Un cortijo almijareño


 Dicen que el paso del tiempo pone cada cosa en su lugar; en este caso, al menos, sí que ha cerrado un círculo que se había abierto muchos años atrás.

 No tengo que remontarme mucho tiempo atrás para recordar la primera excursión que hice por el Parque de las Sierras de Tejeda, Almijara y Alhama. Fuimos a la Maroma, como no podía ser de otro modo; es la ruta más emblemática –que no la más bonita– de estas sierras.

 Recuerdo también mis sensaciones al ver por primera vez aquellos horizontes: por una parte me encantó su paisaje verde y agreste, pero a la vez, aquella interminable sucesión de picos escarpados que desde lejos parecían todos iguales, se me antojaron un lugar difícil e inhóspito. Claro que eso fue cuando aún no la conocía: como con casi todo, las primeras impresiones a menudo no son las más fiables.


Sierra de Játar
 
 Porque en Tejeda, Almijara y Alhama hay mucho más que cumbres, ríos y cañadas. Antiguos cortijos repartidos por todas partes, algunos situados en lugares casi inaccesibles; senderos hoy olvidados que en otros tiempos atravesaban la sierra de punta a punta; pueblos que se asientan al mismo pie de la sierra y la rodean como en un abrazo –Játar, Fornes, Jayena, Arenas del Rey, Sedella, Cómpeta, Acebuchal, Frigiliana– cuentan muchas historias, algunas muy duras, sobre el esfuerzo de sus gentes por salir adelante. Fue luego, cuando ya conocía los caminos de la sierra, que comenzó a interesarme la otra cara de aquella comarca: el factor humano, la historia de los lugares y sus familias, sin imaginar que ese interés me llevaría también a descubrir algo con lo que no contaba.


Haza del Aguadero
 
Todo empezó con una simple frase dicha al azar durante el transcurso de una conversación con un anciano cabrero. Aquel buen hombre me contaba, una tarde de septiembre de 2014, que su suegro había dedicado gran parte de su vida a cuidar de un cortijo en la Almijara. Llevaba los terrenos en régimen de arrendamiento; a ellos entregó sus mejores años cultivando la tierra, pastoreando el ganado y manteniendo en buen estado casa, corrales y vías de acceso. Allí pudo prosperar con su familia hasta que la finca cambió de propietario y todos tuvieron que marcharse casi con lo puesto y de la noche a la mañana, según me refirió con el estoicismo propio de la gente sencilla. ¿Qué ocurrió…? Pues que el nuevo amo de aquellas tierras, mal influenciado por su encargado –un capataz perverso y codicioso, a decir de todos– fue convencido con engaños para que despidiese a varios arrendatarios de sus recién adquiridas propiedades. El agricultor y su familia se vieron entonces obligados a reunir sus enseres y animales para trasladarse temporalmente a una cueva cercana, porque con tan poca antelación no encontraron otro sitio mejor. Allí tuvieron que vivir con penosas incomodidades durante algunos meses, hasta que se instalaron en el pueblo definitivamente.


Cueva del Puerto
 
 Mientras escuchaba con atención aquella historia, pensé que yo no conocía uno de los cortijos de los que este hombre me hablaba: se trataba del Haza del Aguadero, en los montes de Játar. Si bien nosotros habíamos recorrido toda la sierra a lo largo de nuestras rutas, aún quedaban algunas zonas en las que yo personalmente no había estado, y el cortijo Haza del Aguadero era, casualmente, una de ellas.

 Me sorprendió el detalle con que el cabrero y su familia retenían en su memoria aquellos días tan amargos, y todo lo que recordaban sobre aquel abogado de Granada que, enamorado de esa comarca y desconocedor de sus costumbres, compró las tierras en las que ellos habían vivido hasta entonces. Pero lo que terminó de espolear mi curiosidad fue escuchar su nombre completo –que el antiguo cabrero recordaba perfectamente– y su descripción: los apellidos y ciertas características físicas me dijeron que esa familia podría estar hablando de mi abuelo.

 Totalmente intrigada, en cuanto pude comencé mis pesquisas. Mi primer paso fue indagar entre los miembros de mi propia familia para comprobar si alguien más tenía noticias de aquellos hechos; quiso la suerte que uno de mis familiares recordase lejanamente que en efecto, se compraron unas fincas en aquella zona y que al tiempo se vendieron de nuevo.

 Tras semanas de investigación y gestiones, por fin encontré lo que buscaba. Efectivamente; en los libros constaba que durante unos años mi abuelo fue el propietario legal de una finca en aquellas sierras que incluía varios cortijos y sus terrenos; la propiedad era tan extensa que abarcaba los términos municipales de tres poblaciones. Cuando comprobé por mí misma esa información, casi no podía creer el giro inesperado y sorprendente que habían tomado los acontecimientos tras aquella charla casual con mi amigo cabrero.

