El cayuco

No puedo entender que, siendo todos trabajadores del mundo, pueda esto ser verdadero racismo, hacia las trabajadoras y trabajadores de la otra parte.

 Y los años pasan y ni de una parte ni de otra, damos señales de querer empezar a superar el malentendido. Y digo malentendido, porque no puedo concebirlo de otra forma, porque no puedo entender que, siendo todos trabajadores y trabajadoras del mundo, pueda esto ser verdadero racismo, hacia las trabajadoras y trabajadores de la otra parte.

 Porque el racismo, significa y encierra elitismo, supremacía, desprecio y rechazo al otro… y yo sé que esto no es así en nuestro Llano. Quizás un poco de miedo a lo desconocido, una cierta xenofobia, sea el sentimiento que mejor explique el rechazo entre ambas partes. Y cuando digo ambas partes, efectivamente me refiero a que, en los dos colectivos, autóctonos e inmigrantes, he detectado un similar rechazo. Hoy sólo quiero decirles a unos y a otros: hace ya exactamente cuarenta años que llegó al Llano el primer inmigrante procedente del continente africano. ¿No es tiempo ya, de que nos hubiéramos conocido lo suficiente, como para no considerarnos desconocidos y dejar de ignorarnos mutuamente? ¿No es tiempo también, para que la otra parte, sin abandonar sus costumbres, creencias y tradiciones, se integren también y acepten las normas de actuación y convivencia del país de acogida? 

Cuarenta años alimentando falsos bulos de violaciones, agresiones, robos, e incluso graves atentados contra la vida

 Mientras tanto resulta que la situación real, que es tan terca y obstinada nos dice, que tanto a nivel profesional, (trabajo asalariado y autónomo en la huerta) escolar o de población en general, es del 50 % en todos los estamentos, como es fácil de comprobar. En tantos años ya de “convivencia,” hemos pasado de la simpatía inicial, al rechazo, luego a la indiferencia y últimamente, movidos quizás por falsos bulos, “fake news” y exageraciones de comportamientos inadecuados, de nuevo a un cierto racismo. Cuarenta años alimentando falsos bulos de violaciones, agresiones, robos, e incluso graves atentados contra la vida, hasta ahora todos falsos o en su inmensa mayoría, dan para mantener el fantasma de la xenofobia y hasta del racismo, como así ha ocurrido. En ese tiempo, es cierto que todos esos comportamientos y otros mucho más graves, se han dado en el ámbito de nuestro Llano, sin embargo, hasta ahora, todos, ajenos a esa población inmigrante que convive con nosotros. ¿No nos dice nada esto? Y no creáis que, al escribir así, es que me siento “más bueno” o “más perfecto” que los demás, que también yo he tenido que luchar contra mis propias contradicciones. Tal vez, en alguna ocasión tuve la suerte de tropezarme con testimonios como los de esta carta escrita por un inmigrante de Malí, narrando su odisea de inmigrante “ilegal”. ¿O tal vez lo he soñado? ya no lo recuerdo bien, pero que dice así:
 - “Tres largos días con sus larguísimas noches, llevamos en medio del mar. Tres días viendo sólo agua y cielo. El mar, unas horas calmo y otras levantisco, reflejando en su azul, el azul puro del cielo y en momentos, gris, oscuro y sucio, como el cielo atormentado y lluvioso de este día. Noches eternas, sólo acompañadas del rumor del mar y el chirriante crujir del desvencijado cayuco.

 Todavía era noche cerrada. Si acaso, al frente a nuestra derecha, el cielo en el horizonte, tiene un ligero matiz más claro. Quizás pronto amanezca. Atrás quedaban casi setenta horas de angustioso viaje. Aún más atrás, los tres meses de deambular sin esperanza en los bosquecillos y montes del litoral norte de Marruecos. Y antes aún, la épica travesía andando, desde Malí, a través de montes, pantanos boscosos y desiertos secos e infinitos, hasta llegar a la costa.

 Habíamos empeñado todos los recursos de la familia para costear el pasaje. Uno tiene que llegar a la Tierra Prometida, para que pueda hacer de puente y tirar de los demás.

 Aquí se conocen como “mafias”, pero allí son el rostro de la esperanza, al precio que sea. Aunque demasiadas veces, el precio sea el de la propia muerte. Lo único que esperas y deseas, es que al menos sean “honrados” y cumplan lo pactado.

 El motor del viejo y destartalado cayuco, suena entrecortado y ronco y amenaza con pararse. De pronto una luz tenue, centellea en el horizonte. ¡Es la costa! ¡España, Europa, La Tierra Prometida…!

