Las grandes historias nunca terminan. La de Venta de Panaderos, en Sierra Almijara, continúa con los esclarecedores testimonios de Rita, habitante de esa casa durante la posguerra española, que entró feroz por todas partes arrasando y haciendo sangre, como un furioso viento de odio y mala voluntad.
Un valioso documento de historia local
“Rita Rodríguez Herrero, hija de Francisco Rodríguez Ramírez y Ana Herrero Herrero, nacida el 10 de abril de 1931 en Frigiliana, fue una mujer vitalista, optimista y alegre. Siempre tuvo ilusión por ser peluquera aunque las circunstancias de su entorno no le brindaron oportunidad alguna. Fue una persona comprometida con la verdad y la moral humana, vivió un tiempo de posicionamientos radicales, viendo cómo su familia se encontró entre dos fuegos ideológicos sin poder eximirse de los mismos. Cuando a causa de ellos su familia tuvo que emigrar a Málaga, se dedicó a trabajar para ayudar a la familia y conoció a quien sería su marido: Martín Sánchez Hidalgo. Enviudó a los 43 años con cuatro hijos a su cargo. Trabajó incansable por conseguir, con éxito, un buen futuro para sus hijos, falleciendo el 3 de junio de 2009, a la edad de 78 años”.
Es la sucinta pero explícita descripción que Fernando Sánchez Rodríguez, el hijo menor de Rita, hace de su madre. ¿Quién mejor que uno de los suyos para dibujar un retrato fiel de ella? Sirva, pues, de presentación a un nuevo capítulo en la azarosa historia de la Venta de Panaderos; uno especialmente valioso porque es Rita, en primera persona, quien lo narra. Esta es la transcripción exacta de los recuerdos de una mujer –valiente por dejar testimonio de una época sobre la que pocos quisieron hablar– que, junto a sus padres y hermanos, padeció en carne propia un tiempo estremecido. El artículo reúne fotos inéditas de su familia, un texto escrito de su mano en el año 1985 y, por encima de todo, una voz reivindicativa y audaz, la suya, que quedó registrada en unas grabaciones tomadas entre los años 1994 y 1995, y que podremos escuchar íntegras, al final del relato.
Rita Rodríguez Herrero repasa en su narración cómo soportó su familia la época del maquis, que entró haciendo sangre en toda España: aquel furioso viento de odio y mala voluntad que aniquiló espíritus por todas partes. Sus padres eran Francisco Rodríguez Ramírez y Ana Herrero Herrero, dueños de la Venta de Panaderos desde 1944, y sus hermanos, Dolores, Ana, Paca, Francisco y José Antonio. La familia quedó tan quebrantada por sufrir dentro de su casa los choques entre la guerrilla antifranquista y la guardia civil que, una vez concluido y ¿superado? ese período aciago, ninguno de ellos quiso regresar jamás al tema. Sólo Rita, de carácter más abierto y locuaz que sus hermanos –todos ellos la imagen de la serenidad, la prudencia y, tal vez, el escepticismo– determinó narrar lo que recordaba de tan atroz experiencia unos años antes de su muerte, acaecida en 2009. (Este documento me fue confiado por iniciativa de Juan Francisco, hijo de Rita, en octubre de 2020; ahora, y con el consentimiento de la familia, sale a la luz).
Rita dejó constancia escrita de esa memoria en unas cuartillas de papel y en una contundente grabación de voz –a mi entender histórica– realizada a lo largo de año y medio, tomada por ella misma a raticos, en la intimidad de su casa y conforme iba recordando, donde evocó la enormidad de lo que pasaron ella y los suyos. La relación entre su familia y el adalid del maquis, José Muñoz Lozano, “Roberto”; la convivencia y la connivencia con los guerrilleros en la Venta de Panaderos; las brutales represalias llevadas a cabo por la guardia civil en su casa y su familia, y la vida cotidiana con detalles, apodos, nombres y apellidos de la sierra por aquel entonces –a más de sufrimientos y alegrías, que también las hubo– son los temas que Rita comenta, libre ya de miedo, en su grabación. La información que ofrece se ha contrastado con el historiador José Aurelio Romero Navas y podemos afirmar que, en líneas generales, lo que Rita declara se corresponde con la realidad de los hechos. No obstante se trata, y esto no debe obviarse, de su experiencia personal y de su visión; de sus ideas, su punto de vista y su manera de traerlo al presente, después de tantos años.
Tanto el texto como las grabaciones son originales e inéditas –se dirigen, por cierto, a una persona concreta– y se han transcrito con total exactitud, como merece, per se, el documento que constituyen. Queda pues, al juicio del lector, su acuerdo o desacuerdo con los mismos.
Transcripción del texto manuscrito
“Hola Alfonso, me decido a escribirte, te agradeceré leas mi carta y pases por alto todos los defectos que estoy segura que tiene, y que es el motivo de que los que no estamos preparados para estos menesteres, nos veamos obligados a callar en casi todos los casos.
Mi historia no es muy agradable, tengo 54 años, me crié en un pueblecito provincia de Málaga, Frigiliana, en el que por estar lindando a la sierra, y ser gente del campo la mayoría de los vecinos, nos vimos implicados en las guerrillas, o como decían, los maquis, unos voluntariamente y otros porque no tenían más remedio. Mi padre poseía una finca en la misma sierra, allí vivíamos, trabajando todos cada uno según su fuerza, éramos pobres pero vivíamos bien, allí se lió la gorda, era raro el día que no había jaleo, a mi casa lo mismo iba la guardia civil que los guerrilleros. Teníamos nuestros métodos para que no se encontraran los dos. En casa a los guerrilleros les ayudamos mucho, en todo, con nosotros tenían confianza hasta el punto que conocíamos donde tenían sus posiciones, cuando los enlaces no los conocían, ya que se situaban en cualquier sitio, para evitar las traiciones que en algunas ocasiones sufrieron, (a continuación, tachado:) pero no quiero ni puedo contarte lo que allí hubo, porque necesitaría escribir un libro, lo que sí quiero decirte es que España no sabe lo que pasó, lo del País Vasco es un regalo comparado con las criaturas que allí murieron y las torturas que la guardia civil utilizó, sobre estos cobardes tengo mucho que contar.
A nosotros también nos tocó sufrir las consecuencias: un mal día detuvieron a mi padre, nos echaron de la finca y quemaron mi casa, incluso la guardia civil mandó cortar los olivos, nos vimos de la noche a la mañana sin nada, por ese motivo nos fuimos a la capital (Málaga). Eran unos tiempos como por ejemplo la última noche que pasamos en la finca se encontraban allí catorce guardias y un cabo (15 en total). Al llegar la noche cerraron la puerta, la atrancaron con un rollizo y con sus guerreras taparon las ranuras de las ventanas. Al preguntarles yo por qué lo hacían, uno de ellos me contestó “por si vienen los maquis, que no puedan vernos, vaya que nos disparen”. Los maquis llegaron, ya que el sistema o la seña que poníamos para que no llegaran ya no estaba en su sitio. Llegaron y empezaron a pegar en la puerta, ellos nos dijeron que guardáramos silencio. Yo les dije que salieran y los cogieran, que para eso estaban y además cobraban un tanto por la peligrosidad. Mi padre no tenían que llevárselo al cuartel, les llamé cobardes a pesar del miedo que todo el pueblo le tenía a la guardia civil, yo tenía 17 años. ¿Sabe lo que me quitó el miedo? Al saber que habían torturado a mi padre para que les dijera dónde se encontraron los guerrilleros.
Allí estuvimos hasta altas horas de la noche, escuchando un ruido apagado, ¿sabe qué fue? Pues los guerrilleros se entretuvieron sacando un bancal de patatas, al día siguiente, cuando salimos a primera hora, nos encontramos que se las habían llevado, eso lo hicieron delante de quince civiles, y esos civiles machacaban a los campesinos para que les dijeran dónde estaban los guerrilleros, no quiero cansarle más, pero le diré que los maquis nos mandaron el importe de las patatas, nunca nos robaron.”
