no se refería sino al templo de su propio Cuerpo.
Cristo no contesta a estas acusaciones, entonces Caifás, prescindiendo de ellas, le increpa: “¿Eres tú el Mesías, el hijo de Dios vivo?”. “Tú lo has dicho”. Esta respuesta se estima como delito: “¡Ha blasfemado! ¿Qué necesidad tenemos de más pruebas?”. “Reo es de muerte”, acordándose remitir al condenado al Procurador romano, Poncio Pilatos: “A nosotros no nos es permitido matar a nadie”.
Por otro lado, tampoco quieren hacerse impopulares, pues saben que las turbas sienten una gran simpatía por aquel Galileo. Que sea Pilatos quien lo mate y así, de paso, se consigue aumentar en el pueblo el latente sentimiento de odio hacia el poder opresor.
Y aunque la sentencia previa no tuviese valor práctico, era un modo eficaz de ejercer más presión en el ánimo de Pilatos y de influir en el pueblo. El Sanedrín era el guardián de la ley mosaica y, por tanto, la máxima autoridad de los judíos. Lo que en él se dijera, era indiscutible: “Nosotros tenemos una ley y según ella debe morir” (Jn, 19, 7).
No obstante, se dan cuenta que ante un juez pagano que admite la pluralidad de dioses, el título de Hijo de Dios, pretexto de la condena recaída, no les serviría. Por la blasfemia no se habría interesado: “¿A caso soy yo judío?” (Jn, 18, 35); o sea: “¿Qué me importan a mí las cuestiones religiosas?”. Ante él cambian la acusación: “Levanta al pueblo prohibiendo pagar tributos al César y dice ser el Mesías-rey” ( lc, 23, 2). Los sanedritas ponen en esta acusación todas sus esperanzas. Teniendo en cuenta los deseos judíos de libertad e independencia, conocidos en Roma, tal actitud podía implicar un intento de subversión política, crimen cualificado por las leyes romanas como de alta traición.
Ninguna de estas acusaciones era cierta. Cristo no ordenaba ni prohibía los tributos. Y, por otro lado, tras la primera multiplicación de los panes, cuando la gente quiere en verdad proclamarlo rey, Jesús se retira a orar, declinando el ofrecimiento y envía a sus discípulos a Betsaida, cruzando el lago de Genesaret, donde poco después, al reunirse con ellos, realizará el milagro de caminar sobre las aguas.
Ninguna de las acusaciones era cierta y Pilatos lo sabía: “Conocía que por envidia se lo habían entregado los príncipes de los sacerdotes” ( Mc, 15, 10). Y se da cuenta de que quieren utilizarle como instrumento para sus propios fines. Quieren hacerle creer que se mueven por puro amor a Roma. No juzga necesario interrogarle por las dos primeras acusaciones, pues si hubiera sublevado al pueblo o prohibido los tributos lo hubiera él sabido mucho antes. Sólo le pregunta: “¿Tú eres rey?”.
Por otra parte, tiene miedo de causar una sublevación y perder en ella su prestigio y su cargo, pues aquella gente lo sabe y se atreve incluso a amenazarle: “Si sueltas a ése no eres amigo del César, pues todo el que se hace rey va contra el César”.
Pilatos, cogido entre la duda, el temor y la injusticia, es el símbolo de la suprema indecisión. Y, por mucho que se lave las manos, no podrá nunca borrar de su conciencia la tremenda responsabilidad de aquel asesinato. Por eso ha merecido entrar en el Credo litúrgico redactado por los Apóstoles: “Padeció bajo el poder de poncio Pilatos…”Y aquel funesto lavatorio habrá quedado como símbolo de la más triste cobardía para el resto de los siglos.
Pilatos se contenta tan sólo con un simple interrogatorio, en el que falta toda prueba que no sea el testimonio del acusado, que él no llega a comprender del todo. En el curso del mismo, Claudia Prócula-esposa de Poncio Pilatos -previene a éste para que se guarde de derramar la sangre de aquel justo. Según el evangelio apócrifo de Nicodemo, interviene a favor del acusado porque era una mujer piadosa; lo cual no es raro, pues muchos nobles romanos habían ya manifestado un preferente interés por la religión judía. De cualquier modo, es una de las voces que se alzan en su defensa.
Pilatos, al enterarse de que Cristo es galileo, trata de quitarse de encima tan enojoso asunto y lo envía a Herodes, aprovechando la estancia de éste en Jerusalén. Espera que éste, al absolver a Jesús, ratifique ante el pueblo su declaración de inocencia, pues pensaba que si hubiera habido alguna culpa cierta en aquel alborotador de masas, Herodes-su juez natural- le hubiese antes aprehendido.
