Destinos trágicos en Santeña: Los estraperlistas



El otro día estuve leyendo un buen rato junto al río, pero cuando la luz empezó a declinar, me levanté y me puse a andar alameda abajo -que era otro de los objetivos de mi paseo-. El sol se despedía rompiendo lanzas sobre el yunque de la tarde y sus últimos destellos se desvanecían en un fulgor de fragua.

 Me gusta esta hora especialmente y, con frecuencia, me paro durante un rato a contemplar ese juego atormentado de colores del atardecer que suele ir acompañado de un cromatismo sonoro idéntico. Continúo andando, ya en la oscuridad, y escucho atento el despertar de los grillos y sus compañeras las ranas. Cantan y cantan y todo el orbe diríase que queda en suspenso, escuchándolos, como si fuera un concierto sólo para él. De pronto, un ruido súbito de ramas maltratadas me distrae y hasta me asusta, cuando, de entre ellas, veo salir a un individuo con aire grotesco que casi tropieza conmigo. “Hola”, digo, sobresaltado, sin saber ni a quién me dirijo ni siquiera si me dirijo a un semejante. El aparecido se me queda mirando, se lleva la mano a la cara en ademán de limpiarse y, acercándose todavía más a mí, me dice: “Pero ¿es que no me conoces?” La pregunta me obliga a fijarme en su rostro, que casi roza el mío, y, de repente, uniendo a lo que veo el recuerdo de la voz que me habla, exclamo: ”Pero Joaquín, ¿qué haces tú por aquí? ¿No estabas en Palma o de ahí para allá?” “¿Y tú?”, responde él, remedando mi pregunta, “¿no estabas en París o de ahí para allá?”
Salió del matorral, se limpió la cara y, cuando lo pude ver más tranquilo y al natural, reconocí en él a uno de mis mejores amigos de infancia.
 
––“Fíjate como estoy. Me he puesto a limpiar la acequia y salgo de fango hasta las cejas”.
No se equivocaba.
––“Como que me has asustado. A esta hora y con esa pinta, es para salir corriendo. Menos mal que no creo en los fantasmas”, -le dije. Y nos sentamos.
Hablamos de él, hablamos de mí; hablamos de los suyos y de los míos; hablamos de nuestra infancia, de las travesuras que hacíamos juntos, de lo que cada cual había hecho fuera, y, cuando ya no se veía ni cantar, me dijo:
––“De ahora en adelante, espero que nos veamos con más frecuencia. Me he venido para una temporada pero a lo mejor me quedo del todo. Me gusta esto. Es lo nuestro y aquí me siento como pez en el agua.”
Íbamos a separarnos cuando mira hacia un lado y dice:
––“Aguarda.”
Se levantó, se limpió contra una piedra el barro de las botas que llevaba puestas y dijo:
––“Ven conmigo. Tengo ahí unos tomates que no los encontrarás mejor en todas estas vegas. Te vas a llevar unos cuantos y otras cosillas más. No sabes la alegría que me ha dado de verte después de tantos años”.

 Anduvimos unos veinte o treinta metros por tierra medio encharcada hasta llegar a donde tenía el verdeo. Yo le dije que con un par de tomates había bastante, pero él empezó a meter cosas en un saco mojado que sacó de algún sitio hasta que casi lo llenó y me lo cargó al hombro diciéndome que el pueblo estaba cerca y que yo era fuerte como un roble. Por no contrariarlo, me lo llevé y eché a andar camino de vuelta. Pero, ¡Dios! Aquello pesaba un quintal. ¿Qué me habría echado? Porque pesaba como las piedras. A los diez metros de allí, me dieron ganas de echarlo todo al río y me aparté para hacerlo, pero no lo hice. Como pude, parando no sé cuántas veces a descansar, llegué a mi casa, dejé caer la carga en el suelo y me senté en una silla mientras el sudor me caía a chorros. Salió mi madre de la cocina y, al verme, me preguntó, alarmada, qué me pasaba. Se lo conté y dijo: “Haberlo tirao al río. ¡Mi ‘osté qué leche!”

 Mientras caminaba con aquel maldito peso a cuestas, me vinieron al recuerdo otros clientes muy especiales de la posada, los estraperlistas de trigo y tabaco. Los había de dos clases: los que porteaban la mercancía a lomos de bestia y los que lo hacían sobre los suyos propios. Se presentaban invariablemente al amanecer y desaparecían al caer la tarde. Para los que nada sabíamos del asunto resultaba curioso ver a unos hombres solos o con bestias pero sin carga, que llegaban a la posada cuando los demás arrieros empezaban a marcharse. Llamaban con discreción si encontraban cerrada la puerta, se les abría y, a veces, sin más, se iban derechos al pajar y se echaban a dormir. Allí estaban hasta el mediodía. Bajaban luego, comían unas naranjas y unos cuantos higos de serete que traían en una taleguilla, y a continuación, vuelta al pajar hasta que la tarde caía. Entonces se levantaban, se sentaban un ratito en el descargadero y, cuando oscurecía, se marchaban.