Transcripción de los audios (parte I)
Hola, me llamo Rita Rodríguez Herrero y voy a ver si soy capaz de contar lo que paso allí, en Frigiliana, bueno, y en muchísimos sitios. En casi toda España, yo creo que en toda, hubo movimiento cuando la gente de la sierra. Allí en nuestro pueblo, Frigiliana, fue bastante fuerte. Pero quiero decirle que voy a explicar algo de lo que nosotros pasamos en el tiempo de la guerra, para que vean por qué la gente de la sierra nos apreciaba y nunca nos hicieron daño. Yo tenía cinco años cuando estalló la guerra; en mi casa éramos unas personas que… mi padre tenía sus tierras, y trabajaba y no éramos ricos pero vamos, vivíamos casi de lo nuestro, pero no teníamos complicaciones porque en aquel tiempo quien tuvo más complicaciones pues era la gente de dinero; pero como mi madre era muy religiosa, muy de la iglesia, pues ese fue el motivo de que en mi casa también se sufriera bastante. Mi casa la registraban a cada momento, a mi padre lo insultaban, le pusieron… nos pusieron el boicot, en fin, le pasó bastante; en medio de todo ese sufrimiento y con el boicot puesto, pudo salir mi padre por los terrados a llevar una carta; llevaba una carta en la cinta del sombrero escondida, porque a don Aurelio López y a su hermano Adolfo, que vivía en Nerja (bueno, don Aurelio vivía en Frigiliana y su hermano en Nerja) pues los habían llevado al barco, que quisieron matarlos, y en el barco (que había en Málaga un barco y ahí los metían y de ahí los sacaban para matarlos) entonces doña Rita, su esposa, vamos, que era prima de mi madre, pues entonces tenía mucha amistad con nosotros, y por una casa que daba al patio de la casa donde nosotros vivíamos, por allí, por una ventanilla que daba allí, pudo hablar con mi padre y le entregó esa carta, y mi padre salió por el terrado, por una ventana del terrado, se metió en esa otra casa y por allí salió, y llevó esa carta echando por los bancales, sin echar por los caminos para que nadie se lo encontrara, porque la gente sabía que teníamos puesto el boicot. Y echando por los caminos de noche, andando, llevó la carta a su destino, que yo desde luego no sé dónde fue, pero sí sé que hizo el suficiente efecto, porque tanto a don Aurelio López como a su hermano Adolfo los sacaron del barco y ya no los mataron. Por cierto que le ofrecieron a mi padre una plaza en la fábrica de Nerja de la miel, que nunca se la dieron; cuando ya le dijeron “Paco, ¿cómo te vamos a pagar esto? Cuando se acabe la guerra, si esto termina bien, tendrás la mejor plaza que haya en la fábrica, será para ti”. Eso se lo dijo Adolfo López, pero nunca, no se la dio nunca, y no es porque mi padre fuera una persona que no valiera: mi padre era extraordinario, trabajador y honrado como él solo, pero para él no hubo nunca esa plaza. En fin, esto es un detalle que puede que no interese, pero es para que… para explicar un poco que en mi casa nunca se le hizo daño a nadie, al contrario, se le hizo mucho bien.
Terminó la guerra y mis padres no denunciaron a nadie, aunque los invitaron, una familia, unos señores de allí los invitaron para que denunciaran, pero mi madre fue y les dijo que ya había terminado la guerra y que ya se había acabado todo. Incluso uno que ofendió muchísimo a mi padre, lo insultó muchísimo, que hay testigos (hoy en día todavía queda gente que se tienen que acordar, porque lo presenciaron e incluso lo referían), que a un hombre como mi padre cómo lo podían insultar así. Y esta señora, porque es una señora, lo refirió muchas veces. Y este que insultaba a mi padre le decían “Portalillo” de apodo (no sé su nombre), pero sí decía, contaba mi madre, que cuando mi padre llegaba a la casa y ya la guerra iba terminando a favor de la derecha, pues dice que mi padre decía: “Cuando la guerra acabe yo no voy a denunciar a nadie, pero ¡a Portalillo le voy a dar dos tortas en la cara…!”. Bueno, pues terminó la guerra y el día que mi padre venía de las hazas, unas hazas que él tenía por la Media Legua, pues se encontró a este Portalillo, se lo encontró en la Plazuela, que es donde acostumbraba a estar esperando a que pasara mi padre. Pero esa noche cuando vio a mi padre agachó la cabeza, y a mi padre le dio lástima; le echó el brazo por encima y lo llevó a la casa, y le dijo a mi madre: “Ana, ponle un vasillo de vino y una tapita”. Pues se bebió el vino y su tapa y se fue, y cuando se fue pues mi madre le dijo: “¿Esas son las dos tortas que le ibas a dar a Portalillo?” Y mi padre dice: “Si vieras la pena que me ha dado cuando lo he visto tan acobardado, ha agachado la cabeza cuando me ha visto”. Pues al otro día se lo llevaron a Torrox, y fue uno de los siete que mataron en Torrox, que lo fusilaron; que por cierto mi padre dijo: “Menos mal, que si le llego a dar los guantazos en la cara me hubiera pesado toda mi vida”.
Como le digo, pues no denunciaron a nadie; incluso una hermana mía con nueve años la iban a matar en lo hondo del Zacatín, entre unos cuantos muchachos, ya adolescentes, y dijeron que la tenían que matar porque era hija de una beata, y tuvo dificultad de una vecina que salió y la metió dentro, en fin, que sufrimos bastante, pero desde luego cuando acabó todo mis padres no denunciaron a nadie y mi madre incluso se encaró con una señora del pueblo cuando se enteró de que habían matado a siete. Y así terminó aquello; luego, sobre el 46, mi padre compró la Venta Panaderos, que era una preciosidad, un sitio precioso. A nosotros siempre nos ha gustado muchísimo, y aquello era un encanto pero claro, tuvo la mala suerte que fue comprar la venta y formarse todo lo que se lió con la gente de la sierra, que la primera vez que fuimos a verla, terminada de comprar, pues había sangre en las piedras del Mármol, del Barranco del Mármol. Allí mataron al primer guerrillero; entonces no estaban… la guerrilla entonces no estaba tan bien organizada. Después ya ellos estaban mejor, pero en aquel tiempo pues se metían en unas cuevas, y había una cueva allí en lo alto de la cuesta del Puerto Blanquillo, a la izquierda, había por allí una cueva (que yo no la he visto nunca, pero dicen que allí había una cueva y allí se metían), y allí estaban ellos parando. Y allí recibían a uno de Torrox que era enlace de ellos, que le decían por apodo “el Chasquero”, y ese Chasquero fue el que los denunció. Y llevó allí a la guardia civil y a los moros y eso: fueron de noche y mataron a dos, uno llevaron a Frigiliana, que fue un muchacho que por lo visto era médico, que había estudiado con el médico que había en Frigiliana, que se llamaba don Leonardo, y por lo visto lo conocía, que el médico le mandó el anillo a la novia a Madrid (que dice que era de Madrid), y mataron a otro que lo llevaron a Cómpeta, yo no sé, porque caería para aquel lado o lo que sea, lo llevaron a Cómpeta, y nosotros pues… luego también, con el tiempo, cuando los conocimos nos contaron aquello como había sido, y cómo se habían escapado los demás, y uno se metió por cierto detrás de unas matas y lo vio uno de Frigiliana que era Raya, que era guarda de la sierra. Lo vio Raya, y por lo visto el muchacho lo señaló y le dijo que se callara y entonces Raya dice que dio una carcajada de risa y dice: “Mira que aquí hay uno, y me está diciendo que me calle”. Bueno, lo mataron, y ya después este Raya estuvo mucho tiempo durmiendo en el cuartel, asustado, porque vivía en la Cuesta del Apero (bueno, y aunque viviera en otro sitio, cuando ellos tenían que matar a uno lo mataban y ya está).
Y eso fue lo primero que pasó allí, que terminaba mi padre de comprar la venta. Ya nos fuimos a vivir allí y como le digo, aquello era una preciosidad y estábamos bien, pero ya empezamos con el miedo; desde el primer día ya empezamos con el miedo porque ya empezaban a detener gente y eso, vamos, a pasar todo lo que pasó allí. Mi hermano Paco y yo fuimos los primeros que vimos a la gente de la sierra: iban por el Barranco del Mármol cuando nosotros íbamos para el cortijo. Nos saludaron, se apartaron a un lado para que pasáramos nosotros, y ya está; nos figuramos (nos figuramos no, de momento supimos) que eran los de la sierra porque iban con sus armas colgadas, y luego después ya ellos nos explicarían con el tiempo que ellos esperaban a ver qué reacción daban mis padres al saber que habíamos visto allí a la gente de la sierra. Aunque por otra parte ellos sabían que podían confiar, que no podían temer de nosotros porque ellos no denunciaron a pesar de que nos habían molestado bastante a la izquierda, que no habían denunciado a nadie.
