María, la choceña



 Hace años que ella murió, así que no puedo preguntarle si me da su permiso para convertirla en la protagonista de una historia sencilla, la suya. Pero siempre fue una mujer generosa, que pasó su vida dando y dándose, por eso creo que no le importaría.




 Fue hace alrededor de un mes. Volvíamos de Málaga por la Autovía del Mediterráneo, pero en esa ocasión nos apeteció cambiar el itinerario de siempre y tomar el desvío a Vélez Málaga para llegar a Granada por el Boquete de Zafarraya; hacía años que no íbamos por ese camino. Siempre nos ha gustado esa carretera de montaña que une la Axarquía malagueña con la comarca de Alhama de Granada a través de Sierra Tejeda. Y ese día de pleno mes de abril, con todo el paisaje renovado por la primavera, desde los valles sembrados de cereales hasta los olivares que se extienden entre los pueblos y caseríos que salpican las colinas, estaba especialmente bonita. Cruzamos el puerto de montaña que forman las dos rocas gigantes de piedra caliza, y llegamos a Ventas de Zafarraya, donde paramos para comer algo. Nos sentamos en una terraza, y mientras esperábamos a que nos sirvieran mirando distraídamente a la gente ir y venir, me asaltó de pronto el recuerdo de María. María la choceña, como le gustaba que la llamasen.

 Hace años que ella murió, así que no puedo preguntarle si me da su permiso para convertirla en la protagonista de una historia sencilla, la suya. Pero siempre fue una mujer generosa, que pasó su vida dando y dándose, por eso creo que no le importaría. Aun así, hoy la he llamado María, que no era su nombre real, para preservar su identidad. María es un nombre que le cuadra a la perfección, más incluso que el suyo propio: es sencillo y sin pretensiones, igual que era ella. Además era un nombre muy frecuente, sobre todo en tiempos pasados; lo llevaban muchas de aquellas mujeres fuertes, valientes, discretas y sobre todo anónimas de antaño, que vivieron en un aparente segundo plano, pero sin cuyas vidas hechas a base de sacrificios nada sería igual. Ni siquiera nosotros seríamos los mismos.

 Lo primero que me viene a la memoria es su aspecto. Era muy menuda, pero no daba impresión de fragilidad, sino más bien al contrario. Sus manos, pequeñas y fibrosas, evidenciaban toda una vida de trabajo, y tenía la cara tan arrugada que cuando se reía, cosa que hacía a menudo, sus ojos melados casi desaparecían bajo los pliegues de su piel. ¿Cómo habría sido de joven, rubia o morena? No tengo ni idea; siempre iba con un moñillo muy repeinado de color marfil, pues sus canas no eran blancas del todo. Solía vestir de negro de arriba abajo; hasta sus sobrios zarcillos, los únicos que tenía, eran color azabache. Según contaba ella, a lo largo de su vida había ido empalmando los lutos, empezando por sus padres y su marido y terminando por todos sus parientes cercanos, y ya era demasiado tarde para cambiar. La única concesión al color que le conocimos fue su colección de primorosos delantales, todos salpicados de diminutos lunares o flores blancas, “alivio de luto” como ella decía, que llevaba siempre limpios y planchados con esmero.

 Nunca supimos su edad, pues ni siquiera ella misma tenía certeza del año en que nació; yo la conocí ya mayor –o vieja, que diría ella, poco amiga de eufemismos– aunque estoy segura de que aparentaba muchos más años de los que tenía en realidad. Porque eso pasaba con las mujeres de antes, sobre todo las que vivían fuera de las ciudades, en pueblos y cortijos: la mayoría llevaban pintada en sus caras y cuerpos la marca indeleble que dejan los años de trabajo continuo, privaciones e intemperies. María fue, hasta el final de su vida, un buen ejemplo de entrega, pues incluso cuando no tenía por qué hacerlo, continuaba estando a disposición de todos. Pero lo que más recuerdo de ella es que siempre parecía contenta. Cualquiera que fuese su estado de ánimo –quién sabe lo que pasaría por su cabeza– siempre procuraba sonreír y mostrar a todos su mejor cara; y eso a pesar de que a veces se le escapaba aquella frase suya: “Cada día que sale el sol puede traer una desgracia…”. Con los años me he dado cuenta de que esa constante alegría suya en su trato con los demás era en realidad la máxima expresión de generosidad.