 Poco tiempo después –y yo diría que como broche de oro– conseguí ponerme en contacto con Carlos Márquez Molina, que había conocido personalmente a mi abuelo durante aquellos años. La conversación con este hombre franco y afable fue especialmente reveladora para mí, y terminó de completar por fin mi particular rompecabezas. Él reconoció al momento las fotografías de mi abuelo que le llevé ex profeso: me dijo que lo recordaba "talmente como si lo hubiera visto ayer". Incluso había llegado a visitarlo en su casa de Granada en varias ocasiones. Carlos Márquez también comentó las numerosas irregularidades cometidas por aquel antiguo capataz de la finca, y me contó que algunos años después mi abuelo vendió todas las tierras y ya no volvió más.


Carlos Márquez Molina
 
 A lo largo de casi tres horas de charla fui descubriendo, como si alguien descorriese lentamente ante mis ojos una cortina invisible, muchos aspectos de la forma de ser de mi abuelo –un hombre bueno, a quien no llegué a conocer–, de su casa y de su vida que de otra forma nunca habría sabido. Tras aquel encuentro di por concluida mi búsqueda; ya sólo me quedaba conocer aquel cortijo del que tanto había llegado a saber sin haber estado nunca allí.

 El día que elegimos para ir al Haza del Aguadero amaneció con buen tiempo aunque era pleno mes de noviembre; dos de los hijos del cabrero, Rosa y Juan, quisieron acompañarnos ese día en nuestra ruta a la antigua propiedad de mi familia.

 
Cortijo del Haza del Aguadero, noviembre 2014

 Como tantas otras veces íbamos a visitar un lugar más de la Almijara, si bien yo creía que allí encontraría algo más. Quizá por eso, fruto de mi impaciencia por llegar, no reparaba demasiado en la belleza del camino que recorrimos. Me gustó, eso sí, el precioso emplazamiento del cortijo: aquella amplia meseta al final de un barranco por el que apenas podíamos pasar con nuestras botas y bastones de montaña, a pesar de estar acostumbrados a caminar por el campo. El antiguo camino de acceso a la finca había sido arrasado por las lluvias torrenciales unos años atrás –en algunas zonas todavía se podían ver algunos de sus tramos, totalmente descarnados por la fuerza del agua– pero aun así pudimos llegar a la llanura rodeada de arroyos, de ahí su nombre, Aguadero, donde se mantienen medio en pie las casas del cortijo.

 
Barranco Malinfierno, carril de acceso al cortijo

 Recorrí junto a mis compañeros los restos de las construcciones y sus alrededores, observando cada rincón con respeto e infinita curiosidad. Delante de la vivienda principal –¿se alojaron allí mis abuelos alguna vez?– dos viejos cerezos, todavía sanos, nos brindaron una silenciosa bienvenida. Aquel sitio me encantó desde el principio, aunque debo reconocer que no encontré "nada más", como quizá esperaba, ahora que sabía de mi antigua relación con aquel lugar.

 Almorzamos cerca de un nacimiento de agua. Aún sobreviven desperdigados por allí algunos olivos, almendros e higueras, en los cuales todavía se aprecian los restos de antiguas y sabias podas; ahora se disputan el terreno y el agua con las aulagas y el romero. Y en las horas previas a la caída de la tarde de aquel día otoñal decidimos marcharnos, aunque antes me hice unas fotografías delante de la casa y los dos añosos cerezos, que deben llevar ahí plantados varias generaciones. Acaricié aquellos troncos con mi mano izquierda –la del corazón– y me despedí in mentem de todo lo que pude abarcar con la mirada. Pensé, contenta, que muchos años atrás mi abuelo también habría paseado la vista por aquel mismo horizonte.


Casa principal y  cerezos
 
 Durante el camino de vuelta, Rosa comentaba que está convencida de que “una mano invisible” me ha guiado hasta su familia para que pudiese conocer estos hechos antes de que desaparezcan sus últimos testigos. Ella, nieta del cabrero expulsado sin razón; yo, nieta del propietario que lo despidió sin sospechar que estaba siendo injusto. Dicen que el paso del tiempo pone cada cosa en su lugar; en este caso, al menos, sí que ha cerrado un círculo que se había abierto muchos años atrás. Las vueltas de la vida nos han llevado a conocernos y compartir esta historia; quiero dar las gracias a ella y a su familia por haberme ayudado a saber todo esto. Porque haber tenido la oportunidad de conocer otro retazo de la historia de estas sierras, que a la vez lo es también –un poquillo– de mi propia historia, ha sido una aventura distinta. La más bonita, para mí.


Delante del antiguo pajar

Gracias a la colaboración de Carlos Márquez Molina.
Fotos de M.C. Luengo Navas.