Así se quedaron las cosas hasta que un día mi madre y mi hermana estaban en la Venta Camila (eso está algo antes de llegar a la Venta Panaderos), estaban allí y llegaron tres, y ya sí estuvieron hablando con ella, un poco charlando; luego se fueron y ya está, y tampoco volvieron. Iba pasando el tiempo; en esas mismas fechas mataron a Ramón Vía. Ramón Vía era el jefe de toda la guerrilla de Andalucía, lo mataron, lo detuvieron en Málaga, y las naciones extranjeras, no sé, Francia y algunas más, lo reclamaron, entonces Franco dijo que no le iba a pasar nada, que estaba detenido pero que no le iba a pasar nada, pero claro, Franco no lo pensaba dejar vivo, y entonces, para justificar su muerte, prepararon una fuga aquí en la cárcel de Málaga. Fueron metiendo gente en la cárcel: hoy uno, mañana dos, hasta que entraron un montón como políticos pero que en realidad eran policías, que entraban así; ya tomaron amistad con él y entonces prepararon una fuga. Hicieron un túnel que salía al lado de la cárcel, por fuera, por la huerta (que entonces estaba todo eso sembrado de trigo; todo eso lo he conocido yo sembrado de trigo y lentejas y eso), y ese boquete ha estado ahí hasta que han hecho la carreterilla que hay desde la carretera de Cártama a 4 de Diciembre, han hecho ahí una carretera, y ese boquete, esa hondonada ahí, ha estado hasta entonces, y entonces ya hicieron como digo ese túnel y salieron fuera y claro, estaban todos apostados fuera, y ahí se enredó un tiroteo que murieron varios, y claro, también murió, mataron a Ramón Vía, que pudo llegar hasta la carretera de Antequera, y se refugió en una casa pequeñita, y ahí ya lo mataron. Murieron también otros presos que también se unieron para escaparse y también murieron ahí otros presos.
La gente de la sierra ya empezaron a visitar mi casa, siempre con muchísimo respeto, no tenemos queja sobre ese particular porque siempre nos respetaron. Tampoco nos robaron nunca; ellos pagaban lo que se llevaban, porque allí nunca se ponían a comer, ellos si le encargaban a mi padre una carga de lo que fuera, de cosas para ellos, pues ellos las pagaban y además le pagaban el día de trabajo; vamos, que nunca nos robaron. Y nosotros pues los llegamos a apreciar muchísimo. Nosotros no éramos políticos, ni mi padre se había metido nunca en nada, ni nada; mi madre era muy de la iglesia, y ya está. Pero no éramos políticos, y mi casa fue como la Cruz Roja para unos y para otros, con una diferencia: que la guardia civil pues no tuvo vergüenza nunca, y la gente de la sierra pues nos respetaban siempre. Los tratábamos primero como seres humanos, y luego después como amigos. Que esa amistad con ellos nos sirvió luego después para favorecer a algunas personas; unos que lo saben y lo supo todo el pueblo, y otros que no se han enterado todavía, ni hay por qué decírselo, pero que salieron favorecidos. Como salvarle la vida a Antonio Agudo, que no quiero contar aquí detalles pero que lo iban a matar, y parece que con mucha razón (todo el pueblo lo sabe), y nosotros pudimos salvarle la vida con mucho trabajo, porque desde luego ese indulto no querían concedérselo a mis padres. Pero en fin, se lo concedieron y no voy a explicar aquí detalles pero se lo concedieron, y vive todavía, y gracias a eso.
Por esas fechas mataron a don Ángel, eso fue una pérdida muy grande. Porque era una persona estupenda, buenísima, que favoreció a muchísima gente, y le ayudó a mucha gente a solucionar problemas; era como el padre del pueblo. Pero ellos le echaron un anónimo, le pedían ciento cincuenta mil pesetas, fueron al cortijo a por él y entonces quisieron considerarlo demasiado, y por eso pasó aquello. Lo dejaron allí porque le pidieron que esperaran a que aflojara un poco el calor, que ahora hacía mucho calor; ellos le dijeron que se preparara calzado cómodo y estuvieron allí mucho tiempo. Allí llegaron tres nada más, pero en un cortijo que había al lado que le dicen el Cortijo del Muerto, allí había muchos esperando. Solamente llegaron hasta los almendros tres: uno que se quedó en la puerta del almacén donde estaba la gente trabajando, vamos, estaban limpiando la pasa, y los otros dos que estaban allí, en el cortijo. Entonces por lo visto Antonio Lomas les señaló, que si entre ellos se hicieron señas, que si eliminaban unos ellos le echaban mano a los otros, que a ver si podían… total, que don Ángel le dio un martillazo a uno, que lo dejó sin sentido en el suelo y la cabeza abierta, y le echaron mano a los otros y claro, los que estaban al lado escucharon el tiro, y como también tardaban tanto, al escuchar el tiro salieron al cortijo y se encontró los que bajaban. Uno de ellos era hermano del que estaba en el suelo, y el que llegó pues no sabía su hermano si estaba muerto; lo vio allí sangrando tirado en el suelo, y entonces fue cuando mataron a don Ángel y al encargado. Eso fue una gran pérdida porque don Ángel era una persona muy valerosa y muy buena, pero que pasó con muy mala sombra: ellos no bajaron a matar a don Ángel, bajaron a sacarle el dinero, porque ellos le sacaban el dinero a los que tenían.
La guardia civil empezó a perder gente y perdió a un montón de gente, y pegó mucho, muchísimo; había un muchacho que se llamaba Platerillo (se llamaba Platero, pero le decían Platerillo) que claro, conocía a la gente de la sierra como la mayoría que iban al campo y a la sierra; él precisamente vivía de que iba a por esparto y estaba claro que los conocía, pero lo cogieron al muchacho y se lo llevaron a una cueva… a una cueva no, a una chocilla en la sierra, y lo tuvieron ocho días bocabajo, sin darle agua ni nada, dicen que le arrimaban bacalao. Eso era el Cabo Largo, que se llamaba Antonio González pero todo el mundo le decía Largo, porque era muy largo. Y eso se supo porque allí había muchos guardias civiles jóvenes que tenían novia, y que tenían muchas amistades, y ellos mismos lo contaban (en secreto, pero todo el mundo se enteraba) y el Platerillo lo tuvieron, después de tenerlo ocho días bocabajo, pues lo mataron. Después de morir este muchacho le nació una niña; él tenía tres niños chicos, y le nació una niña. Que precisamente cuando yo me enteré que Platerillo lo tenían así, fui expresamente, a mí me pilló en el pueblo cuando lo cogieron y fui expresamente a la Venta Panaderos a decírselo a la gente de la sierra para que lo sacaran. Yo muy inocente, yo decía: “Ay, pues si tienen a Platerillo, yo se lo voy a decir a Roberto para que vaya y lo saque”. Ya ve usted, yo era una niña y creía que iban a ir corriendo a sacarlo. Claro, ellos no se iban a exponer a eso, a sacar a Platerillo; a Platerillo lo mataron los civiles como tantos otros y ya está.
Los guerrilleros mataban a los chivatos, pero con una particularidad, que no hacían nada más que dar un chivatazo cualquiera (cualquiera que tenía tierra, que los conocieran o lo que sea), daban un parte y de momento sabía la gente de la sierra quién había sido. Que también eso tiene mucho que pensar… bueno, ya después supimos por qué: porque resulta que el Cabo Largo se comunicaba con la gente de la sierra y tenía mucho, tuvo mucho que ver el Cabo Largo con la gente de la sierra. Luego nos empezamos a dar cuenta primero que cómo es que iba uno a… daban el parte: “He visto a la gente de la sierra en tal sitio”, y a otro día ya lo sabía la gente de la sierra, y era el cabo el que les mandaba el recado. Así que mataban a los chivatos, y los guardias civiles también tenían mucha culpa de aquello porque no lo guardaban, no les guardaban el secreto. En el pueblo pusieron el toque de queda, que no me acuerdo si era a las diez o a las doce cuando la gente tenía que estar dentro de su casa con las puertas cerradas; daba miedo salir a la calle, había un terror tremendo, todo el mundo asustado, porque la guardia civil era temible, cogían a la gente y los machacaba a palos.