 Eran tipos delgados, de cuerpos escurridos, brazos nervudos y rasgos faciales tensos que decían mejor que las palabras la clase de vida que llevaban. Vestían pantalón y camisa de lo más humilde y calzaban alpargatas de cáñamo o abarcas, sin más prenda de abrigo o protección. Mi abuelo los ponía al corriente de la guardia civil pero también del guarda rural del pueblo con el que había que tener mucho cuidado pues era amigo y confidente de la benemérita.


Mientras caminaba con aquel maldito peso a cuestas, me vinieron al recuerdo otros clientes muy especiales de la posada, los estraperlistas de trigo y tabaco

 La mercancía que transportaban era trigo y tabaco, géneros totalmente prohibidos y cuyo tráfico furtivo podía costarles la vida si caían en manos de los civiles. Pero no era lucro lo que buscaban aquellos estraperlistas sino quitarse el hambre; por eso arriesgaban de aquel modo sus vidas. Su misión consistía en transportar la mercancía desde algún pueblo de la vega granadina hasta Benamargosa, en la provincia de Málaga. Los que podían lo hacían en bestia. Cargaban un par de sacos o tres sobre el animal y, en tres etapas, llegaban al lugar de destino. La carga la hacían generalmente en Valderrubio o por la vega, y, durante la noche, caminaban por lugares no frecuentados, hasta situarse frente a Santeña. Aquí elegían el sitio donde esconder la carga, -trigales o matorrales-, descansaban durante el día en la posada y, al anochecer, segunda etapa desde Santeña hasta la sierra, frente a Ventas de Zafarraya. Otro día de descanso y, la tercera noche, atravesando los agrestes cerros de Cómpeta, antes de clarear, llegaban a su destino. Esto en circunstancias normales. Pero si había chivatazo o se les advertía que la guardia civil podía estar siguiéndolos, todo se alteraba. Entonces abandonaban la mercancía y huían. Y si se veían acorralados, corrían a los parajes más inhóspitos e inaccesibles y allí, escondidos, esperaban a pleno ayuno hasta que la situación cambiara. O habia tiroteo y caía alguno.

 Durante cierto tiempo estuvieron viniendo a la posada algunos de estos contrabandistas. Como el cansancio los rendía, especialmente si venían huyendo de la guardia civil, al entrar en nuestra casa solían caer redondos al suelo. De cansancio y de desmayo.

 Era habitual que, antes de salir por la tarde-noche, nos mandaran a alguno de nosotros, niños entonces, a otear el horizonte. Nuestra misión consistía en observar si el guarda rural estaba en la taberna o andaba por los aledaños del camino que ellos debían tomar. En una ocasión recuerdo haber ido de observador por el camino de Marimonta y, en medio de un trigal, haber ayudado, sujetando el cabestro de la bestia, a que el contrabandista cargara el tabaco.

 He dicho, cuando contaba mi encuentro con el amigo generoso, que me dieron ganas de arrojar el saco al río, pero que no lo hice. Y no lo hice porque me acordé de dos de estos contrabandistas, padre e hijo, que porteaban la carga a cuestas. El chico tendría mi edad de entonces, unos catorce o quince años. Llevaba cada uno un saco de trigo, que se sujetaban a las espaldas con unas abrazaderas. El peso del saco que transportaba el padre podía ser de unos treinta kilos y el del hijo de algo menos. Y, con ellos a cuestas, hacían el recorrido que hemos dicho. El joven tenía unas rozaduras en los hombros que no olvidaré jamás. Por la noche se untaba un ungüento como el que usaban los arrieros para las mataduras de las bestias, y luego se tumbaba en el pajar con los brazos en cruz para que el ungüento le hiciera efecto. Su rostro contraído y triste daba idea del dolor que le tenían que producir aquellas heridas. Y, al anochecer, otra vez con los sacos a cuestas, sacos que, si conseguían ponerlos en su destino, les darían para comer ellos y los suyos durante algún tiempo. ¡Ver para creer!

Fue el recuerdo de este joven lo que me retuvo de arrojar aquel maldito saco al río.