Juan Manuel Brazam, artista alhameño «Lo que lees a lo largo de tu vida te introduce en el puerto donde envejeces»



 Su casa, que acoge una más que impresionante colección de arte tribal y antiguo, también esconde una biblioteca plena de colores.
 

En la foto de cabecera: Juan Manuel Brazam, en la sala de lectura de su casa, donde se encuentra parte de su biblioteca y su fonoteca, y sobre estas líneas el artista lee un libro en su dormitorio

 No ha nacido quien domestique a Juan Manuel Brazam. Este alhameño de mirada profunda y mente abisal, criado a golpe de recuerdo y vivencia y con el ‘plus ultra’ escrito en la frente, no puede evitar que la libertad –ese concepto tan malinterpretado y pisoteado por algunos–, engendrada entre sus guedejas de ‘enfant terrible’, se le escape desde la primera sílaba de nuestra conversación. Un ‘ten con ten’ que en los guarismos de la grabadora se va más allá de una hora, empieza con olor a trementina y termina con sabor a tónica fresca, con hielo y mucho limón.
 
 A Brazam, protagonista de tantos catálogos, no hay quien pueda catalogarle. Él mismo lo dice: «No pertenezco a ningún grupo cultural, ni intelectual; a ninguna academia; ni a los blancos, ni a los azules, ni a los rojos, ni a los amarillos». No es una pose ni una declaración vacía de contenido y llena de intención. Brazam te cuenta las cosas mirándote a los ojos, y su cara no es una más de las máscaras que llenan su casa, ubicada en una población del extrarradio. Una morada con nombre propio y vistas a Sierra Nevada, donde los libros ocupan varios espacios: el estudio, el dormitorio, el salón de lectura... Un salón muy distinto de aquel que tenía un director local de Correos en Alhama, que escondía tras la enciclopedia un volumen de Losada que había llegado de Argentina, y cuya portada rezaba ‘Romancero Gitano’.

«Me gustan los haiku por su sencillez. Sus 17 sílabas bastan para decir lo que se piensa»
 
 Y como una oración recitaban los hermanos Brazam, Juan Manuel y Felipe, aquellos versos de Lorca o aquellos otros de José María Gabriel y Galán: «He dormido esta noche en el monte con el niño que cuida mis vacas». Todo bajo la severa mirada del padre, Inocente García Carrillo, autor de ‘Alhama vista por un extranjero’, exégesis de los párrafos que a la ciudad de los tajos dedicara en su día el viajero romántico Teófilo Gautier. Su padre, decíamos, vigilaba la dicción de los niños como Cerbero la entrada del Hades, en una escena «que parecía sacada de una película de Ingmar Bergman», recuerda el pintor.
 
 Aquella Alhama «cacique y dictatorial», donde su padre fue llevado a dar un paseo en un camión, del que, afortunadamente, volvió, fue el escenario de las primeras letras y bocetos de Juan Manuel, descubiertos por su padre cuando dibujaba en las escaleras de su casa. Por cierto, que Inocente le puso tal nombre en homenaje al eximio y noble escritor de ‘El conde Lucanor’, por lo que estaba predestinado a tener una relación con los libros tan fructífera como la que mantiene con el pincel.


La biblioteca del estudio, centrada en el arte
 
De pieles y barcas
 En este punto, hablamos del origen de su apellido artístico, y el pintor cuenta que fue una cuestión de diferenciarse de un colega reverenciado por ciertos visones y astracanes madrileños en los 60, soldado de la División Azul, que firmaba como él al principio, Juan Manuel. El añadido Brazam procede de Bazán de Maldonado, apellido de su familia materna, y fue la barca con la que una vez más buscó su singladura, aleján- dose del orden imperante.
 
 Con 15 años leyó ‘El manantial’ de Ayn Rand, una novela cuyo protago- nista es capaz de arriesgarlo todo con el fin de preservar esa misma liber- tad que para él constituye el más sa- grado de los bienes. Conoció a Luis Rosales, «un gran poeta al que las lu- chas e instrumentaciones ideológi- cas de hoy están machacando», y se enamoró de Machado. «En mi vida hay tres luminarias andaluzas: el pin- tor Diego Velázquez, el poeta Anto- nio Machado y mi madre», asevera. De su progenitora, recuerda que «quedó viuda cuando yo tenía 13 años, y tuvo que sacar adelante a cuatro hi- jos, haciendo un gran sacrificio. Me dio a luz y sus consejos y palabras han iluminado mi vida».
 
 Se apasionó por las biografías de joven, ya que en ellas encontró ejem- plos a seguir y otros de los que huir, en esa permanente conformación de su ser que –según nuestra percep- ción– continúa siendo un cuadro por terminar, al que solo la parca dará su última pincelada. «Mis lecturas han sido tan abiertas como la colección que usted ve», nos dice. «Me intere- sa lo mágico, lo que te lleva a reco- rrer y vivir otros mundos, como las obras de Jiddu Krishnamurti, cuya filosofía y espiritualidad me han guia- do todo este tiempo». Es muy aficio- nado también a las obras de Somerset Maugham, Dostoievski, Unamu- no, Hesse, Eminescu y E. M. Cioran, entre otros autores. Convenimos en que los libros tienen un componente tridimensional, cual es la enseñanza que se extrae de la letra, y son catalizadores vitales que conforman la experiencia existencial, una síntesis de lo vivido y lo soñado.


Su colección de objetos tribales está en proceso de donación a la capital
 
Poesía y color
 «La poesía me ayuda a encontrar el color en mis cuadros, y a veces, quisiera que solo el blanco cubriera el lienzo. Rembrandt decía que hay 100 clases de blanco; es el color de todos los colores. Es como los haiku; sus 17 sílabas bastan para decir lo que se piensa». Ciertamente, no es necesario mucho más. «En mi búsqueda plástica intento pintar el silencio, el vacío que nos invade. Cada uno debe hacer lo que crea para salir de él», comenta. Y volviendo a usar esa metáfora marinera de la que tanto gusta, afirma: «Lo que has leído te introduce en el puerto donde envejeces, y envejeces mejor según lo que hayas leído, porque los libros son las voces de un coro que llenan de belleza y armonía la vida».
 
 Y ello es así porque la vida, ante todo, debe tener un cielo y un norte, sin pretender asaltar el uno, porque se pierde el otro. Como anécdota, el pintor cuenta que se disculpó una vez ante el filósofo y escritor José Luis Aranguren por no leer más, debido a que la pintura ocupaba casi todo su tiempo. «Estás en lo que importa, que es tu pintura», le respondió el sabio. «La compasión alivia un poco la sensación de no visualizar el límite de mis carencias», añade Brazam.
 
 Amante del Quattrocento, el artista ha ido abriendo, como Piero della Francesca, su perspectiva vital –su viaje al infinito– entre las páginas de sus libros. También en las notas de su música (tiene una impresionante fonoteca de vinilos que harían las delicias de cualquier centro público o privado), y en su colección artística, cuya donación a la ciudad de Granada sólo atranques burocráticos han impedido. La pelota está en el tejado de los que hoy mandan. Esperemos que ruede pronto hacia abajo.
 
 Sin perder de vista a los clásicos, ha tratado de ser un pintor de su tiempo; ajeno a las modas, construyendo su expresividad, como él mismo expresa, eslabón tras eslabón. Esa cadena a la que aún, afortunadamente, quedan muchos años para ser atada a la barca de Caronte, y que es la que le une, como a cualquiera de nosotros, a este mundo imperfecto.
 
Extraído de IDEAL Culturas (4.9.2016) de José Antonio Muñoz.
Reportaje gráfico: Alfredo Aguilar.