Hoy quiero iniciar una serie de relatos, cuentos o historietas que, por su contenido local, familiar y cercano, me gustaría bautizar con el nombre de, "Relatos domésticos" y verter en ellos recuerdos, vivencias y anécdotas de mi infancia y mi adolescencia y otros posteriores de mi experiencia afectiva y familiar, aunque siempre dentro del ámbito privado y doméstico.
Estábamos ya en los inicios de los años cincuenta, la época que siguió a la de los oscuros y tremendos años cuarenta, una de las épocas más negras de la historia de España. Años de consolidación del franquismo, tras su triunfo en la guerra civil, de feroz represión, de hambrunas, de total fusión de iglesia y estado y todo lo que esto suponía con la instauración del "nacional-catolicismo. Pero también lleno de incertidumbre y renovadas esperanzas, por la derrota del nazismo y los fascismos, y el consiguiente aislamiento internacional del régimen, que parecía presionar en la dirección a la vuelta de las libertades democráticas en España. Tanto, que se reactiva todo un movimiento de lucha y resistencia en el interior, con el activismo guerrillero de "el maquis", (aquellos que en los pueblos llamábamos "los tíos de la sierra") que se organiza en los montes, a través de toda la geografía española y que trajo en jaque durante más de una década, a los sucesivos gobiernos franquistas, hasta que se consumó la traición de las democracias occidentales, a los pueblos de España, y se perdió toda esperanza, en los primeros años de la década siguiente.
En los primeros meses de 1951, no había cumplido yo aún los seis años, al anochecer, desde las acacias de la carretera, a la salida del pueblo, frente al bar de Ramón, y desde el espacio que hoy ocupa el supermercado de "Eroski", los niños contemplábamos absortos y aterrorizados, desde la lejanía, los fogonazos del tiroteo de Montenegro, (hacia la sierra de Cazadores) entre guerrilleros de "el maquis" y la guardia civil. Al día siguiente, de mañana, venciendo la curiosidad al miedo, los niños veíamos la comitiva de la guardia civil, que, acompañando a la burra del Cojo del Lojeño, escoltaba el cadáver del guerrillero llamado "Lozano", que iba terciado sobre el aparejo del jumento, con las señales sanguinolentas de dos disparos, (uno de ellos, mortal de necesidad) uno que le atravesaba el reloj y su muñeca izquierda y otro en la sien, que le traspasaba la cabeza de parte a parte. No es de extrañar que tenga tan indeleble recuerdo de esto, porque la macabra escena quedó tan grabada a hierro y fuego en nuestras infantiles mentes, que cuando aquel día volvimos a la escuela, no podíamos concentrarnos en la lección. Ni ese día, ni durante todo el mes siguiente, donde cada noche, se repetía en recurrente pesadilla, la escena de los fogonazos del tiroteo de Montenegro y la dantesca imagen del cadáver del guerrillero "Lozano", atravesado sobre el aparejo de la burra del "Cojo".
He dicho que aquel día volvíamos a la escuela, cuando cualquiera que recuerde aquellos años sabe que, la escolarización comenzaba a los siete años y se extendía, como máximo hasta los catorce y dije antes, que yo no había cumplido los seis años. La razón es que, habiendo mi madre enviudada unos años antes, con ocho hijos, el menor de los cuales era yo, con apenas tres años, quiso el titular de la escuela de niños de mi zona, don Juan Chica, solidarizarse con la viuda, mi madre, y me admitió en su clase, cuando no había cumplido los cinco años o con ellos recién cumplidos. Así, con seis años, ya era yo un curioso e inquieto, aunque tímido, veterano escolar. Eran los años del nacional-catolicismo y de los "inamovibles Principios del Movimiento" y aquello de la escuela mixta, utópica propuesta republicana, era ya una entelequia del pasado y ahora regían otras propuestas: "los niños con los niños y las niñas con las niñas". Así había sido siempre y así seguiría siendo, mientras el estado confesional surgido de la derrota de la democracia, depositara en manos de la "catolicísima" iglesia española, en aquella extraña simbiosis iglesia, estado, la formación, educación y salvación de nuestras inocentes y codiciadas almas.
Fue exactamente aquella escuela, la que tan magistralmente describiera A. Sopeña en su festejado libro, "El florido pensil".