 Aunque no le gustaba hablar de sí misma, a veces conseguíamos, tras mucho insistir, que nos contase cosas de su infancia. De esa manera supimos que había nacido en una cortijada cercana a la localidad de Zafarraya, un lugar que siempre recordaba con cariño y nostalgia. Provenía de una familia tan modesta que ni siquiera eran suyas la casa en que vivían y las tierras que labraban de sol a sol; pero a pesar de las estrecheces económicas, sus recuerdos de niñez y juventud eran –o al menos lo parecían– muy felices, hasta que se casó. Porque María estuvo casada, pero debió ser durante poco tiempo ya que su marido, según relataba, murió joven. De hecho, ella solía decir que lo único que lamentaba de su vida era que no había podido tener hijos. Pero nunca nos dijo cómo o por qué murió su marido, y era evidente que no quería hablar de ello, así que ninguno preguntábamos más. En aquella época –según mis cálculos, debió ser por los años cuarenta del siglo pasado– una mujer viuda y sin hijos no tenía más remedio que ganarse el pan por sí misma si no quería morir de hambre y soledad, por lo tanto María abandonó su aldea y vino a trabajar a Granada, lejos, pero no demasiado, de todo lo que le recordase su vida anterior. Así fue como la conocimos: recaló en la casa que mi abuela tenía en la calle Puentezuelas, donde encontró trabajo como cocinera y señora de compañía, además de un lugar donde vivir tranquila y con relativa comodidad.

 Que nosotros supiésemos –porque la vida anterior de María estaba llena de lagunas en las que ella no quería bucear– de familia cercana sólo le quedaba una hermana, bastante más joven que ella, que había emigrado a Barcelona y con la que apenas mantenía más contacto que el de algunas cartas que intercambiaban en fechas señaladas. Por eso yo creo que, en el fondo, María siempre consideró a mi abuela, con la que se llevaba muy bien, y a Antonia, la asistenta de la casa, como una especie de segunda familia.

 Cuando mis hermanos y yo íbamos de visita, María formaba parte de aquellos momentos como un miembro más de la familia, pululando muy dispuesta por todos los rincones, siempre invisible y a la vez siempre presente, atenta a cualquier cosa que se necesitase en el salón o en la cocina, anticipándose a cualquier necesidad y disponiendo todo como ella sabía hacer mejor que nadie. Yo creo que mi abuela no sabía decidir nada sin ella. “María, esto; María, lo otro…” Y María iba y venía, rápida y ágil como una ardilla a pesar de su edad y sus dolores de espalda, con nuestras meriendas, o con el té de mi abuela, o trajinando con la “caja de los hilos”, como ella llamaba al costurero, en sus pocos ratos de tranquilidad. Y siempre contenta y de buen humor.

 De aquella época recuerdo con especial gusto un pequeño ritual, siempre el mismo, del que María se encargaba sin olvidarse un solo día: cuando llegaba el momento de marcharnos, se acercaba a nosotros con su sempiterna sonrisa y, con mucho misterio y ceremonia, sacaba de uno de los bolsillos de su delantal una pequeña bolsa de caramelos que nos entregaba mientras nos decía: “¡Tomad esta bolsica de caramelillos, que yo sé que os gustan…!”.

 Cuando María se hizo tan mayor que ya no podía ni con su alma y no tuvo más remedio que dejar de trabajar –muy a su pesar, por cierto–, su hermana de Barcelona, lejos de ella en todos los sentidos y demasiado ocupada con su propia familia, decidió que habría que internarla en una residencia, para que “estuviese recogida y no diese quehacer a nadie”. No hubo forma de convencerla para buscar otro arreglo, y María, siempre pensando en todos menos en sí misma, no se atrevió a contradecir a su hermana. El día que se fue de la casa de mi abuela, de su casa en realidad, fue la primera vez que la vi dejar de sonreír.