Los campos se quedaron solos porque echaron a la gente. La Acebuchal, que era como unos caseríos preciosos y se quedó solo, echaron a la gente de los cortijos; tenía que estar todo el mundo en el pueblo con sol. Salías por la mañana con el sol salido y tenías que volver antes de que fuera de noche. Y los civiles estaban en todas las salidas del pueblo y registraban las meriendas de los que iban al campo, ¡figúrese usted! El que iba al campo, que lo que llevaba era un pedazo de pan con cualquier cosa para comer, y de ahí ¿qué les podían dar si veían a la gente de la sierra? Además ellos sabían de sobra que la gente de la sierra eran muchísimos y no podían estar tenidos a un pedazo de pan; la gente de la sierra llevaban cargas de comida de todas partes, vamos, mayormente salían a los caminos a comprarla porque los arrieros la llevaban y ellos salían, y si iban con uvas pues salían y compraban una carga de uvas, o de lo que diera el tiempo y lo que necesitaban. Todo eso era una cosa tonta para dar quehacer, como hicieron tantos. Ellos sabían dónde estaba la gente de la sierra, lo que pasa es que no iban a cogerlos, ellos lo que hacían era perder, perder a la gente: “¿Tú que, los has visto? ¿Qué, no los has visto? ¡Hale, a palos!”. Y eso, hay muchas personas que se perdieron.
Ellos se organizaron y eran bastante fuertes, muchas veces los aviones allí, por encima del Cerro Lucero (que la venta está en la falda del Cerro Lucero), y por allí tenían ellos bastantes… bueno, su posición, la tenían por muchos sitios pero allí tenían creo, parece ser, una bastante importante, y los aviones por allí (bueno, no sé si eran avionetas o lo que fueran) y empezaban a volar y dando vueltas y vueltas y vueltas, y es que hablaban con las emisoras y también les echaban cosas con paracaídas. Pero mayormente donde ellos se surtían sus armas y eso era en Río Seco; en Río Seco pero no en el puente de Nerja, sino en el puente más pequeño, por donde está el Ventorrillo, que aquello tiene unos cañaverales que llegan casi a la misma playa. Y además los bancales estaban, había mucha caña de azúcar sembrada, y entonces allí los barcos les descargaban armas, ametralladoras y… bueno, muchas cosas importantes. Ellos tenían muy buenas armas (yo no entiendo de eso, pero lo que veía) y eran por lo visto unas cosas muy modernas, unas ametralladoras que se colgaban ellos muy cortitas, con un peine muy grande; tenían de todo, y allí ellos lo descargaban y lo escondían en los bancales de cañas, y luego se lo iban llevando con bestias. Y también recibían dinero, y municiones, y de todo, ellos tenían muchísimas cosas. Y nosotros… no explicaban los jefes, los jefes no explicaban esas cosas, pero lo decían los muchachos, hablaban con nosotros y nos lo contaban: “Pues tal día fuimos a recoger…”. En otra ocasión me dijo uno de ellos: “Ayer te vi” (porque yo estaba con mi tía Lola Herrero, y mi tía tenía un cortijo en Río Seco, el Molino). Y mi tía y yo nos poníamos por las tardes o por la mañana temprano a barrer la puerta, y un día cuando yo subí me dice: “Ayer te vi, que estabas con tu tía barriendo”, y me dio todas las señas y era verdad, pues estaban por allí, por Río Seco de día. Y es que ellos, en aquellos días, estaban subiendo armamento.
Con nosotros tuvieron muchísima confianza siempre; confiaban hasta en mi hermano chico, que tenía siete años, y por cierto un día los civiles se lo llevaron detrás, lo llamaron detrás de la venta y le dijeron: “Antoñito mira, si nos dices la verdad, yo te regalo este reloj”, le dijeron a mi hermano. Un guardia civil que presenció eso nos lo contó, que le hizo mucha gracia, se llamaba Manolo Aguilar. Manolo Aguilar era, le hizo mucha gracia, y entonces mi hermano le insistieron: “Mira, ¿tú nos vas a decir la verdad de lo que te preguntemos?” Y entonces mi hermano les dijo: “¡Según lo que sea!”, y claro, a este guardia civil le hizo mucha gracia y nos lo contó.
Y ellos tenían mucha confianza en nosotros, hasta el punto que en varias ocasiones visitamos sus posiciones (esta que tenían allí en Cerro Lucero), cosa que no hacían ni los enlaces, porque los enlaces ya no iban a las posiciones de ellos; se citaban en cualquier parte y ellos los veían de venir desde lejos y eso, y ya no se fiaban de nadie, así, pero nosotras fuimos a sus posiciones en un par de ocasiones o tres. Fuimos una vez que nos echamos una apuesta, de que yo les dije que éramos capaces de pasar por donde ellos no echaban, y ellos no nos creían. Mi hermana la mayor y yo siempre hemos tenido unos pies muy ligeros para subir por todas partes, y entonces yo les dije que sí que era capaz, y nos dijeron que si subíamos nos convidaban a chocolate y pasteles. Claro, nosotros no les creímos porque el chocolate podían tenerlo, pero los pasteles era más difícil; pero a otro día, sobre las diez de la mañana, salimos mi hermana y yo sin decir ni pío en mi casa, y fuimos allí y empezamos a subir por donde les dijimos. Como la guardia estaba arriba, nos estaba viendo: teníamos la seguridad de que la guardia nos estaba viendo y que afirmaría de que era verdad de que habíamos subido por allí. Cuando llegamos arriba pues… adonde ellos estaban hacía un poco de vaguada, que ellos estaban más hondo, y cuando llegamos allí y vimos tantísima gente (allí había yo no sé los que habría, un montón de gente) nos quedamos un poco cortadas y no nos atrevíamos ya, nos daba fatiga, pero yo eché una piedra… nos escondimos en unas matas, pero eché una piedra a rodar porque yo siempre he sido más traviesa (mi hermana era más seria), y entonces eché una piedra a rodar, y entonces salió Juanito el Centurión, con la pistola en la mano, a ver qué pasaba por allí, y yo ya empecé a reír. Me acuerdo que me dijo: “¡Risillas, eres el demonio!”, y le dije: “Mira, que venimos a tomarnos el chocolate con los pasteles, que hemos subido por ahí”, y ellos no lo creían: “Es imposible que hayáis subido por ahí “. Entonces le preguntaron a la guardia, y la guardia les dijo que sí. Pero efectivamente tenían pasteles, nos hicieron chocolate.
Teníamos muchísimo trabajo porque les lavábamos la ropa y les cosíamos… vamos, era un trabajo tremendo. Me acuerdo que una noche llevaron un montón de ropa de tres grupos (que los grupos eran a once); era la ropa de 33 personas, todo a mano, y entonces nos liamos todos a lavar cada uno en un sitio: unos en el lebrillo, otros en la pila, y todo el mundo lavando, y fuimos a tender la ropa por delante de la venta, había un corte muy grande, que a aquello le decíamos el Tajo, y debajo había muchas aulagas, todo aquello estaba lleno de aulagas (por cierto aquel pedazo era muy arenoso y allí había víboras), y bajamos a tender de noche, porque como eran tantas camisas, pues por la mañana, si veían los arrieros tantas camisas y tantos pantalones, pues no era conveniente. Entonces fuimos allí, que aquello no se veía desde el camino, y cuando subimos de tender todo aquello pues habían llegado la gente de la sierra, y nos dijeron que por la mañana clareando el día estaría la guardia civil allí. ¡Fíjese usted lo bien informados que estaban! Entonces tuvimos que bajar y recoger toda la ropa aquella, y con fuego (porque allí había una chimenea muy grande, había dos, una grandísima para los arrieros, para arrimarse y eso, y otra en la cocina) nos pusimos con una fogata grandísima, secamos toda la ropa, la planchamos, nos tiramos toda la noche arreglando ropa. Y esa ropa se la llevé yo en un saco, a otro día; salí por una ventana (porque a aquella hora ya estaba la casa llena de arrieros), salí por una ventana y fui a su posición también aquel día, a llevarles la ropa aquella.
