El ‘jumero’

¡Qué importantes eran aquellas sencillas chimeneas, los humildes ‘jumeros’, en nuestras casas!
 

  Por las rendijas de la pequeña ventana del dormitorio ya entra la luz del sol. El reloj de pulsera de mi madre, siempre encima de la cómoda, marca las nueve, las nueve de la mañana. Muy buena hora para levantarme, tomarme mi tazón de ‘café’ con leche migado con picatostes y, tal vez, tomar un ratico el sol en la recacha de Encarnación antes de irme a la escuela.

 En la cocinilla, mi madre prepara ya la olla para la cena de esta noche. Con la matanza recién hecha, se puede permitir en estos días añadir al sempiterno tocino algunos ‘avíos’ más. Un sonoro beso como saludo matinal y la advertencia de que tengo que lavarme la cara y las manos antes de sentarme a desayunar. Y en la zafa que hay sobre la silla de la entrada, bajo el espejo que cuelga en la pared, me vierte un poco de agua caliente para mi aseo.
 
El lugar de honor, el centro, corresponde a la olla
 La ‘pajá’ ya arde en la chimenea, en el ‘jumero’. La preparó mi padre antes de irse al campo. Y, como siempre, la olla del agua caliente, algo desvencijada ya por el uso, ocupa en él su discreto lugar. El lugar de honor, el centro, corresponde a la olla, también de porcelana roja pero más pequeña, en la que, durante todo el día, se irá cociendo el puchero. Con su tocino, morcilla y espinazo en esta ocasión (la semana pasada hicimos la matanza); solo con un trozo de tocino la mayor parte del año.
 
 Mucho cuidado habrá que tener durante todo el día de que el fuego nunca se apague. Pero también hay que saber dosificarlo porque ha de prestar servicio hasta que la familia se vaya por la noche a dormir. 
 
 ¡Qué importantes eran aquellas sencillas chimeneas, los humildes ‘jumeros’, en nuestras casas! Me atrevería a decir que ellos eran la pieza más importante en aquellas humildes viviendas de gentes sencillas, jornaleros o pequeños agricultores como eran la mayoría de los habitantes de estos pueblos nuestros, antes de que la mecanización del campo, la emigración y las nuevas tecnologías viniesen a poner patas arriba nuestra apacible forma de vida.
 
 El ‘jumero’ prestaba servicio durante las veinticuatro horas del día los trescientos sesenta y cinco días del año. Reactivar su funcionamiento era, pues, la primera tarea de la mañana: echar la ‘pajá’. Tarea, por lo general, que correspondía al padre de familia. Un poco de leña, si la había, las granzas de los piensos de las bestias y, encima, bien aplastado todo, el tamo. Y, si bien esta diaria faena estaba, por acuerdo tácito, encomendada a los hombres, su mantenimiento, como el de toda la casa, correspondía a las mujeres. Y así, cada año, cuando el blanqueo, mi madre pintaba la parte externa, la parte ornamental, con una latilla de pintura que compraba de Anita Moles. Marrón oscuro recuerdo yo la de mi casa. Pero tampoco era raro verlas pintadas de beige o de verde. El cuidado de la parte interior tenía que ser más frecuente. Recuerdo a mi madre sacar el cubo de la cal cualquier noche a la hora de dormir, diciendo: “venga, a la cama que esta noche le voy a dar al jumero”. Y con su cubo y su escobilla de blanquear lo dejaba limpio para otra temporada.
 
...uno de mis más gratos recuerdos infantiles lo constituyen las largas veladas invernales junto a la chimenea
 Eran, como he dicho, la olla del agua caliente y la del puchero las asiduas inquilinas del ‘jumero’, pero no las únicas. Con frecuencia, sobre todo al mediodía, tenían que hacerse a un lado para dejar sitio a las trébedes, ‘las estrebes’.  Colocada la sartén o alguna olla sobre ellas, se preparaba cualquier almuerzo, algo ligero, pues la comida fuerte sería la olla nocturna.
 
 Pero, ¿y aquellos lluviosos días de invierno en que los hombres no podían salir al campo? Ay, amigo, esos días el ‘jumero’ y su ‘pajá’ tenían que darlo todo. Siempre cerca de la lumbre y sentados en las sillas de anea, los hombres prepararían los ramales para la siega, sogas para las angarillas, tomizas para los melones… y, los más habilidosos, harían pleita para una capacha, un serón o unas aguaderas. Y al mediodía, la madre avivaría la lumbre para preparar una buena sartén de migas con asadura o unas gachas con coscorrones y miel negra. La sartén sobre las ‘estrebes’ en medio de la cocina, y todos, mayores y pequeños, cuchara en mano, van y vienen a ella hasta apurar todo el contenido.
 
 Personalmente, he de reconocer que uno de mis más gratos recuerdos infantiles lo constituyen las largas veladas invernales junto a la chimenea. Sobre todo, aquellas más lejanas en que ni siquiera teníamos aparato de radio en casa. Veladas de lana y esparto, veladas de cuentos y rosetas, veladas de lectura… Recuerdo muy especialmente a mi madre leyéndonos las aventuras de Marco buscando a su madre (alguna lagrimilla se me escapó alguna vez). Y recuerdo a mi tío Jacinto, en mis temporadas invernales en Agrón, leyéndonos, a la luz del quinqué, las hazañas del bandolero Luis Candelas.
 
 No quisiera terminar sin hacer referencia a un curioso uso que en mi casa se daba al ‘jumero’. Podemos decir que fue nuestro primer teléfono (fijo, eso sí) o, más exactamente, nuestro rudimentario sistema de telegrafía. Siendo contigua nuestra casa con la de mi vecina Luisa Puertas y su familia, las chimeneas coincidían de tal forma que la pared del fondo era medianil. A veces Luisa o su madre, Dolores, golpeaban con las tenazas dicha pared y en seguida acudía mi madre. Pero, ciertamente, era mi madre quien más uso hacía de aquel original medio de comunicación. Raro sería el día en que ella, en más de una ocasión, no golpease con sus tenazas aquella pared; e inmediatamente teníamos a Luisa en casa: “¿qué quiere usted, Asunción?”
 
Santa Cruz, enero 2025
Luis Hinojosa D