No recuerdo la primera vez que fui al cementerio, pero sí su estado de abandono. Salvo los mausoleos situados en el centro del camposanto, el resto era un auténtico hierbazal de entre el que sobresalían, de vez en cuando, alguna que otra mísera cruz. (Imagen: Vista del cementerio de Alhama donde se localiza las sepulturas más antiguas)
Seguramente fue acompañando a mi tía Josefa, a la que año tras año ayudaba en la limpieza de la tumba de su hija Candelaria, fallecida –ahora se llamaría por un error médico- a la temprana edad de 4 añitos. En mi mente infantil era imposible imaginar que la Parca pudiera visitar a alguien que estaba comenzando a vivir. Mientras ella limpiaba con parsimonia cada centímetro cuadrado de la lápida, ante la que colocaba en estas jornadas la fotito con la imagen de su única hija, yo daba una mano de pintura al resto de la tumba. Durante años este fue el ritual repetido una y otra vez, y, por cuyo acompañamiento y tarea, me ganaba unas pesetillas.
Fue ella quien me contaba cómo esta celebración había ido yendo cada vez a menos. Al principio la mayoría de las alhameñas – esta labor ha recaído de forma tradicional en las mujeres- se desplazaban a pie y en el puente de los Baños, como si de una fiesta se tratara, siempre había algún puesto de castañas asadas. Entonces las visitas solían ser casi de una jornada para lo que había que ir provistos de bocadillos (pan con aceite o pan con chocolate) y agua. Al pasar el tiempo y disponer la mayoría de familias de algún vehículo, la gente fue dejando de ir a pie, procedía a la limpieza en unas escasas horas y regreso al pueblo.
Detalle de una de las lápidas más antiguas (1869)
Tras adecentar la tumba siempre quedaba tiempo para recorrer de un lado para otro el cementerio. La lectura de las lápidas con la repetida coletilla de “tu desconsolada esposa e hijos no te olvidan” o viceversa, me hacía volar la imaginación, sobre todo, si se trataba de un fallecido a una edad joven. A la sazón no había nichos, por lo que todas las sepulturas estaban en la tierra y las más antiguas, adornadas con algún sencillo grupo escultórico, datan del siglo XIX. Tras el terremoto de 1884 la construcción del Barrio de la Joya hizo necesario la construcción de un nuevo cementerio de Alhama, pues el hasta entonces en la zona del Imparcial, quedaba demasiado cerca del casco urbano por lo que se trasladaron algunas de estas sepulturas de mil ochocientos y pico a este nuevo emplazamiento que vulgarmente por su extensión es denominado "las cuatro fanegas".
De esas visitas primeras guardo imborrables otros recuerdos. La profunda impresión que me produjo la contemplación del osario y las huellas de las balas de los fusilados en los muros. El primero estaba –y está- en la esquina inferior derecha. La única diferencia era que por entonces estaba al descubierto. Cada vez que se abría una tumba, allí se trasladaban los restos por lo que podía observarse decenas de calaveras, junto a tibias, costillas y un amasijo de huesos. El otro recuerdo tampoco es más alegre. Saber que aquellas mudas paredes habían vivido episodios tan cruentos como el que unos alhameños mataran a otros simplemente por diferencias ideológicas, me parecían, pese a mi joven edad, de lo más absurdo.
Desgraciadamente por ley de vida el cementerio ha ido incrementando el número de mis deudos por lo que el ritual no sólo se mantiene sino que, además, se ha incrementado. Ya no sólo es la prima Candelaria, son sus padres, los abuelos, mis otros tíos paternos, los tíos maternos, mi padre,… a los que acompañé en el último adiós que siempre terminaba con lágrimas disimuladas y en la mente, en el momento de la despedida, del verso de Bécquer: titulado ¡Dios mío, que solos se quedan los muertos!.
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Por eso, en estos días he vuelto varias veces al cementerio. Ahora no tiene nada que ver con el de aquellos recuerdos de la infancia. Está perfectamente “urbanizado”, tiene calles de cemento y presenta un aspecto cuidado. Los nichos han ido ganando terreno a las tumbas en tierra y el ayuntamiento pone al servicio de los alhameños un autobús para que puedan desplazarse para realizar las tradicionales tareas de limpieza y colocación de flores. También aquí se han modificado las costumbres y la tradicional corona de crisantemos rosas y blancos, -flores de muerto le llamábamos los niños-, han sido sustituidos por centros de bellas y variadas flores. También se ha generalizado la colocación de la típica foto ovalada del finado que permite a los curiosos poner rostro al allí enterrado.
Tétrica costumbre que nos hace caer en la cuenta de que muchas personas con las que compartimos juegos o estudios nos abandonaron (¿o les abandonamos nosotros a ellos?) hace algún tiempo y, sobre todo, en la fugacidad de la vida expresada magistralmente por Jorge Manrique en la “Copla a la muerte de su padre”:
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Y es que también en la muerte hay poesía
AUSENCIAS, es la página que Alhama Comunicación dedica al recuerdo de nuestros seres queridos.