En nuestro pueblo había dos escuelas de niños y dos de niñas. Las de niños, ubicada una en la casa de "Gazpacho," (hoy casa de la Mari de Mariquita) cuyo titular era don Juan Chica, a la que yo asistía y otra, en las escuelas del barrio, (espacio que hoy ocupa el "Jardín de Infancia Gloria Fuertes", regentada por don Manuel Mateos, ex militar, procedente de Melilla. Las de niñas, una estaba ubicada en el antiguo "Hogar del Pensionista", cuya titular era doña Pepita, maestra natural de Zafarraya, y la otra, junto a la de niños del pueblo, cuya plaza en los años cincuenta, disfrutaba Primitiva Luque, hija de Antonio Luque, de Ventas de Zafarraya, pero que antes regentara Andrea Ortigosa, hija que fue de don Manuel Ortigosa, prestigioso maestro nacional republicano, depurado por los órganos represores del nuevo régimen, y que durante veinte años impartía clases partículas a un alumnado variopinto, en el llamado "cortijo del cura", que como recordaremos, fue la capellanía del Cura Platero, ayudado por Carlota, la sacristana y cartera, antepasada que fue, de la saga de los "Carlotos".
Yo fui alumno en la escuela de don Juan, hasta 1953, en que pasé a la escuela de don Manuel en el Barrio. Y ya a finales de los cincuenta, con don Julio. Eran los años del "Nosotros" "Países y mares" y el Quijote, como libros comunes de lectura, la enciclopedia de Álvarez, como libro de conocimientos. Después llegarían "Lecturas de oro" para los niños y "Guirnaldas de la historia" para las niñas.
La escuela de niñas, con sus clases correspondientes de costura, cocina y urbanidad, más los cursos complementarios, impartidos por la "Sección Femenina" , para su formación como mujercitas y las de niños, con las complementarias de "Formación del Espíritu Nacional, y las prácticas de instrucción militar, enardecimiento del "ardor guerrero" con el canto de innumerables himnos fascistas de los que no quedó ni uno sólo, que no entonáramos como: Cara al sol, Montañas nevadas, Ardor guerrero, De Isabel y Fernando, Juventudes católicas de España, Lánzate al cielo, Cristo Rey, etc... Como decía un viejo y entrañable camarada, "¡que no estamos locos, de milagro!".
El contenido de las clases, ante la absoluta penuria de material, contenido y medios, consistían en cantar reiteradamente y hasta la saciedad, la tabla de multiplicar, las obras de misericordia, los santos mandamientos o los ríos, cabos y golfos del mapa de España, además de la lectura o escuchar embelesados, el cuento semanal del maestro.
Con don Juan, no aprendimos mucha aritmética, ni quizás, demasiada gramática, sin embargo, éramos unos verdaderos campeones en " lectura y geografía". Sería quizás, porque habría que pensar menos, pues don Juan, verdaderamente, no era muy de pensar. En la de doña Pepita, escuela de niñas, tampoco hubo mucha facilidad para la geografía o la lectura. Las niñas, tenían el "servicio" en el "corralillo" de la Ropera y las "chuches" en las vecinas tiendas de la María Nuño o Encarnación de Juanela, pero "los conocimientos", salvo quizás para un selecto grupo de mimadas niñas bien del pueblo, brillaban por su ausencia.
Como es de esperar, en el pueblo, no existía entonces área de preescolar o párvulos, ni tampoco, hasta casi llegados los sesenta, con don Julio, estudios superiores ni materias o clases dirigidos a ellos, salvo la espontánea" vocación de seminaristas", que de repente acometía a algún educando o a su familia.
Fue también la escuela de nuestro especial "plan Marshall" conque USA, nos pagaba la rendición de plaza, para que pudieran usar de la totalidad del suelo patrio, para sus bases, al tiempo que consumaban la traición al pueblo, reconociendo al nuevo régimen, pese a su evidente simpatía y colaboración con el derrotado nazismo. Fuel el tiempo de la mantequilla y la leche en polvo yanqui, de tan grato recuerdo para los niños de la época. Para unos, porque la mantequilla sabía a gloria, y para todos, porque, por fin pudieron nuestras madres, darnos algún que otro atracón de natillas o de arroz con leche. Porque al principio, íbamos con nuestro propio pan tostado y en la misma escuela, se repartía una gran olla de leche ya caliente, en los jarritos de lata que cada cual portaba desde su propia casa. Pero después, ante el desbarajuste que suponía esta actividad, se optó por repartir raciones de leche en polvo y porciones de queso, por lo que la puesta en servicio, la hacía ya cada cual en su propia casa.
Y así fuimos "domeñando" aquella "década prodigiosa" de escasez, represión, sufrimiento, vida a ras de suelo y deseos de superación. Pero que, a pesar de todo, no creo que haya nadie de entre todos aquellos niños y niñas, que no la recuerde como el tiempo prodigioso en que cada uno y cada una, inaugurábamos nuestra primera década en esta vida, que constituyó nuestro especial, único e irrepetible paraíso de infancia.
Juanmiguel, Zafarraya.