Me gastaron una broma: un muchacho joven me puso una piedra por un lado tiznada, y yo llevaba unos tenis blancos, y me senté en la piedra y se me tizné el calzado, y claro, se rió porque aquel muchacho tendría unos 20 años y claro, las criaturas… por la broma y por reír. Pero me hicieron café; pero luego me enteré que castigaron al muchacho por hacerme esa broma. La sutileza de la guardia civil: pues un día llegaron varios, uno de ellos se llamaba Buendía y fue antes al dormitorio; entonces mi madre le dijo que no pasara, que estaba su hija acostada (porque mi hermana Anita tiene un padecimiento: que toda la vida le ha dolido mucho la cabeza), ha cogido, le ha dado jaqueca, y se tomó una pastilla y se acostó un rato, y claro, cuando fue a entrar al cuarto mi madre le dijo: “Buendía, no entre usted que mi hija se ha acostado un rato porque se ha tomado una pastilla”, y él le dijo: “Pues que se levante, que yo tengo que acostarme un rato”. Eso lo hizo un guardia civil que se llamaba Buendía. Porque ya le he dicho (no sé si se lo he dicho) que tan solamente un par de ellos, uno que se llamaba Manolo Aguilar y quizá otro más, eran los únicos que tuvieron vergüenza, hablando claro. Otro día llegó el Cabo Largo con tres o cuatro a las cinco de la mañana o seis, unos cuantos llegaron, a las cinco de la mañana, ¡a las cinco!, y solamente mi padre estaba levantado (se levantó al escuchar que entraron ellos), porque allí no se echaba la puerta, se cerraba y ya está porque muchas veces llegaban muy tarde los arrieros y la puerta allí, como no había que temer de nada, pues la puerta se cerraba sin echar ni nada, y mi padre sintió gente entrar y se levantó. Eran los civiles, y el Cabo Largo pues le dijo a mi padre: “Levante usted a las gilonas de sus hijas, que nos hagan unas migas”. Mi padre les dijo que se las haría él, que él sabía hacerlas. “No, no, que se levanten ellas”. Entonces mi padre se lo dijo a mi madre, se levantó mi madre y les hizo las migas a ellos. Pero ellos no pagaban nada, que eso se lo comían ellos y se quedaban tan, tan anchos, y eso era la forma de actuar de la guardia civil.
El Cabo Largo mató a mucha gente; aquello fue un dolor lo que hizo con la gente del pueblo, y por otra parte les mandaba los recados a la gente de la sierra (que los jefes de la sierra nos lo decían), pero que nosotros lo sabíamos porque nos lo decían los demás, porque había allí mucha gente y nos lo contaban. Por eso mientras que el Cabo Largo estuvo en Frigiliana no detuvieron a mi padre, sabiendo todo el pueblo que allí iban y que se les hacía todo lo que encartaba, porque eso era un favor que le hacía el Cabo Largo a la gente de la sierra, porque ellos se… vamos, que se comunicaban. Y por eso, cuando prepararon aquella batida, no… claro, el general aquí en “La Ventana de la Historia“, dijo que aquello les salió mal; lo que no sabe él es que les mandó el Cabo Largo el recado a la gente de la sierra, y que pudieron quitarse de en medio a tiempo. Pero fue porque les dieron el recado, que clareando el día tenían el Cisne, el monte que le llaman el Cisne, lo tenían rodeado. Todo aquello lo tenían rodeado con ametralladoras que llevaban en bestias y vamos, muy bien, y les salió el tiro por la culata, porque les mandaron el recado ellos.
Señores del pueblo les escribían a ellos ofreciéndoles sus servicios, eso no lo sabe casi nadie (bueno, digo casi porque quizá después, cuando se han terminado todos los asuntos de la sierra, pues puede que algunos incluso que no han matado, que se hayan salvado, lo hayan dicho, pero que entonces nadie lo sabía). Y había quien me martirizaba continuamente, porque yo me tiraba muchas temporadas en el pueblo y otras veces allí; iba más a la venta porque hacían falta manos allí, pero yo estaba siempre con una tía mía en el pueblo, excepto esas temporadas que me iba. Incluso una vecina, pues que tiene una hija que la quiero y ha sido y es amiga mía, y la madre me atormentaba, me atormentaba siempre, porque yo pasaba muchísimos malos ratos en el pueblo: de que hoy han detenido a Fulano, Fulano se ha perdido, a este lo han echado de su casa, de su cortijo… y claro, yo sabía que mis padres, un día u otro eso: el día menos pensado pues también los echarían, y a mi padre lo meterían en la cárcel (lo que pasó: yo me figuraba que iba a pasar lo que pasó). Y claro, yo estaba siempre asustada, y cada vez que los civiles mataban a alguien, pues venía esta vecina pues a justificar el que los civiles mataran. Y sin embargo, pues yo nunca le dije que ya lo sabía; nunca les dije que su hermano, que no tenía que salir de Frigiliana para nada, les había escrito ofreciéndoles sus servicios. Su hermano no era uno de los ricos pero estaba bien, y su trabajo, pues el trabajo no… él lo que tenía era una barbería, y hacía de practicante en el pueblo y no salía del pueblo para nada; él nada más que de su casa al casino, del casino a su casa… bueno, para mí era una buena persona pero vamos, que ella no sabía que su hermano estaba metido hasta las narices, una persona que no salía del pueblo para nada. Yo vi esa carta, la carta que les escribió ofreciéndoles sus servicios la vi yo, también me dijeron (que esas no las vi), también me dijeron que los señores de Frigiliana les escribían. Yo esas cartas no las vi pero ellos lo dijeron, y no me extraña, porque allí en Frigiliana, aparte de que al principio intentaron secuestrar a don Justo López (que no lo lograron), aparte de eso después no les sacaron, que se sepa, a ellos dinero a ninguno. Les sacaron dinero a la gente de media clase, gente que estaban bien, que no eran ricos pero estaban desahogados, y sí les sacaron dinero, pero a la gente rica no les sacaron dinero la gente de la sierra. También es muy extraño que, estando el pueblo al pie de la sierra, no tuvieran ellos problema nunca con la gente de la sierra, y además eso, que me lo dijeron, que a ellos les escribían los señores del pueblo.
Cogieron a uno de la sierra vivo, que le decían el Paquillo; bueno, a este lo tuvieron en Lízar, en la Casa de Lízar lo tuvieron aquel tiempo; allí se fueron los civiles, unos pocos, y allí paraban, y allí tenían al Paquillo. El Paquillo era uno que había tenido pena de muerte con Franco y se escapó yo no sé cómo, y fue a parar allí también, allí a la guerrilla. Y allí lo tuvieron bastante tiempo, hasta que un día dijeron que se les había escapado. Todo era manipulado por el Cabo Largo, ellos sabrán cómo lo hacían pero vamos, que estaba claro, porque si cogen a uno de la sierra no es para que lo tengan en Lízar, es para que lo hubieran detenido y en el cuartel, y luego lo hubieran llevado a Málaga a la cárcel. Pero ellos no: ellos lo cogieron y se quedaron con él y allí en Lízar lo tuvieron hasta que, vamos, incluso dijeron que los civiles habían matado a Puche porque Puche sabía muchas cosas. Puche era un hombre que no estaba bien, que no podía ni hablar claro pero vamos, que se entendía, que se explicaba a su manera porque no estaba bien (estaba lisiado), y se ocupaba de hacerles él los mandados a los civiles, y estaba todo el día en Lízar: ya les llevo esto, ya les llevo lo otro. Los civiles lo mandaban a por los mandados y Puche estaba allí todo el día, ¡pero Puche de tonto no tenía nada! Lo que pasa es que no estaba bien, pero él se explicaba a su manera y todo el mundo lo entendía. Total, eso ya no lo sé yo si es cierto o no es cierto, pero allí en Lízar sí que tuvieron un trapicheo bueno, y con la gente de la sierra. Y lo echaron, al Paquillo lo echaron ellos. Que por cierto, cuando cogieron al Roberto en Madrid cogieron al Paquillo, que era el que lo acompañaba.
Esto estaba muy organizado; ellos tenían sus guardias puestas por todas partes, el que no lo hacía bien pues lo castigaban. Yo en una ocasión, sin querer provoqué un castigo a uno de ellos, porque un día estaba yo en la puerta de la venta y vi enfrente, por la parte del Cisne, así a la izquierda, vi a uno debajo de un pino, y luego observé que se iba cambiando según para donde iba la sombra, y aquella noche cuando vinieron, pues les dije yo: “¿Hoy quién ha estado de guardia?” Y me dijeron: “Fulano de tal” (por cierto, era de Frigiliana), y le dije yo: “Pues yo te he visto” (claro, yo no sabía que aquello le iba a perjudicar a él), y dice: “¡A mí qué me vas a ver, tú no me has visto!”, y dije: “Sí que te he visto”, y entonces me dijo Roberto: “¿Dónde estaba?” y le dije que en tal sitio, y se calló. Y por lo visto, luego después lo castigaron, porque ellos tenían que estar las guardias donde nadie los viera.