Zafarraya

 Procurábamos ir a verla todos los sábados. Siempre la encontrábamos en la misma esquina del salón, sentada muy cerca de una ventana, esperándonos. Sobre su vestido negro –pobre María, al final de su vida se tuvo que vestir de color– le ponían una bata de color rosa, que solía llevar muy abrochada hasta arriba, envolviendo aquel cuerpecito cada vez más pequeño. Cuando nos veía entrar sonreía, cómo no, y la cara se le cambiaba. El rato que pasábamos con ella todo se volvían preguntas –“¿Cómo está vuestra abuela? Que le deis besos de mi parte; ¿Cómo van esos colegios? Que estudiéis mucho…” –. Pero lo que más nos gustaba, más que sus preguntas o su sonrisa, era ver la ilusión con la que sacaba del bolsillo de su colorida bata un paquete de caramelos, que nos entregaba con aquel temblorcillo de manos que tenía desde hacía un tiempo, igual de contenta y con las mismas fiestas que nos hacía cuando éramos chicos: “¡Aquí tenéis estos caramelillos, que yo sé que os gustan…!”. Nunca le preguntamos, pero suponíamos que alguna cuidadora caritativa iría a comprarlos en su lugar, pues María, ya muy débil, no salía nunca a la calle. Las últimas veces que estuvimos con ella debió notar nuestra pena al verla apagarse tan rápidamente, porque nos decía –qué se le iba a escapar a ella–: “Vosotros sois jóvenes y no os estropeáis con las lágrimas, pero los viejos se ponen muy feos cuando lloran”. Quizá por eso, aunque en sus últimas horas dejó de sonreír, nunca la vimos llorar.

 María se fue una noche mientras dormía en su cama; plácida y discretamente, sin dar un ruido, como vivió toda su vida. Y creo que gracias a esa forma de ser suya, generosa hasta el final, vivió y también murió feliz, en paz. Al recordar hoy su pequeña gran historia, siento que tengo también un recuerdo para todas las pequeñas grandes mujeres que, por circunstancias ajenas o incluso por elección propia, pasaron y pasan por la vida como de puntillas, y cuyas valiosas existencias a veces sólo valoramos cuando ellas ya no están. Estoy segura de que todos hemos conocido a alguna “María”. Y quizá incluso algún lector sepa quién fue realmente la María de esta historia.

 Aquel día, cuando terminó nuestro viaje y llegamos a la casa, encendí el ordenador para buscar por internet fotos antiguas del pueblo y las gentes de Zafarraya. Tenía mucha curiosidad por ver el lugar tal y como era en los tiempos en que María y su familia vivían allí… encontré unas cuantas, que me ayudaron a imaginar su vida antes de que se fuese de su pueblo para siempre; antes de dejar atrás aquella vida de la que apenas quiso contarnos nada, pero que yo sé que fue buena, a pesar de todo.

 Creo que tengo por ahí guardada una fotografía de ella, de María la choceña. Sí, creo que debe andar traspapelada por algún cajón; tengo que acordarme de buscarla…


 

Presentación



 Cuando era una niña, mis hermanos y yo solíamos pasar gran parte del verano en el cortijo de mis abuelos. Los días en que apretaba más el calor bajábamos a la vega para bañarnos en un estanque que había bajo la sombra de una mimbre; se llenaba con el agua de un manantial que entraba y rebosaba continuamente, por eso era tan cristalina como la de un arroyo de montaña. Una de las cosas que más me gustaba hacer entonces era saltar a la parte profunda de aquel estanque. Aunque se podía ver el fondo a través de los limpios claroscuros del agua, la idea de hundirme por completo siempre me parecía arriesgada; pero quizá ese pequeño desafío era lo que más me animaba a saltar. Así que me ponía muy tiesa, respiraba hondo, cerraba los ojos y, sin darle más vueltas, me lanzaba al agua –que por cierto estaba helada– sintiendo al zambullirme aquella frialdad que me rodeaba de golpe y se cerraba sobre mi cabeza durante pocos segundos, pero… ¡qué emoción sentía luego, cuando emergía de nuevo a la superficie! Estaba tan orgullosa de mí misma que todos los días repetía aquel juego una y otra vez.

