Según cuenta la leyenda, los dioses provocaron el diluvio porque los hombres hacían ya demasiado ruido. Cabe preguntarse cuál sería su reacción ante el mundo en que vivimos.
María Jesús Pérez Ortiz
Filóloga, catedrática y escritora
Desgraciadamente, este sonido-ruido que percibimos desde nuestro nacimiento, que nos permite establecer una relación con el medio ambiente, estructura nuestra personalidad, condiciona la adquisición de lenguaje y en gran medida nuestro comportamiento social, cuando sobrepasa un número determinado de decibelios se convierte en un enemigo destructor, con todas las consecuencias sociales, familiares y laborales que esto supone. Los profesionales, conscientes del problema, han alertado acerca de la urgencia no sólo de mejorar y controlar eficazmente el respeto de las normas vigentes en la actividad laboral, sino como al parecer se ha hecho en diversos países, limitar el número de decibelios en discotecas y aparatos productores de sonido.
Según algunos especialistas, esta situación está produciendo “generaciones de sordos”, pues como lo demuestran diferentes estudios realizados, hoy oímos menos y peor que nuestros antepasados. Las células captadoras de sonido situadas en cada uno de nuestros oídos, en otros tiempos se deterioraban progresivamente con la edad –de ahí la sordera de las personas mayores-, pero en la actualidad, a causa del nocivo ambiente sonoro, su envejecimiento no es sólo más prematuro, sino también más acelerado. Evidentemente los ruidos violentos, en exceso fuertes y continuados presentes en las salas de juego electrónicos y en las discotecas, resultan sin duda nocivos.
Algunos psicólogos insinúan que esta “necesidad” de ruido corresponde a motivos psicológicos; justifican la ausencia de comunicación porque en realidad los jóvenes no tienen nada que decirse. Por otra parte, el exceso de decibelios, en el caso de las discotecas, le viene muy bien al dueño, puesto que, si no hay comunicación, no hay discusión y si no hay discusión, se producen menos choques y peleas violentas, además de que aislados unos de otros, los clientes consumen todavía más.
El que esta situación tenga consecuencias sociales y laborales en un futuro no parece preocupar demasiado a las autoridades. Ocurre que estas sorderas prematuras y progresivas, no son patológicas, no producen zumbidos, ni vértigos ni distorsiones inmediatas, y en consecuencia se toleran bien. Sólo cuando el mal ha alcanzado un nivel, comienzan a sentirse sus efectos, siempre demasiado tarde.
Los médicos esperan que su “grito de alarma” sea lo suficientemente fuerte como para que atraviese la “espesa capa de contaminación sonora” en la que está sumida nuestra sociedad, para que llegue a los oídos de quienes pueden hacer algo en este sentido.