Fuimos a Málaga, que nos mandaron ellos (Roberto) a mi hermana Dolores y a mí. Nos mandaron con una lista, para que les compráramos medicamentos e instrumental para ellos curarse; un montón de cosas, cuando la gente no podía llevar por los campos nada más que la merienda y la registraban, ¡figúrese! Estuvimos tres días en Málaga, comprando cosas de… porque variábamos las farmacias, pues un día íbamos a una y comprábamos una cosa, luego a otra, y fuimos allí variando la cosa para no sospechar, porque en aquellos tiempos pues todo el mundo sospechaba. Y les compramos todo lo que ellos habían apuntado que les compráramos de jeringas, de muchas cosas, y en total preparamos cuatro paquetes, cuatro cestos que compramos, llenitos de cosas. Se veían desde lejos los paquetes, liados en papel. Llegamos nosotros a Río Seco, nos bajábamos del coche de Nerja (en la alsina), nos bajábamos en Río Seco, y cogimos Río Seco arriba encomendándonos a todos los santos, que no fuéramos a encontrarnos a los civiles. Llegamos a casa de un tío mío (Robustiano), y nos dijo mi prima: “Ayer pasó tu padre para abajo, para Nerja, y no ha subido para arriba; habrá echado por Frigiliana”. Bueno total, que nosotros nos fuimos, cuando descansamos un rato nos fuimos para el cortijo, y yendo por el barranco vimos en un sitio (el Cortijo de Antonio Jaime que se llama) vimos desde lejos… allí había bueno, lo menos cien, entre civiles y soldados, había muchos soldados, y nosotros…
Mi hermana iba delante de mí cuando vimos aquello, porque era en una revuelta; nos dimos de cara, desde lejos pero los vimos enfrente, pues… toda la gente aquella. Y nosotros nos echamos a temblar, y entonces en la enramada de aquel cortijo pues vimos que estaban el Cabo Largo y unos cuantos civiles más en la enramada; los demás estaban todos para allá y para acá, recostados en las viñas, vamos, todo aquello lleno, caballos en el barranco, un montón de caballos, y nosotras… pues íbamos nada menos cada una dos paquetes, uno en cada mano; éramos cuatro paquetones llenos de todo, liados de papeles, que se notan los papeles de compra. Mi hermana se volvió para mí descompuesta, dice: “’Ay, ¿tú estás viendo lo que yo?” Digo yo: “Sí, lo estoy viendo”. “¿Y qué hacemos?” Digo: “Es peor, volverse va a ser peor; vamos a seguir, a ver lo que Dios quiera”. En aquella revuelta pues hay que dejar el barranco, porque allí hay unos cajilones que no se pueden pasar; hay que dejar el barranco y coger una vereda que salía justo donde estaba la enramada donde estaban el Cabo Largo y los que fueran más; allí habría alguien más de jefatura porque allí… tantísimos como habían. Bueno, esos malos ratos no son para contarlos, eso es que se queda una que parece que no tiene sangre en las venas. El frío en el cuerpo, y empezamos a andar y entonces acordamos las dos de seguir por el barranco, claro, por el barranco hay unos cajilones, que por eso está esa vereda allí al lado del cortijo (para ese pedazo), se sale del barranco porque no se puede pasar. Pero nosotras seguimos por el barranco: como teníamos tan buenos pies, seguimos por el barranco, y al pasar allí por el lado de los soldados pues empezaron a decirnos: “¡Por ahí no vayáis, que por ahí no se puede pasar!” Y a decir lo que pasa, la gente joven, las tonterías: “¡Guapa, echa por aquí, que no os vamos a comer!” Y nosotros muertas, muertas, más muertas que vivas, eso, ya le digo que esos malos ratos no se pueden explicar. Y seguimos, nos encomendamos a Dios y seguimos por el barranco y subimos por los cajilones aquellos. Llegamos a mi cortijo e hicimos un hoyo, y en una caja de madera, que antes había muchas (que eran las cajas de los tabacos, que iban en madera), en una caja de madera metimos todo aquello y lo enterramos. Porque no sabíamos si iban a venir detrás luego después los civiles, o lo que sea. El cabo se había callado porque sabía quién éramos, e iban a venir en busca nuestra, y enterramos aquello. Luego ya vimos un pedazo de carne en el cajón, y vimos que mi padre había pasado por allí. Me preguntaba una vecina, nos dijo: “Pues tu padre para abajo lo vimos, pero para arriba no”. Entonces ya nos escamamos y fuimos al pueblo, y allí nos enteramos que mi padre estaba detenido en Nerja.
Mi padre fue a Nerja y compró unas pocas de cosas, y claro, el de la tienda sospechó de él, y mire usted por dónde este de la tienda (que le decían Armijo, o algo así) pues vivía justo enfrente de Adolfo López, de al que mi padre fue con aquella carta en la correa del sombrero, para que lo sacaran del barco, que estaba en el barco, que era donde metían a la gente para sacarla para matarla. Sacó a su hermano, a don Aurelio (que eso ya lo he contado antes) y a Adolfo. Pues este de la tienda era íntimo amigo de Adolfo López, y fue enfrente, porque como le digo que vivía justo enfrente, sospechó de mi padre y fue y le dice: “Adolfo mira, el de la Venta Panaderos, que ha venido y me ha comprado esto, esto y esto, tú qué crees? Yo me parece a mí que esto no va a ser para él”. Y Adolfo, en vez de decirle mira, cállate y yo llamaré a Paco, o lo que sea (que le debía la vida, pues porque tanto Adolfo como Aurelio le debían la vida a mi padre), pues entonces le dijo: “Ve y da parte antes de que vaya más lejos”. Y así fue como detuvieron a mi padre en Nerja.
Al saber que estaba mi padre ya detenido, fuimos a la Venta Panaderos mi hermana y yo. Nos llevó un amigo que también tuvo que ir escondido para que no viera la gente que nos acompañaba a nosotros, porque aquellos tiempos eran tremendos, eran tremendos, ya sospechaban de uno, ya había comentarios… y entonces este muchacho, que era amigo de mi familia, pues nos acompañó, nos llevó. Cuando llegamos a la Venta Panaderos, a media noche, serían ya las doce de la noche lo menos, pues estaban allí la gente de la sierra, que estaban esperando porque también ellos estaban con fatiga todos, porque mi padre no había vuelto. Y allí nos encontramos a Roberto y a dos grupos más: había veintidós y Roberto, y ya les dimos la noticia de que estaba mi padre detenido. Ya ellos se quedaron muy plantados porque, la verdad, eran, éramos como familia, teníamos mucha amistad y además el servicio tan grande que tenían ellos allí con nosotros. Porque allí todo lo que… además, el camino que estaba abierto a la arriería y luego ya también lo cerraron, pues ellos allí compraban todo lo que les hacía falta a los arrieros, y otras cosas que encargaban a enlaces, o a mi padre, o a quien fuera. Aparte de que los extorsionaban a ellos, pues también la verdad es que nosotros teníamos muchísima amistad con ellos. Aunque Roberto a mí nunca me cayó bien, pero había otro que a mí me caía particularmente muy bien, pues era una gente con mucha humanidad, diga la gente lo que diga, había gente allí muy buena.
Y claro, aquello fue un golpe muy grande para Roberto y para nosotros, entonces, ya después de estar allí un rato hablando y disponiendo lo que íbamos a hacer, pues allí había un muchacho que trabajaba con mi padre, que se llamaba Pepe Rojas, que estaba allí en la venta siempre trabajando. Entonces Roberto le dijo a Pepe que tenía que tener valor ahora, porque claro, ahora cogerían a Pepe, a nosotros seguro que nos echaban, como nos echaron de la venta, y a Pepe lo detendrían, porque eso es lo que hacían entonces. Pues ya le dijeron: “Pepe, tú ahora tienes que ser fuerte, porque ya sabes…” Vamos, se refería a que lo iban a torturar, y a Pepe el pobre se le ocurrió decir: “¡A mí no me pegan los civiles!” Y entonces Roberto dijo: “Bueno, si no te pegan será porque hablarás antes de que no te peguen”. Entonces Roberto cogió un fusil y se lo dio, dice: “Tú te vienes con nosotros”, y Pepe no quería. Pepe no se fue a la sierra, se lo llevaron, y Pepe el pobre pues no quería. “¡Yo no, yo no me voy a la sierra!“ Y Roberto dijo: “No, no, tú te vas a venir”, y se lo llevó. Se llevaron a Pepe aquella noche.
