Nosotros, que escuchamos, / no podemos cerrar los ojos, / no podemos callar, / no podemos olvidar, / porque callar / es complicidad.
El cielo se quiebra,
no es cielo,
es vidrio roto
sobre los niños,
sobre las niñas
que aprenden a contar con escombros
a dibujar soles en la ceniza.
Madres buscan cuerpos que la noche
ya no devuelve,
hombres lloran lágrimas
más pesadas que la vida,
y el mundo cierra los ojos
como si mirar doliera demasiado.
Dicen seguridad,
dicen historia,
dicen Holocausto,
pero ningún dolor antiguo
puede ser escudo
para un genocidio presente,
para la sangre que corre
en calles que ya no tienen nombres.
El aire huele a pólvora y a olvido,
palabras que caen como piedras
sobre hospitales,
sobre escuelas,
sobre casas
y el silencio de los poderosos,
es un arma más cruel que las bombas.
Pero en los escombros
hay voces,
un sol dibujado en la pared,
una piedra guardada,
una canción que nadie escucha
pero insiste
en existir,
en no rendirse.
Gaza sangra
y la poesía también sangra,
porque nombrar el horror
es resistir,
aunque tiemble la voz,
aunque el mundo calle,
aunque los misiles corten el aire
Nosotros, que escuchamos,
no podemos cerrar los ojos,
no podemos callar,
no podemos olvidar,
porque callar
es complicidad
y la humanidad persiste
en los gestos mínimos,
en las manos levantadas,
en la palabra que grita,
y se niega a desaparecer.
Gaza resiste
entre cenizas
y gritos,
y nos obliga a mirar,
y nos obliga a decir:
basta.
La noche arde
y no es noche,
es un hueco abierto en la carne del mundo.
Los niños son pájaros rotos,
nadie escucha sus alas,
nadie escucha.
En mi boca el silencio sabe a ceniza,
y en tus ojos
Gaza
es un espejo de muerte interminable
Digo genocidio
y mi voz se hunde
como piedra en agua negra.