Nota previa.- En el pasado mes de febrero este artículo fue publicado en el “Anuario” que el Patronato de Estudios Alhameños edita con motivo del Día Histórico de Alhama. No obstante, dado que la citada publicación no llega a muchos de los seguidores de esta sección, he decidido publicarlo también en este medio.
Ahí estaba yo el otro día, ahí, justo en el punto desde donde está tomada la fotografía, pues fui yo mismo el fotógrafo. Por ahí iba yo echando un paseo y me paré un ratito ahí, en el camino de Los Morrones, en el extremo oeste de ese mastodóntico e inconcluso puente de trescientos metros de longitud que salva los dos metros de anchura y el pobre caudal de nuestro viejo río Marchán. Ahí estaba yo contemplando una vez más la pequeña haza heredada de mi padre que, como tantas otras, quedó destrozada en aras del bien común que será nuestra futura carretera.
La verdad es que pensaba yo que irían rápidas estas obras cuando, hace cerca de siete años y apenas comunicada la forzosa expropiación, las máquinas llegaron en aquel día del mes de junio arrasando fincas y sembrados, sin dar tiempo a que la cosechadora pudiese segar las cebadas que ya estaban a punto. Eso pensaba yo. Y también pensaba, iluso de mí, que pronto cobraría mi particular indemnización por el perjuicio personal que este bien común me ocasionaba. Hoy, tanto tiempo después, me conformo con que mis hijos cobren alguna vez el dinero que a mí me prometieron y que, en sus frecuentes desplazamientos, puedan disfrutar de una vía de comunicación un poquito más cómoda y segura.
Ahí estaba yo ese día, entretenido con mis fotografías y mis meditaciones, cuando acertó a pasar por el camino mi amigo Juan, otro que “voluntariamente” ha contribuido con alguna de sus fincas al progreso de nuestras comunicaciones. Y los dos nos pusimos a recordar y comentar aquellas obras de los años cincuenta, cuando nuestra vieja carretera cambió su piso de piedra y tierra por un moderno asfalto.
Cargas y cargas de piedra, transportadas a lomos de bestias, iban siendo depositadas en las orillas. Y los picapedreros, con sus porras de hierro, las iban rompiendo hasta lograr el tamaño adecuado. Un capataz, con un artilugio de madera que no sé cómo se llamaría, iba cubicando los montones de piedra picada para pagar a cada operario según el trabajo realizado. La piedra se iba extendiendo sobre la calzada y aquella vieja “máquina aplastadora”, con sus dos grandes ruedas laterales traseras y su rulo delantero, iba pasando una y otra vez sobre ella hasta dejarla perfectamente aplanada y compactada.
Venía ahora la aplicación del alquitrán. Vaciados los bidones en el depósito de la máquina que era movida por dos hombres, una fogata de leña mantenía permanentemente su fluidez. Y con la manguera en la mano, sus gafas, y el mandil tan negro como el líquido que esparcía, un tercer operario iba cubriendo el empedrado que la aplastadora había ido preparando.
Una capa de gravilla superficial y un nuevo pase de máquina dejaban la carretera lista para su uso; y a los curiosos, que nunca faltaban, boquiabiertos ante los resultados de esta gran obra de ingeniería. Tampoco faltábamos los chiquillos cuando las obras andaban cercanas al pueblo. Con el hoyo de aceite en la mano, una vez dejada la cartera en casa a las cinco de la tarde, corríamos en pandilla por ver, sobre todo, “la máquina aplastadora”.
No sé qué tramo de carretera se asfaltó por entonces, quizá desde Moraleda hasta Ventas, ni cuánto duró aquel proyecto (eso sí, menos que el de la nueva carretera). Pero sí sé que dio trabajo a mucha gente; y no sólo hombres, pues una cuadrilla de mujeres, escoba en mano, iba delante barriendo, aunque tampoco sabría explicar la necesidad de esta limpieza.
Años después llegaría también el asfalto a nuestras calles. Muchos recordaréis los antiguos y dispares empedrados o la tierra que daba lugar a eternos barrizales en los largos temporales de lluvia. Pues estas calles se nivelaron, se construyeron aceras y aquellas toscas calles pueblerinas se convirtieron en modernas calles que nada tenían que envidiar a las de una gran ciudad. Todos nos sentimos felices. Todos, menos los carreros, que comenzaron a observar cómo sus bestias resbalaban intentando subir o bajar por las empinadas calles del pueblo sus carros cargados. Y se pusieron de moda los “zapatos” de goma que, colocados en los cascos, evitaban el deslizamiento de la herradura sobre el asfalto.
Tendrían que pasar aún algunos años para que otro gran signo de modernidad llegase a nuestros pueblos: la red de agua corriente y alcantarillado. Recordábamos y comentábamos mi amigo Juan y yo el empeño que puso aquel recordado alcalde de Santa Cruz, Antonio Ureña, en dotar al pueblo de unos servicios que muchos entonces consideraban innecesarios, pero que, poco a poco, todos fuimos incorporando a nuestras viviendas. Lo recordábamos al frente de los operarios, recorriendo calles, hablando con cada familia, intentando convencernos de la conveniencia de meter el agua en nuestras casas. Aún se recuerdan también los jocosos comentarios a él atribuidos sobre si traería más cuenta meterla por delante o por detrás.
Largo rato conversamos mi amigo y yo, sentados en el balate del camino y con el gran puente frente a nosotros. Largo rato en el que surgieron estos y otros temas y durante el cual dimos virtual solución a muchos problemas de nuestra sociedad actual; pero, sobre todo, al que había dado pie a nuestra amigable charla: la carretera.