Testimonio de vida, capitulo 2: El fin de los maquis, por Ramón Arias Fernández

Dos días fueron suficientes para que todos los cerros de alrededor se llenaran de civiles. Incluso el cortijo mismo estaba lleno. Las mujeres se prepararon a la hora prevista para llevar lo prometido a Fajardo y su compañero. 

 Pero esta vez, las mujeres eran dos guardias civiles vestidos con la ropa de ellas: pañuelos a la cabeza, alpargatas, y el mismo cesto, pero con bombas, pistolas y armas para su defensa, en lugar de dinero. Se despidieron de todos porque eran conscientes del peligro que corrían en aquella misión, y partieron en dirección a Cabañeros. Al llegar, no vieron a nadie. Se volvieron para Córzola y en el lugar conocido como la Haza de las Golondrinas escucharon que alguien los llamaba. Al volver la cara, a poca distancia les estaban encañonando dos escopetas. Se tiraron como pudieron al suelo y arrojaron una bomba, pues era la contraseña que habían acordado con sus compañeros. En ese momento aparecieron guardias civiles por todas partes. Los que había en el cortijo salieron como locos disparando en todas direcciones, pero sin saber a qué. De la parte de Los Morros también salieron civiles. De debajo de las matas, también salieron civiles, como conejos, disparando como locos. Pero ninguno sabía adónde disparaba. Todo fue un caos. El caso es que, cuando vieron el fracaso, los jefes ordenaron el alto el fuego y, con las caras muy largas, se replegaron cada uno a su sitio reconociendo el fracaso. Las mujeres y los niños contemplamos el espectáculo cobijados en el cortijo. Concha La Quirosa, que era la madre de María, y una mujer bien entrada en años y con mucho camino recorrido, advirtió que, por la cara que traían los civiles, los dos serranos se habían escapado. En medio de aquella jauría de guardias dando gritos y disparando sin saber a dónde, un guardia gritó: 
— ¡Uno muerto! Todo fue fruto de la confusión, porque resultó ser el tronco de un pino que estaba tirado en el suelo. Mientras tanto, ¡Fajardo y su compañero estaban con Corrientes en las Azuelas!, fumando un cigarro y porfiando: — ¡Estos traidores tienen los días contados! Una vez en el cortijo, el capitán y los demás jefes de la Guardia Civil acordaron retirarse porque todo había terminado. Pero Concha dijo que no se podían ir y dejar allí a tres familias a merced de la gente de la sierra. — ¡Deben esperarse a que nosotros preparemos nuestras cosas para ¡mos también! El capitán dijo que ni pensarlo, pero que se quedarían tres guardias, y al día siguiente mandarían más para que se quedaran el tiempo que hiciera falta, Aquel episodio nos ocasionó bastantes perjuicios y trastornos. De momento, mi padre no podía salir al campo, y tuvimos que meter un pastor para las cabras porque, aunque mi hermano estaba muy acostumbrado, él sólo no podía llevar tanto ganado. Así estuvimos hasta mediado agosto, cuando terminaba la temporada de ordeño y el contrato de mi padre con la familia Quirosa. Llegada esa fecha, nos fuimos para Jayena.

Como mi padre había juntado una buena punta de cabras, mi hermano se las llevó para el Ruedo de los Hornos, donde estaban mi tío Antonio y mi primo Antonio. Ellos también tenían algunas cabras, y así no estaría sólo en la sierra. Una vez en Jayena, mi padre no tenía trabajo, ni podía salir al campo. Por aquel entonces estaban haciendo las casas para los maestros, y el capitán de la Guardia Civil habló con Juan de Dios, que era el maestro de obras, para que mi padre pudiera trabajar, al menos hasta que cambiara la situación. El tiempo pasaba tranquilo y todo era normal, Un día, allá por el mes de octubre, llamaron a mi padre al cuartel. Fue para darle una buena noticia, pues habían cogido a los últimos de la sierra que, en lugar de dos, como se creía, resultaron ser cuatro. Los cogieron a todos. Aquello fue un cambio total en la vida de mi padre porque recuperó la libertad para ir donde quisiera, Cuando terminó la obra, ya cerca de la Pascua, mi hermano se vino con las cabras al Cortijo del Pincho, mi padre estuvo escardando todo el invierno en El Cocherón, y en cualquier otro menester que encartó. Como yo era aún muy pequeño, mi madre me apuntó a la escuela, aunque yo ya sabía leer y escribir un poco gracias a los guardias civiles que me enseñaron en el Cortijo de Córzola, que me daban clase cada vez que podían. Lo de apuntarme a la escuela me vino muy bien porque siempre me ha gustado aprender, y por eso faltaba muy pocas veces. Sin muchas novedades, pasaron la primavera y el verano y, por el mes de septiembre, mi padre se fue con las cabras de Fermín Moles, aunque no le hacía mucha gracia. Más tarde, en febrero, lo llamaron Los Linos para que se fuera con las cabras a Los Prados, Se entendieron en el trato, y para Los Prados que nos fuimos todos. Allí no estábamos mal, pues trabajaban mi padre y mi hermano José. Pasado algún tiempo, yo también empecé a hacer algo. Nuestras cabras estaban juntas con el rebaño de Los Linos y, por eso, la leche que daba todo el rebaño un día de la campaña era para nosotros, además de la de otro día, según el trato que mi padre había hecho con Los Linos. También teníamos los chotos de nuestras cabras, más una chota que daban a mi padre y otra a mi hermano. Aunque se sufría mucho, por lo menos estábamos todos recogidos. Pasado algún tiempo, también yo empecé a trabajar guardando los muletos. Ganaba muy poco, pero al menos algo ayudaba.