 Como un sólo hombre, todos comenzamos a rasgar el agua con las manos, con los pies… Hay que aligerar la marcha. En una hora, arribamos a la línea de playa. Amanece.

Derrotados, exhaustos, cabizbajos, rendidos y entregados, nos dirigimos lentamente hacia ellos

 Entre la turbia neblina, distinguimos una línea de formas, a menos de veinte metros del agua. Es la “policía de costas”, la Guardia Civil española. Forman un semicírculo cerrado frente a la línea de mar de más de treinta hombres. Al parecer nos esperaban desde hacía rato. Nosotros también los esperábamos a ellos. Lo teníamos muy bien estudiado y ensayado. Derrotados, exhaustos, cabizbajos, rendidos y entregados, nos dirigimos lentamente hacia ellos. Somos veintisiete: diecisiete hombres y seis mujeres. De repente, a una leve señal, como un resorte, nos abalanzamos sobre el punto de la línea que nos pareció más vulnerable. Entre la sorpresa y nuestro ímpetu, atravesamos la línea como si fuera de mantequilla. Cayeron tres, dos hombres y una mujer. Sabíamos que era el canon a pagar. Los demás, nos lanzamos a la carrera en dirección a los montes cercanos. En ese terreno, sabíamos que no nos alcanzarían nunca. Era la ventaja de ir siempre ligeros de equipaje. ¡Lo habíamos logrado! Ahora, siempre hacia el noreste. Lo traíamos escrito en el corazón y en la cabeza: El Llano de Zafarraya, unos pueblos entre Málaga y Granada. Allí, decía Ben Amí, habría trabajo para todos. Tres días a campo a través, subiendo y bajando montes abruptos, cruzando pequeños valles y extensas llanuras. Quedábamos ocho, siete hombres y una mujer: Moussa, Sadio, Ousmane, Binta, Amidou, el menor, Lamine, la mujer, Arkia y yo, Mamadou, un poco, el jefe del grupo. Los demás, marcharon hacia el oeste. Hablaban de ir hacia Huelva, a las fresas. Varios, buscaron destino en la costa de Málaga.

 Avanzaba el ventoso marzo y aunque el frío invierno había remitido, las rachas de viento y agua, hacían muy penosa nuestra marcha. Anochecía, cuando desde la cumbre de una sierra de rocas de gris claro y un denso pinar en su falda norte (la Torca), divisamos El Llano de Zafarraya. Bajamos en tropel. Diluviaba. Agotados, sin fuerzas y con el estómago en huelga de varios días…, ¡pero aguantábamos! Abajo ya, nos echamos al resguardo del viejo muro de una nave agrícola. La noche avanza y a la luz del último crepúsculo, centellean los cetrinos y chorreantes rostros de mis compañeros ¿Son las gotas de lluvia, o es una lágrima que se escurre fugaz por la mejilla del benjamín del grupo, Lamine? De pronto, recordé un viejo dicho de mi pueblo allá en Malí: “los peces también lloran, pero el agua nos impide ver sus lágrimas”. Y unas gotas tibias, bajaron también por mis mejillas. 

Y me siento patriota, porque la verdadera patria de un pobre, es donde come y trabaja

 Al fin y al cabo, ahora sólo se trata de aguantar tres años, siendo “pez y no pescado”, y… ¿que son tres años, para los que llevábamos tantas vidas esperando? (Es el tiempo que necesita acreditar cualquier inmigrante irregular, para poder acceder a regular su situación y tener papeles). 

 Los faros de un coche, rasgan la oscuridad de la noche. El dueño de la nave, nos observa sereno. Se apiada de nosotros, abre la puerta de la nave y nos invita a pasar y se marcha. Media hora después, vuelve con varios cartones de leche y unas tortas. Se llama Rafael. No cruzamos más palabras, pero con el gesto basta. ¿Es posible que en el mundo todavía exista eso que llamamos solidaridad y altruismo…?

 Es noche cerrada, pero el horizonte se ilumina. ¡Son los fuegos de la nueva esperanza!

 De todo esto, hace ya cinco años. Ya llevo dos con papeles en regla y contrato permanente de trabajo. Ya me he traído de Malí, a dos hermanos y un primo. Me siento bien en El Llano de Zafarraya y aquí pienso echar raíces. Y me siento patriota, porque la verdadera patria de un pobre, es donde come y trabaja. 

Juanmiguel, Zafarraya.