Si cualquiera de nuestros niños o jóvenes de hoy en día nos oyese hablar del “concejil”, lo más probable es que anduviese un poco despistado intentando averiguar de quién hablábamos.
Mucho más familiar le será la palabra concejal, que con una sola vocal de diferencia tiene un significado tan distinto, y que entre los niños de mi generación tal vez no hubiese superado un grado elemental de familiaridad.
Recordarán muchos de ustedes, aquellos que ya frecuentan el Hogar del Pensionista (o Centro de Día, o ¿cómo se llama ahora?) a aquellos concejiles que, calle por calle, iban recogiendo las cabras de cada vecino y, reunida la piara, allá se dirigían al campo, no sin antes pasar por el río para que los animales bebiesen.
Tres concejiles, uno tras otro, conocí yo en Santa Cruz, a los que prácticamente todas las familias encomendaban el cuidado de aquella cabra (a veces eran dos) que les aseguraba un poco de leche para el café y, sobre todo, que a los pequeños no les faltase un vaso para la merienda.
La forma de avisar al vecindario de que era la hora de echar la cabra era el toque de cuerna. Como un pregonero municipal, el cabrero paraba en cada esquina, hacía sonar su instrumento y esperaba a que de cada casa saliesen los animales que iban uniéndose a la piara.
Recuerdo yo con cariño a estas tres buenas personas, que los tres lo fueron; pero, sobre todo, al primero de ellos, Manuel, al que todos llamaban “Cascanuez”. Era mi vecino y a mí me tenía mucho cariño. Profesional celoso de su trabajo hasta el extremo; tan es así, que un domingo se presentó el buen hombre en la iglesia cuando el sacerdote oficiaba la misa y, boina en mano y tras el preceptivo “buenos días nos dé Dios”, preguntó si estaba allí la mujer de Paco Díaz, que “con la misa o la puñeta se le iba a quedar la cabra en la casa”.
También para el ganado porcino teníamos concejil en el pueblo. Es decir, que había un porquero que cada día iba por la calle recogiendo los marranos que los vecinos querían encomendarle y los devolvía al atardecer, tras haberlos tenido todo el día pastando en el campo.
No era, sin embargo, tan uniforme la piara de marranos a lo largo del año, porque no siempre las familias tenían marrano en casa; y porque en los meses anteriores a la matanza no se echaban estos al campo, con el fin de cebarlo mejor. Sea por estas o por otras razones, el caso es que parecía este un oficio de menos prestigio y de categoría laboral inferior.
Pero, vayamos al quid de la cuestión, al porqué de este relato, que tiene su origen en la costumbre de cabreros y porqueros de, llegado el verano, dejar el ganado encerrado durante las calurosas horas del día y llevarlo al campo a media tarde para aprovechar las horas de temperaturas menos bochornosas.
Y así, a las cinco de la tarde, como clarín taurino, sonaba la cuerna de Manuel (la de Santana o la de Tito Nieves, posteriormente), reclamando la salida de las cabras. Si tenías la suerte de poder estar echando una siesta a esas horas, ahí podías dar por finalizado tu descanso.
El mismo horario, o muy aproximado, tenía el porquero. Pero no la misma manera de reclamar su ganado. Y es que este hombre no tenía cuerna. Y, para avisar a los vecinos (más bien, a las vecinas, que eran las que solían estar en casa a esas horas), iba llamando de puerta en puerta. Y llamaba a cada una por su nombre; es lo normal, en el pueblo todos nos conocemos.
Pues resulta que aquel año, mis vecinos Pepe y María habían comprado dos marranillos, en mayo, para poder preparar una matanza en condiciones para su numerosa familia. Pero la mala suerte truncó en parte sus planes, pues uno de ellos, el macho, amaneció muerto una mañana. La hembra sí, creció sana y pronto se incorporó a la piara del concejil de turno (también llamado Manuel).
A pesar del sofocante calor de las cámaras de mi casa del Carril, dormía yo a pierna suelta, el día que me lo podía permitir, cansado del agotador trabajo de las entonces duras faenas veraniegas. Y, antes de que la famosa cuerna hubiese lanzado sus primeros sones, ya sonaban los golpes del porquero en la puerta de mi vecina; y su voz, ronca por sus largos años de fumador, reclamaba: “¡Mariaaaa… la guarra!