La sociedad cada vez sufre más de la enfermedad que siempre definió al periodismo.
Contar lo que hoy pasa como si el mundo acabara mañana y desechar lo que ayer ocurrió como si nunca hubiera existido. Con el gran problema que supone olvidar, sobre todo cuando lo que olvidamos es aquello en lo que creemos, no por cuestión de fe, sino de amor. Hace no mucho leí una crítica de una película que casi rozaba lo filosófico. Hablaba de que la forma de amar depende mucho del lugar de donde venimos, yo creo también que depende mucho del lugar hacia donde vamos.
La semana pasada o hace dos, porque el tiempo es relativo y más en asuntos de balanzas, un barco lleno de gente pobre y negra que buscaba alcanzar las costas europeas se hundió, con tal mala suerte que el mar se los llevó a la boca para escupir solo el hueso. Pero tuvo algo de acontecimiento mártir durante unas horas en redes sociales y en algunas tertulias de los bares, que abrían sus terrazas en la víspera de San Juan con un Titanic resucitado y un Di Caprio pintado de negro. A los columnistas, que son aquellos que ya no escriben, les sudaban las manos con una historia de alfombra roja.
Y todo se agitó en una coctelera de clases, donde los que ganan poco criticaban a los que pagaron un cuarto de millón por acudir a las ruinas de un barco hundido que reposa su cadáver a más de 3.500 metros de profundidad. Un turismo salvaje al abismo con billete de vuelta hacia la pseudo eternidad, que entrado julio caducó. Y en esa coctelera también había sitio para la gente pobre, que dejó de serlo en el mismo momento en que la costumbre se volvió a olvidar de ellos.
Lo importante no es sufrir, sino mostrar que sufres, un tema recurrente en este espacio tiempo donde la salud mental está tan en boga. Pero poner imágenes en los informativos de la gente pobre y negra no es posible, sí lo es, en cambio, de los ricos blancos, porque son menos y de países otanianos. A los otros solo es posible diferenciarlos según la escala del negro: negro claro, negro oscuro y negro negro.
También entrado julio me acordé de lo que pasó hace dos años en la Avenida Buenos Aires de A Coruña, donde mataron a Samuel a patadas y puñetazos, un chico cuya orientación sexual no era la correcta para sus asesinos. Y escribo esto porque pienso que al final no hay tantas diferencias entre quien se hunde en el mar buscando otra libertad y quien lo hace en las calles de su país ejerciendo la suya. En estas semanas de verano donde el tiempo obliga a la siesta, es fácil despertarse medio aturdido, pero cuando la consciencia salga a flote es importante no olvidarse de que seguimos vivos y que la forma de amar depende mucho del lugar de donde venimos, pero sobre todo del lugar hacia donde nos dirigimos. España es un país que siempre se ha echado al mar con la intención de encontrar otra orilla, pero en esta ocasión el barco donde navega se dirige a la deriva.