Llegaron en un viejo carromato tirado por un caballo percherón que, por su aspecto, parecía estar poco acostumbrado a los piensos de cebada y a los asiduos cuidados.
Conducía un hombre de edad indescifrable, muy moreno (tal vez gitano), que, al llegar al pueblo, habló con alguien que se hallaba sentado al final de la muralla, en la cuestecilla de la plaza. Acudimos los chiquillos, que por allí jugábamos a las bolas, a examinar aquel carruaje que acababa de llegar, pudiendo observar cómo, arreatada a su trasera, caminaba una cabra; y que dentro de él, aunque no a la vista, había varias personas, algunas de ellas, niños. Empezaba a oscurecer y yo tenía que volver a casa. Pero aún tuve el tiempo suficiente para observar cómo los recién llegados bajaban por la cuesta del Mirasol y se instalaban en la alameda, junto al río.
Fue al día siguiente cuando un hombre, un niño y una cabra recorrieron las calles del pueblo anunciando el gran espectáculo que esta misma noche tendría lugar en esta localidad. Tocaba el hombre una vieja trompeta, algo abollada y muy falta de “sidol” y acompañaba el chiquillo con un tambor que marcaba, muy acompasadamente, el ritmo de un pasodoble. Nada más iniciarse la melodía, la cabra, que exhibía sus ubres apuradas hasta el extremo y que parecía tener solamente huesos y pellejo, empezaba a encaramarse en un castillete de madera preparado para la ocasión, hasta trepar a lo más alto, donde tenía que colocar sus cuatro patas en un minúsculo círculo.
A pesar del escaso dinero que se manejaba, o quizá por esta razón, eran frecuentes (tal vez demasiado) las visitas de estas compañías circenses a nuestros pueblos. Se limitaban algunos de estos artistas a la mera exhibición de las habilidades de la cabra, animando el ambiente con la música de su orquesta que no solía contar con más de dos instrumentos. La voluntad de los esporádicos espectadores era el único pago a sus artísticas habilidades. Montaban otros, mucho mejor equipados, su sencilla carpa en la plaza, en las eras, o en algún callejón del pueblo. Cobraban la entrada y solían repetir la función al día siguiente. Cuando los ya escasos asistentes a la segunda representación veían que, a pesar de las promesas de la noche anterior, la función no ofrecía novedades, la ambulante compañía tenía que reemprender su camino al día siguiente.
No sé si por mi mentalidad infantil poco crítica o porque en realidad la calidad artística de alguno de estos grupos fuese considerable, el hecho es que yo recuerdo especialmente a una compañía de circo y otra de teatro que dejaron en mí un grato recuerdo infantil. El circo tenía su escenario y su propio graderío. Y, por casualidad, pude asistir a su espectáculo (siempre el mismo, eso sí) tres veces en muy poco tiempo. Fue la primera en la feria de Santa Cruz; la feria es la feria y algún capricho, que no sea muy caro, se puede uno dar. A los pocos días, mis padres y yo fuimos a visitar a la familia de Agrón, donde aquel circo se había instalado con motivo de la “Función” de este pueblo; y, no sé si mis padres, pero yo sí que asistí una vez más. No había pasado mucho tiempo de esto cuando mi madre y yo viajamos a la localidad de Chauchina, a casa de mi prima Almudena, a la que mi madre tanto quería. Su marido, no sabiendo cómo agasajarnos, nos invitó aquella noche a su hija y a mí a ver el circo. Y, por tercera vez, pude disfrutar del equilibrio de Mario sobre su alambre, de los payasos y de la afinada voz de una joven folclórica que cantaba “El cordón de mi corpiño”.
También aquellas obras de teatro, las primeras que yo recuerdo haber visto, dejaron en mí su indeleble huella, bastante más profunda, por cierto, que la del circo. Mi inocencia infantil, el paso del tiempo que magnifica el pasado… no sé, pero en mis pinitos como actor muchas veces he recordado a aquella compañía (¿”Compañía del Valle”, quizás?) que montaron su escenario en el espacio entonces vacío entre el bar Ferubi y la casa de Demetrio, al pie del esbelto ciprés que una mañana de diciembre de 1958 amaneció atravesado en la carretera, víctima del vendaval que se desató la noche anterior. Con sus representaciones de “Genoveva de Brabante” y “La pasión del Señor” estos actores arrancaron más de una lágrima del público santacruceño.
Muy lejos de esta calidad, según mi modesto criterio, quedaban aquellos artistas que, con su cabra, su caballo y su carromato acamparon en la alameda, junto al río. El espacio escénico elegido fue en esta ocasión el primer callejón que une las dos calles del barrio de Pitres, justo delante de la puerta de Gerardo y Patrocinio, quienes, con su numerosa prole, tuvieron el privilegio de ser invitados de honor. Media hora después de lo previsto (seguramente la empresa esperó en vano aumentar la recaudación), una introducción musical a cargo de trompeta, acordeón y tambor abrió el espectáculo. Y una mujer morena, pintarrajeada más que maquillada, entonó, con más voluntad que acierto, “Manolo mío, Manolo de mis amores”. Inmediatamente ocupó el centro de la escena una chica joven, ataviada con un raído vestido de volantes y una flor de papel en el pelo, que comenzó a bailar al son de la música. Su cara reflejaba tristeza y daba la impresión de haber dejado su cuerpo en la fiesta y haber volado en espíritu muy lejos de aquel barullo. Tal vez por animarla, una vecina que estaba justo a mi vera, aprovechó la proximidad de la bailarina para decirle: “alegra esa cara, chiquilla, que eres muy guapa”. No tardó la chica en volverse a acercar para responder a la buena señora: “con dos pinchás de pimientos que es lo que llevo hoy en el cuerpo…”