Pero no las últimas tardes con Marsé



“Diecisiete años tiene mi criatura”

 Como en la copla de Caracol, yo leí “Últimas tardes con Teresa” a esa edad, por decisión inapelable de mi profesora de Literatura, que también me hizo conocer a Salinger y su Holden Caulfied. Debo decir que la novela de Marsé entonces no me entusiasmó, pero “El Gurdián entre el centeno” sí. Creo que la he leído seis veces.

 Y ahora que ha fallecido Marsé, que tantas tardes y noches me ha acompañado, o yo he acompañado a sus protagonistas por ese barrio de Horta-Guinardó en el que vivíamos, juro que no he de volver a leerla porque esa Barcelona que recorrían Teresa y el Pijoaparte, ya no existe, para bien en unos sentidos, para mal en otros. No quedan ya niñas de la alta burguesía catalana queriendo hacer la revolución de izquierdas. Como mucho se envuelvan en la “estelada” y sueñan con su república para catalanes blancos, muy catalanes y muy blancos. Y, decididamente, los ladronzuelos románticos como el protagonista de la novela, ya hace tiempo que han desaparecido y dudo que, si queda alguno, sea capaz de fingirse militante comunista por amor. Y es que hoy, ser militante comunista no sólo no tiene glamour sino que incluso puede resultar un claro inconveniente. Teresa y el ladrón de motos representaban, cada uno a su manera esa Cataluña de los sesenta en la cual los charnegos aún se reconocían como lo que eran y no habían perdido las raíces originales y en la cual los hijos de la burguesía catalana se aunaron en lo que se llamó la “izquierda divina”, aunque nadie reconoció su pertenencia al grupo, creando la Barcelona más culta, cosmopolita y lúdica de las últimas décadas: Serrat, Marsé, Montalbán, Barrall, Terenci Moix, Gay Mercader; nombres que forman parte de la cultura, por lo menos, de Cataluña y de España.

 No pretende ser esto una elegía ni una necrológica del autor barcelonés, si no un repaso por los recovecos de mi memoria de aquellos años, últimos setenta, en los cuales todo parecía posible para la generación que tras la muerte del dictador estaba empezando a hacer una España nueva. Eso es lo que pensábamos nosotros y posiblemente también lo pensaba Marsé y decididamente nos equivocábamos totalmente.

¿Y no sería mejor escribir sobre el muerto y no sobre ti, majadero?, me inquiere, no sin razón, ese crítico feroz que se esconde en mis adentros y que suele llamarse conciencia. Tal vez, pero una fina y muy sentida crónica sobre Marsé, seguramente que se ha publicado ya, incluso varias y lo que yo siento al recordar aquellos tiempos únicamente yo puedo contarlo. Sí, vale, puede que sólo me importe a mi también.
 Pero es que entonces, España era un lugar decididamente con futuro, acabada la dictadura, recien nombrado Jefe de Estado el padre del actual, nombrado Suárez presidente del gobierno, legalizado el Partido Comunista de España. Todo parecía indicar que eso que ya se empezaba a llamar transición iba a llevarnos a algo distinto, Mejor aún, que éramos nosotros, los españoles los que íbamos a trasformar el país, dando cabida a legal a todos los que hasta entonces eran carne de cárcel: Anarquistas, comunistas, demócratas, republicanos, homosexuales, lesbianas, desafectos al Régimen o al Movimiento, en suma.

 Y de todo esto fue Marsé testigo y notario mediante su obra literaria, toda ella impregnada de cierta melancolía sutil, como si ya, desde entonces, tuviese claro que la Transición cambió las cosas esenciales para que “el amigo americano” le diese el “ok”. Pero en el fondo, los cambios no fueron lo suficientemente profundos para que el Pijoaparte dejase de ser un triste ratero de barrio marginal y Teresa acabase en señora de algún prometedor político de la Transición, de derechas, por supuesto, acabado el entontecimiento rojo de la primera juventud y sus algaradas en la universidad.

 Adiós, Juan Marsé, me quedo con tus libros y con tu rebeldía eterna, rebelde de todas las Españas y todas las Cataluñas que hemos ido haciendo para desesperación de españoles y catalanes. Y con el último barcelonés de esa Barcelona europea y cosmopolita en la que, en el tiempo que dura un sueño, nos dio tiempo a vivir a los dos.