Entre el mito y la historia: Juanita la larga



Valera, viejo y casi ciego, contempla ese paisaje humano y geográfico de su infancia andaluza.

María Jesús Pérez Ortiz

Filóloga, catedrática y escritora

 Juan Valera situó su novela, calificada por Montesinos como el “último idilio clásico de la literatura española”, en un lugar impreciso de Andalucía pero debía corresponder a Cabra y Doña Mencía, poblaciones cordobesas en donde nació y pasó su niñez. En 1872, publicó un artículo de costumbres, “La Cordobesa”, en donde hablaba de estos lugares infantiles y del recuerdo de una Juana la Larga y de su hija llamada Juanita. Además mencionaba virtudes de las mujeres cordobesas como la honra y la limpieza y sus especiales dotes culinarias. Todo lo referente a usos y costumbres y la mención especial a las dos Juanas se van a repetir con variantes en “Juanita la Larga” en 1895. También relata una escena que aparecerá luego en “Juanita la Larga”: “La moza, que desde niña trabaja, anda mucho y va la fuente que está en el ejido, volviendo de allí con el cántaro lleno, apoyado en la cadera o con la ropa lavada por ella en el arroyo, es fuerte, pero no gorda. La fuente o el pilar era el término de mi paseo cotidiano, y allí me sentaba yo en un poyo, bajo un eminente y frondoso álamo negro. Al ver lavar a las chicas, o llenar los cántaros y subir con ellos tan gallardas, airosas y ligeras, por aquella cuesta arriba, me trasladaba yo en espíritu a los tiempos patriarcales, y ya me creía testigo de alguna escena bíblica”.



 Valera, pues, parte de un artículo de costumbres para escribir su novela. Pero tanto los recuerdos como el paisaje andaluz serán un pretexto para formular una entonación lírica y no pocas reminiscencias de preocupaciones íntimas. Así, el tema de las relaciones amorosas entre un hombre y una mujer con mucha diferencia de edad. El mismo Valera se había casado, en 1867, con una mujer bastante más joven que él.

Valera, viejo y casi ciego, contempla ese paisaje humano y geográfico de su infancia andaluza

 En la carta-dedicatoria que escribió para “Juanita la Larga”, Valera confesaba: “no sé si este libro es novela o no. Lo he escrito con poquísimo arte, combinando recuerdos de mi primera mocedad y aun de mi niñez, pasada en tal o cual lugar de la provincia de Córdoba. A fin de tener libre campo en que fingir una acción, no determino el lugar en que la acción pasa…, pero yo creo que los usos y costumbres, los caracteres, las pasiones y hasta los lances de mi relato, han podido suceder naturalmente y tal vez han sucedido, siendo yo…más bien historiador fiel y veraz que novelista rico de imaginación e inventiva”. Añade, Valera, que su novela “puede considerarse como espejo o reproducción fotográfica de hombres y de cosas de la provincia en que yo he nacido…”Pero, en realidad, Valera se limita a sugerir unos hombres y un paisaje donde el deleite sensorial se combina con el subjetivismo idealizante.

 Valera llama Villalegre al lugar donde transcurre la acción de la novela. Y, de ahí la continua ambigüedad del mundo valeriano, esta Villalegre será “alegre” sólo de una manera condicional. Porque a pesar de que este nombre sugiere un ambiente idílico no resulta ser del todo así. Claro está que Valera nos describe algo que juzga idílico, la expresión de una atmósfera arcádica cuando nos habla de las fiestas de agosto, de la Semana Santa, de la entrevista de dos enamorados en una reja…

 La especie de Arcadia que por entonces es Villalegre ha encontrado el pretexto de una fiesta nueva, de una nueva e imprevista diversión. Los enamorados no tendrán que aguardar a la hora del anochecer para pelar la pava por la reja, cuando el padre de la muchacha está en la tertulia, y la madre finge complaciente reconcentrarse en las filigranas de un bordado. Podrán situarse los galanes cerca de la amada y comenzar, temprano, con los ojos, el diálogo de amor, ya que no puede ser de otra manera, porque las familias observan rígidas costumbres, y no deben darse por enterados de sus coloquios hasta unos días antes de la boda. Pero ¡cuánto júbilo y cuánto ardor hay en ese mudo lenguaje! Valera salpica estas descripciones incluso con citas mitológicas. Pero los personajes que dominan la escena son las “fuerzas vivas” de Villalegre y de ellas depende la “alegría” de los demás. Juanita está entre los demás, por eso sabe que en cualquier momento las “fuerzas vivas” pueden “caer sobre ella y aplastarla”. ¿Quiénes son esas “fuerzas”? Pues: don Andrés, el cacique ; don Paco, su secretario y hombre de confianza; doña Inés, hija de éste, quien casada con un marqués “no se satisfacía como no decidiese o gobernase cuanto hay que decidir y gobernar”; el cura don Anselmo. Valera ironiza sobre estas “fuerzas”. Nos presenta un cacique cuya personalidad es paradigma del autoritarismo. Doña Inés es una beata cuyas ansias de poder y dominio nos recuerdan a doña Perfecta de Galdós. Don Anselmo, cuando desde el púlpito y siguiendo las instrucciones de doña Inés condena a Juanita, nos hace pensar en el don Inocencio de Doña Perfecta.



 Juanita, de carácter indómito y algo subversivo, se enfrenta a una realidad social desde su condición de marginada. Como le espeta a doña Inés, cuando ésta le habla del decoro. “¿Quién reconoce ese decoro en una mal nacida como yo, en la hija de una mujer que lava mondongos y hace morcillas para ganar su sustento?. Todos me menosprecian, me tratan mal y piensan peor de mí”. Juanita tiene que enfrentarse con la degradada sociedad caciquil de Villalegre. Ha de aprender a sobrevivir. Por su origen está condenada ostracismo. Abundas las referencias a esta situación, al aislamiento que sufre por ser soltera y pobre su madre. Los hombres la consideran asimismo una presa fácil. Hay hasta una lucha de sexos. Su madre es otro ejemplo de lo que supone la condena y el escarnio de una comunidad. Pero madre e hija saben adaptarse al medio y salir triunfantes. “Juanita la Larga” recuerda la inversión de valores que muchas obras de teatro del Siglo de Oro presentaban. Tales perturbaciones del orden eran, no obstante, un accidente reversible. El desorden era causado por unas acciones humanas, pecaminosas. Corregidas esas imperfecciones, el orden era restablecido. De ahí que los finales de muchos dramas del Siglo de Oro, como en las novelas de Valera, implican una vuelta al estado de perfección original. Valera, si no creía en términos absolutos que el mundo era perfecto, sin duda quería creer que podía serlo. Era un idealista “avant la lettre”. Aunque las más de las veces lo era porque, paradójicamente, necesitaba huir de la realidad.

 “Juanita la Larga” es una novela que aún en la actualidad resulta interesante su lectura porque idealiza sobre las posibilidades que tiene el ser humano de materializar sus empeños. Porque erotismo en libertad es aquí un valor primordial. Porque se nos presenta una feminidad disciplinada y combativa.