Los romances viejos fueron clasificados por Marcelino Menéndez y Pelayo, que contó ya con los hallazgos juveniles de Ramón Menéndez Pidal, como Romances históricos, Romances del ciclo carolingio, Romances del ciclo bretón, Romances novelescos sueltos y Romanceas líricos.
Dentro de los Romances históricos, incluyó los siguientes subgrupos: el del rey Rodrigo y la pérdida de España, el de Bernardo del Carpio, el del conde Fernán González y sus sucesores, el de Los infantes de Lara, El Cid, Romances históricos varios, El rey don Pedro, Romances fronterizos y Romances históricos de tema castellano.
Encuadrados en los Romances fronterizos, están los relacionados con Alhama que conocemos, el “¡Ay de mi Alhama!” y, al no tener una denominación en concreto, el que venimos identificando con el nombre de “Moro alcaide, moro alcaide”.
Dedicados a cantar episodios de la lucha y guerra con los moros, como es el caso de los de Alhama, los romances fronterizos, los que siempre han venido mereciendo una atención especial, son, como dijo Milá: “Joya incomparable de la poesía castellana. Hijos de una sociedad todavía heroica y ya no bárbara, inspirados por el más vivo espíritu nacional, reflejan al mismo tiempo algo de costumbres, de los trajes y edificios, y aún, si bien en pocos casos, de la poesía del pueblo moro. Por otra parte conservan, a diferencia de los derivados de los antiguos ciclos, una forma igual o aproximada a la que recibieron al nacer.
Alguno de ellos fueron debidos a la impresión inmediata de los hechos o a una tradición poco lejana, y en el campamento de los Reyes Católicos se cantaban sin duda numerosos romances fronterizos, los cuales contribuían a inspirar nuevos actos caballerescos que fueron a su vez, no mucho más tarde, objeto de nuevos cantos”.
Menéndez y Pelayo, al referirse a estos romances fronterizos, no se queda atrás en su elogio y aprecio a los mismos, “…esta nueva generación de cantos épicos brota de forma esporádica, con la dispersión y el desorden propio de la emboscadas y sorpresas, arremetidas y algaradas, rebatos y saqueos de aquella crudísima guerra de frontera se templo y arreció el brío castellano durante los siglos XIV y XV, preparándose para más altas, aunque no más castizas, empresas.
Cada uno de los romances fronterizos es, en medio de su brevedad, un poema integro. Algunos son semiartísticos, y el recuerdo histórico parece menos vivo o ligeramente aliñado. Pero en otros, en los mejores podemos sorprender la elaboración del canto popular tal como brotó del hecho mismo, tal como pudo soñar en boca de los vencedores, si entre ellos surgió algún juglar inspirado.
La parte de ficción puede decirse que es nula en estos romances; pero ¡qué grande, qué varonil es en ellos la poesía de la realidad! Con leves diferencias, que se explican por la transmisión oral, o por diferencias de la memoria, o por el institor de la conservación épica, todo su contenido es histórico: como testimonios históricos los han aprovechado desde antiguo los autores más sesudos; las crónicas y documentos diplomáticos sirven para comprobarlos unas veces, otras para corregirlos, pero nunca en lo sustancial.
La profunda frase de Jacobo Grimm sobre la veracidad de la poesía popular, rara vez puede tener tan exacta aplicación como en este caso. Los romances fronterizos no mienten nunca. Ninguna fábula propiamente tal ha entrado en ellos, de tantas que recargan nuestros anales de reinos y ciudades. Lo que suele hacer en confusión de personas, lugares y tiempos, fácil de desembrollar casi siempre cuando se tiene a mano el hilo conductor de la cronología histórica.
Esta poesía, que hubo de ser común a todas las comarcas de la frontera granadina, tuvo su principal asiento en los reinos de Jaén y Murcia, donde fueron compuestas sin duda alguna la mayor parte de estos romances, cuyo carácter extraordinariamente local salta a la vista. De este modo, y gracias a un estado social análogo, aunque no idéntico, al de la Alta Edad Media, el árbol robusto de la poesía épica que vimos arraigar en el alfoz de Burgos y en la Buera retoñó a deshora en los férreos límites de la Castilla novísima, y se cubrió por última vez de espléndido ramaje”. A continuación, el mismo Menéndez y Pelayo, resalta la vitalidad poética del pueblo que hace posible los romances fronterizos.
Menéndez Pidal destaca, cuando se refiere a los romances de la guerra de Granada, como la propaganda estatal a favor de la contienda con los moros manifestándose muy activamente durante el reinado de los Reyes Católicos, durante los diez años que duro -como la de Troya- la guerra de Granada, “La capilla de estos reyes, lo mismo que la de Enrique IV, componía letra y música sobre episodios de las campañas anuales que se emprendían. Alguno de esos romances se conservan en el Cancionero Musical de Palacio otros llegaron por tradición hasta ser recogidos en el siglo XVI, y alguno que otro dura hasta hoy en la memoria del pueblo”.
Refiriéndose a la iluminación y a la precisión de la imagen de los romances, Dámaso Alonso destaca como resultan aún mayores estas dos cualidades en los romances que forman la clase especial llamada “romancero morisco o fronterizo, en los que se narran los hechos de las guerras del siglo XV, que culminaron en la guerra de Granada. Muchas son las cortesías que cambian moros y cristianos, todo entre aspectos hechos sangrientos. A veces, la descripción se diría mundanamente pictórica… Con frecuencia, en este romancero morisco cobran especial importancia o desarrollo los elementos líricos que nunca en más o menos, faltan en cualquier romance”.
Sin lugar a dudas, la intervención de Manuel Juan García-Calvo Ruiz, como Invitado de Honor de esta XXVII edición será singular e inolvidable.