Herodes se alegra de tener por fin ante él al autor de tan cacareados prodigios: “Esperaba ver de él alguna señal” (Lc, 23, 8). Y en su presencia los sanedritas repiten las mismas acusaciones; pero Jesús calla. Por eso Herodes, cansado de preguntas, lo devuelve a Pilatos. De otra parte, no quiere condenarle: el remordimiento por la forzada muerte de Juan Bautista y la popularidad de Cristo entre las masas, unido a que Pilatos tampoco había visto en él ninguna culpa, le hacen rechazar la acusación. Además, ¿aquél mendigo harapiento era el pretendido Rey de los judíos?
Entonces idea la burla de la túnica: todos los aspirantes a ejercer en Roma una magistratura acostumbraban llevar una “túnica cándida” (de ahí deriva la palabra candidato) o vestido blanco que significase su deseo. Se la hace vestir con un doble fin: por un lado humilla así al que pretendía hacerse rey y, por otro, declara simbólicamente su inocencia del delito que se le imputa. ¿Mesías? Un loco quizás, un visionario, pero ¡¿hijo de Dios?!
Herodes, remite al acusado al Procurador romano y se desentiende definitivamente del asunto. Nuevamente en su presencia, Pilatos se debate en un mar de indecisiones; primero se jacta de “tener poder para soltarle o crucificarle” (Jn, 19, 10) y luego reconoce su inocencia: “No encuentro culpa alguna en este justo”. “Me lo habéis entregado como alborotador del pueblo y, habiéndolo interrogado, no encuentro en él ninguno de los delitos que alegáis. Y ni aun Herodes, pues me lo habéis vuelto a enviar. Nada, pues, ha hecho que merezca la muerte”.
Entonces, ¿por qué da a elegir al pueblo entre un culpable real (Barrabás) y uno que sabe inocente (Jesús)?. Y si lo considera inocente, ¿por qué lo manda azotar? ¿Merecía algún castigo o lo hace también por aplacar a la masa? Quizá pensase Pilatos justificar así la falta de peligrosidad social de aquel supuesto rey, haciendo tomar a risa, al ver el pueblo su caricatura escarnecida ( “¡Ecce homo!” ), la acusación que presentaba.
No quiere condenarlo; su inocencia es manifiesta, pero ante la insistencia de la multitud no se atreve tampoco a liberarlo. Su diplomacia política le dicta una salida: el lavatorio de manos. De este modo reconoce públicamente su inocencia y, por si luego resultase culpable, se cura en salud al mismo tiempo. Por otro lado, piensa que así contenta al pueblo y evita la producción de un desorden público que podría traer, incluso para él mismo, funestas consecuencias.
Pilatos comete la primera equivocación al enfrentar a la masa con su propia repugnancia por el Sanedrín: lo debería haber dejado libre en cuanto se convenció de su inocencia; no lo hizo y ahí empezó su culpa.
Cuando está parlamentando con los representantes del pueblo llega la muchedumbre para solicitar la libertad de un preso político mediante “acclamationes”, según costumbre pascual. No es extraño figurarse que entre la gente se encontrasen algunos compañeros de Barrabás, que influyeran para pedir la libertad de éste, encarcelado como culpable de rebelión y asesinato; mas nada tienen aún contra Jesús y Pilatos; en vez de separar con limpieza ambas cuestiones, continúa en sus dudas: “¿Y qué he de hacer con éste, al que llamáis el Cristo?”. Es el segundo error; sólo falta ya que alguien se enfrente contra su demostrada indecisión para que toda la muchedumbre se convierta en una voz unánime: “¡Crucifícale! ¿Crucifícale!”.
Ante la resistencia del Procurador, el clamor va creciendo. A los sanedritas podría haberlos despachado sin muchas complicaciones, pero con la masa excitada eso resulta imposible. El pueblo se da cuenta y hace ya cuestión de honor arrancarle a Pilatos la sentencia de muerte hacia aquel hombre que días antes habían aclamado jubilosos. Y, Pilatos por fin, cede en el momento en que advierte que prolongar tal situación sería ya inútil y hasta peligroso, pero antes se permite una ironía: “¿A vuestro rey voy a crucificar?” La muchedumbre le contesta: “¡No tenemos más rey que el César!”
Pronunciada la sentencia, Jesús-el Justo por excelencia- es conducido al Gólgota y crucificado entre dos malhechores. A los ojos ciegos de la Justicia humana no se pudo nunca ni se podrá cometer mayor y más alta injusticia.
Y aquel pueblo, tan celoso de su independencia, abjuraba así de un golpe de siglos de esperanzas mesiánicas.