A otro día mi madre se bajó para el pueblo porque quería sacar… todos pensábamos lo mismo, que mi padre había que sacarlo del cuartel pronto, que por cierto lo sacó don Miguel García, el cura (que estuvo muchos años en Frigiliana, y luego se lo llevaron a Nerja), y nos conocía a nosotros, sabía cómo era mi padre. Entonces don Miguel fue al cuartel y dijo que lo sacaran y que se lo llevaran a la cárcel y no querían, pero don Miguel luchó y lo sacaron del cuartel, y ya se lo llevaron a la cárcel, porque a mi padre lo torturaron y además lo arrastraron con una cuerda del cuello; le llenaron la boca de paja y lo arrastraron por el patio interior del cuartel. Mi padre estuvo muy malo, y don Miguel (Dios se lo pague) lo sacó del cuartel y lo metieron en la cárcel; él luchó y dijo que si mi padre había hecho un daño que para eso había jueces, que lo juzgaran, y se lo llevaron a la cárcel. Y por eso no mataron a mi padre, porque ya la gente empezaron a decir que mi padre se había ahorcado, y era lo que ellos pensaban; si no es por don Miguel a mi padre lo hubieran matado.
Pues como digo, mi madre se vino para el pueblo y mi otra familia… bueno, allí nos quedamos en la Venta Panaderos, nos quedamos mi hermana Dolores, mi hermano Antonio (que era chico), mi hermano Paco y yo, los cuatro nos quedamos allí en la venta, y entonces aquella noche… a otro día se presentaron allí quince civiles, pero llegaron de noche (llegaron antes de que fuera de día), entonces la gente de la sierra no se enteraron de que estaban allí, no los vieron de llegar ni se enteraron que estaban allí. Y aunque nosotros teníamos una señal puesta para cuando ellos llegaban, cuando estaban allí los civiles quitábamos la señal, para que ellos supieran, para que no se fueran a juntar nunca los dos bandos allí dentro. Ellos llegaron y vieron que habíamos quitado la señal, pero ellos creyeron que como ya estábamos solas pues que es que la habíamos quitado ya porque no venían. Total, que con quince civiles dentro pues empezaron a pegar en la ventana. Yo he sido siempre una persona muy nerviosa, éramos distintas (mi hermana Dolores no habla, muy callada y nada más que llorar) y yo no, ni puedo llorar ni me callaba, y entonces empezó por cierto uno que se llamaba Oliva (que se casó con una amiga mía), empezó a poner la sahariana, porque ya allí ya no quedaba casi nada en la venta, porque ya habían empezado a bajar las cosas al cortijo y allí quedaba poca cosa, y entonces con la sahariana empezó a tapar una ventana, y yo le pregunté: “Oliva, qué está usted haciendo?” Dice: “Estoy tapando (porque tenía muchas rendijillas la ventana), estoy tapando esto, porque vayan a venir la gente de la sierra y nos disparen desde fuera”. Bueno, con eso ya me puso de más mal humor, porque con lo que yo sabía que habían hecho con mi padre y con lo que hacían con la gente, y ellos estaban ganando el sueldo doble (por la peligrosidad), y ellos lo que hacían era esconderse como ratas. Bueno, pues al momento empezaron la gente de la sierra a pegar por la ventana de la cocina; mi hermana y yo nos miramos y nos quedamos muy calladas, pero es que al momento se vinieron… ah, y los civiles habían cerrado la puerta y habían puesto un rollizo desde el escalón de las cuadras, que estaba justo enfrente de la puerta de entrada. Desde el escalón de las cuadras a la puerta habían puesto un rollizo contra la puerta, una puerta fuerte de madera antigua, habían atrancado la puerta, claro (allí nunca estaba la puerta echada) y claro, la gente de la sierra vieron que estaba la puerta echada, pero creyeron (que después nos lo dijeron) creyeron que es que estábamos asustadas y nos habíamos encerrado. Y entonces, después de pegar a la ventana, como ellos veían que había claridad y que no contestábamos, se vinieron para la puerta y empezaron a pegar. Había, como le digo, quince civiles dentro; entonces yo le dije al cabo (que era un cabo que le decían el Cabo Calé, porque allí en el pueblo cuando llega alguien siempre lo bautizan, siempre le ponen los nombres), este cabo no era malo, nunca se destacó por hacer ninguna fechoría mala, y allí estaba el hombre a cargo, porque quince civiles había y el cabo era él. Entonces yo me dirigí al cabo y le digo: “Mire usted, ahí está la gente de la sierra pegando en la puerta, ¡ya podéis salir y cogerlos!”. El hombre no me contestó; yo creo que tenía más miedo que ratas (yo creo no; que lo tenía), porque la puerta bien que la atrancaron. Entonces yo me explayé y le dije todo lo que me dio la gana. Les dije que eran unos cobardes, que allí estaban cobrando para eso, y que no tenían por qué matar a los campesinos, que no tenían culpa de que llegaran a su casa. Que salieran y los cogieran, que allí estaban. Les decía: “¡Salid, que están ahí, cogedlos!” Pero claro, no fueron capaces de abrir la puerta.
Pues después nos enteramos que habían venido a traernos pan y café y azúcar, por si no teníamos, como ya vieron que ya no pasaba por allí nadie y que las cosas se las llevaron para abajo, pues vinieron. Luego nos dijeron que habían venido, porque yo les pregunté por qué habían venido y si vieron la puerta cerrada, por qué habían tocado, y ya nos dijeron, dicen: “Porque nos creíamos que estabais asustados, y os traíamos pan y café y azúcar”. Bueno, pero lo más interesante fue que allí había un bancal de papas sembrado, que ya estaban para cogerlas, el más grande que había allí, el bancal (bueno, estaba todo, ese y los poyetillos, que les decimos allí, los bancalillos que están hechos con un balate les decimos los poyetillos), pues estaba todo sembrado de papas. Pero el bancal grande, que estaba en la puerta, en la misma puerta de la venta, por la mañana cuando nos levantamos pues resulta que se habían llevado todas las papas: habían estado toda la noche arrancando papas, y se las llevaron a sus posiciones. Entonces, cuando yo vi aquello pues me dio una risa nerviosa y digo: “Mira ya, ¿no os da vergüenza? ¡Quince civiles, y han estado la gente de la sierra toda la noche arrancando papas, aquí en la misma nariz!” Vamos, miedo que traían, yo les dije de todo; les dije criminales y les dije de todo, porque yo perdí el miedo. Yo cuando vi la ruina que teníamos encima, mi padre en la cárcel, a mí no me importaba nada. Pero ellos sabían que la gente de la sierra nos quería, y no se atrevieron a hacernos nada, con las cosas que les dijimos, que eran unos criminales, que no servían nada más que para coger a una persona que estaba en su casa tan tranquilo o haciendo su labor y, y, y perderlo, matarlo por ahí. Total, les dije un montón de cosas y ellos pues no me respondieron ninguno, pero era de miedo que tenían. Porque luego después, a la hora del almuerzo, ellos siguieron allí sin atreverse a lucirse mucho fuera, en la venta, y cuando llegó la hora del almuerzo pues no había nada que comer, porque no teníamos nada más que un par de gallinas y no teníamos ni huevos, ni pan ni nada. Y entonces, como ellos nunca llevaban de comer, pues me dice uno de ellos, Oliva, me dice: “Rita, ¿por qué no vais tú y tus hermanas y arrancáis un poyetillo de papas y lo freímos?” Y yo le dije que fuera él, digo: “¡Vaya usted!” Pero claro, los poyetillos que quedaban estaban justo en el lado donde estaba la gente de la sierra, en la misma cañada, en aquel lado de allá, que es yendo para la venta, antes de llegar, pasando el barranquillo; allí había dos o tres poyetillos que estaban sembrados de papas. “Anda, ve tú y tus hermanas, y las freímos”. Había allí quince civiles desmayados; van al medio de una sierra, quince kilómetros que había de camino, sin pan y sin nada, con la misma poca vergüenza de siempre.
Total, que allí teníamos hambre todos, porque no había nada que comer, y yo le dije que no, que no iba, que fuera él. Claro, iba el tiempo pasando y la verdad es que nosotros también teníamos hambre… entonces, ya una de las veces que me lo dijo, digo: “Bueno, mire usted…” Ah, porque dice: “Bueno, yo voy pero tú vienes, y te pones cerca de nosotros”. Y tuve que ceder, porque también estábamos los demás con hambre, como le digo. De modo que ellos arrancaron las papas y yo estaba, como el bancal era muy chiquitillo (aquello tenía unos cuantos metros nada más), pues arrancamos uno, y ellos allí, y yo tenía que estar allí pegada para que no disparara la gente de la sierra. Nos las trajimos, lo freímos y ya comimos todos. Y luego ya por la tarde pues nos vinimos; después del almuerzo nos vinimos para el pueblo, que me dijeron que tenían que traerse a alguien. Entonces me trajeron a mí y a mi hermano. Yo tenía 17 años y mi hermano tenía 11, nos trajeron. Por el camino, pues el camino de arriería no es muy ancho, y entonces pues uno de ellos pues iba todo el tiempo pegado a mí, pegado a mí, y entonces yo le dije: “Retírese usted, que hace mucho calor” Y él me dijo: “Es que aquí voy seguro”. Y entonces miré para arriba, y estaba la gente de la sierra en los picos, diciéndonos adiós con las manos, diciéndonos adiós.
Y así llegamos al pueblo que, cuando íbamos a llegar, yo les dije que yo no entraba al pueblo con los civiles, y ellos cedieron y me (porque ese cabo no era como el Cabo Largo, y además que le temía a la gente de la sierra) y ya me quedé yo en el Santo Cristo, y luego al rato pues ya nos fuimos, fuimos al cuartel mi hermano y yo, que íbamos solos los dos, y nada, ni siquiera nos recibió el Cabo Largo; y nos dijo a la mijilla de estar allí, ya nos dijo: “Ya os podéis marchar”, y ni nos preguntó nada, ni nos dijo nada ni nada.
En mi casa algunas veces hacían carbón, y ellos pues (yo no sé cuál fue el que lo dijo), pero vamos, que el carbón lo repartían; le pedían a mi padre que les mandara carbón, pero no se lo pagaban. Llegaba mi hermano con una carga de carbón al cuartel, entraba y la descargaba, y él le decía: “Yo ahora en la puerta saco la cartera, y hago como que te estoy pagando”, y así lo hacían, para que la gente no viera que… o para justificar que llegaba carbón, pero que no lo pagaban. El carbón se lo gastaban entre todos, pero no lo pagaban. Y eso eran las cosas de ellos. Al poco de echarnos de la venta, el Cabo Largo mandó a quemar mi casa. Le pegaron fuego a la venta, y mandó cortar los olivos de la Venta Camila, que en la Venta Camila había un montón de olivos. Después de venirnos de la venta yo fui a pasar unos días a casa de unos amigos, al cortijo de unos amigos; entonces llegó el hermano y nos dijo que si queríamos ver a la gente de la sierra. A mí me dio mucha alegría porque allí estaba Pepe, el muchacho que estaba en mi casa, y además porque yo apreciaba a mucha gente allí. Y fuimos a un cortijo por donde iban a pasar ellos, y estuvimos ya hablando un rato con ellos. El muchacho este, Pepe, se había quedado muy delgado, y ya nos sentamos allí debajo de un algarrobo, creo que era, y estuvimos charlando; por cierto con Juanito, Juanito el Centurión, que era el que iba al mando de aquello, que eran… me parece que eran tres grupos lo que iban; eran muchos, e iba Juanito, como le digo, al mando. Sé que tenía treinta años porque él lo dijo esa noche (yo no sabía la edad que tenía), porque me dijo que ya tenía ganas de que terminara aquello, que ya tenía treinta años, y que ya tenía ganas de estar tranquilo, en su casa, y formar una familia.
Ya no volví a verlo más, a ninguno, pero Juanito murió a los tres días. En Cómpeta, que yo estaba con unos amigos como he dicho antes, pero nos íbamos de noche a Cómpeta porque no se podía dormir (si nos quedábamos una noche en el campo era a escondidas: no querían que se quedara la gente en el campo), y en Cómpeta dijeron que habían matado a uno de la sierra. Entonces fui al cementerio con mi amiga, fuimos, y era Juanito, que estaba en la losa; habían matado a Juanito, que tres días antes el pobre, con la ilusión que tenía que terminara todo eso y ya… y este Juanito era un muchacho extraordinario, que la gente… bueno, que la gente no, que en la “Ventana de la Historia”, pues por lo visto (porque yo no lo vi entero, los dos capítulos que echaron yo vi uno y pico) pero me dijeron que habían puesto a Juanito que si tenía una cuerda para matar no sé qué a la gente, no sé cómo, que… y eso no era verdad, Juanito era extraordinario, una persona educada y buenísimo. Claro que mataba; la gente de la sierra mataban, sí, pero eso de que Juanito llevaba una cuerda y que tenía mucho arte para matar a la gente con la cuerda y eso, eso no, eso son tonterías, eso no es verdad. Y dijeron muchas cosas que no son verdad en la “Ventana de la Historia”, porque ahí verdades salieron muy pocas, poquísimas. El general este, cuando estuvo diciendo que en la Venta Panaderos había perdido siete guardias, eso no es verdad; allí no perdió ni uno, allí hirieron uno por casualidad, porque ese uno fue tonto, porque iba para Torrox con vacaciones él solo, con los arrieros, y bajaron la gente de la sierra a comprar comida a los arrieros y él sacó la pistola y les disparó a la gente de la sierra. Y claro, la gente de la sierra le dispararon a él en la pierna, no quisieron matarlo, lo que mataron fue al caballo, que el caballo no era de él, era de un arriero, y después la gente de la sierra le dieron dineros al arriero para que se comprara otra bestia, que tampoco lo extraviaron porque se lo pagaron. Pero vamos, que me refiero que allí en la Venta Panaderos no perdió esos siete guardias que dice el general, eso no es verdad; lo único que perdieron fue en Cerro Verde, que eso está cerca de La Acebuchal. Ahí sí murieron, me parece a mí que fueron dos guardias civiles, que por cierto murió uno de los Frailes, que eran tres hermanos y murió el de en medio, que se llamaba Nico, murió ahí, en Cerro Verde. Murió este de la sierra, y murieron (me parece a mí) que fueron dos guardias civiles. Cuando Juanito estaba en el cementerio, en la losa, le encontraron en la cartera una fotografía pequeñita de una muchacha de una venta que le decían la Venta del Pradillo. Entonces la llamaron a la muchacha, fueron en busca de ella, la encerraron en el cementerio en el depósito con el muerto, y allí la dejaron, y se oían los gritos de la muchacha desde todo Cómpeta, de los gritos que pegaba de miedo. Allí la dejaron toda la noche encerrada.
Mataron a tres en el Cortijo de los Almendros; estos los mataron porque enfrente del Cortijo de los Almendros, por la espalda, hay un cortijo que le llaman el Cortijo de los Caños, y allí el dueño o el que fuera, uno, iba y les ponía comida en el horno. Como los hornos estaban fuera del cortijo, ponían comida en el horno, y luego de noche venía la gente de la sierra, porque ya habían cerrado los caminos, los habían cerrado, y entonces a ellos los fastidiaron mucho porque antes ellos compraban en los caminos todo lo que necesitaban, pero al cerrar el camino, pues ya les costaba más trabajo adquirir el suministro, y entonces en ese cortijo que le llaman el Cortijo de los Caños, pues les metían la comida en el horno y de noche, como eso está al pie de la sierra, pues venían a recogerla. Entonces los que estaban en el Cortijo de los Almendros (que ya habían matado a don Ángel hacía tiempo) pues fueron al cuartel y dieron parte; entonces los civiles se apostaron, que es como ellos funcionaban, haciendo así, ¿cómo se llama…? Emboscada. Pues los civiles se emboscaron por allí, y mataron a dos o tres de la sierra. Pero claro, lo que he dicho antes, enseguida se enteraron quién había dado parte, entonces vinieron y mataron a los tres. Vinieron la gente de la sierra y mataron a los tres del Cortijo Los Almendros, que eran el casero… tres que había allí; los mataron. Pero que lo que he dicho antes, que por qué en cuanto daban un parte de momento sabía la gente de la sierra quién había sido.
En otra ocasión, uno que se quería ir a la sierra, y la gente de la sierra no se fiaba de ellos (de ellos no: de él), y entonces este, para justificarse, pues cogió un día que estaba un moro bañándose en la acequia y le dio un hachazo en la cabeza. El moro estuvo muy malo, pero vamos, no se murió pero estuvo muy grave; entonces cogió el Cabo Largo y detuvo a tres: a dos muchachos recién casados y a un muchacho con 17 años. Bueno, le dijo el cabo a la familia que si no aparecía en 24 horas el Moreno (que le decían el Moreno al del hachazo, el que le dio el hachazo le decían el Moreno)… que si no aparecía en 24 horas, que mataban a los tres. ¡Imagínese los familiares! El muchacho con 17 años, lo había criado su madre, como ella decía, blanqueando techos; el padre, pues se fue a la sierra, primero estuvo en la cárcel y luego después, al poco tiempo de salir, se fue a la sierra, y esta mujer, la pobretica, pues como decía, blanqueando techos crió a su hijo…”
Fin de la primera parte.
Fotografías, archivo de la familia Rodríguez Herrero y Mariló V. Oyonarte.