 Hoy, que me asomo por primera vez a esta ventana de Alhama.com, siento –un poquito– las mismas sensaciones de aquella niña que fui: estoy preparada para “saltar al agua”, sólo que en esta ocasión no puedo ver el fondo del estanque. Pero confío en que, al igual que entonces, saldré a la superficie contenta por haber probado esta experiencia, y satisfecha por el trabajo realizado, sobre todo si gusta mi pequeña contribución a este periódico. Me llamo Mariló; no soy de Alhama ni de ninguno de los pueblos que conforman vuestra histórica comarca; tampoco soy descendiente de alhameños… nací y vivo en Granada, pero me gusta tanto vuestra tierra como a cualquiera de vosotros. Una sucesión de casualidades y la buena voluntad de algunas personas como Adrián Aguirre, del Club Senderista Navachica de Jayena, y Jesús Pérez, de Alhama.com, han hecho posible que hoy tenga la oportunidad de dirigirme a vosotros desde este huequecito en vuestra página web.

 Hace ya algún tiempo que, en compañía de algunos compañeros –entre los que tengo dos buenos amigos– practico el senderismo, algunas veces extremo, por las sierras de Tejeda, Almijara y Alhama. Cada fin de semana procuramos escaparnos de Granada y su ajetreo para venir precisamente aquí, a estas montañas, porque es donde más nos gusta estar; tanto es así que en algunos círculos nos conocen por el sobrenombre de Comando Almijareño, apelativo que nosotros aceptamos encantados. Han sido muchos los kilómetros caminados por estos parajes explorando cada sendero y cada cumbre, cada río, barranco, cañada, cueva o cortijo abandonado del Parque Natural, tanto por la parte granadina como por la malagueña, y también hemos intentado dar a conocer su sorprendente diversidad y belleza, además de su historia más reciente, a través de foros de montaña, blogs, y otras páginas web.

 Pero he de decir que quizá lo que más me ha gustado ha sido tener la oportunidad de acercarnos a algunas personas, la mayoría de ellas gente mayor que ha vivido y trabajado toda su vida en los pueblos y cortijos que rodean el Parque: Játar, Fornes, Jayena, Arenas del Rey, Alhama, Sayalonga, Frigiliana, Nerja… y que han querido abrirnos la puerta de sus casas para charlar con nosotros, contarnos parte de sus vidas y contestar a nuestras muchas y curiosas preguntas –sobre todo las mías – de gente de ciudad.

 Es asombroso lo mucho que puede cambiar la impresión que se tiene de un lugar cualquiera cuando se conoce la historia, ya sea grande o pequeña, que tiene detrás. A menudo, durante nuestras rutas, nos topamos con las ruinas de un antiguo cortijo o venta de los que a priori tan sólo sabemos su nombre, y eso gracias a que lo hemos leído en un mapa de la zona. A primera vista se trata tan sólo de un montón de piedras, o en el mejor de los casos, de cuatro muros y unas vigas de madera apolilladas que a duras penas se mantienen en pie, en su lucha silenciosa para que la maleza no termine de engullirlos por completo. Yo suelo decir que a mí siempre me ha parecido que una casa abandonada es lo mismo que un perrillo sin amo; que sus paredes derruidas, los huecos de las ventanas y los tramos rotos de escaleras que ya no llevan a ninguna parte parece que están esperando a que vuelvan quienes vivieron allí una vez.



 Por eso cuando encontramos los restos de una vivienda me gusta meterme por sus recovecos e imaginar cómo fue en sus buenos tiempos: busco la chimenea –que es el corazón de una casa– o el antiguo horno, imagino dónde estaban los dormitorios y la cocina, e incluso me figuro el aspecto que tuvieron las antiguas tierras de labor que la rodean, antes de ser invadidas por las aulagas y el romero. Y no sé si le pasará a todo el mundo, pero para mí, el simple hecho de saber quiénes nacieron, vivieron, trabajaron y hasta incluso murieron en un determinado lugar, dota a ese espacio de una entidad nueva que lo transfigura automáticamente. Entonces las ruinas se desvanecen y, como por arte de magia, casi puedo visualizar la casa y sus alrededores tal y como debieron ser una vez: las paredes blancas, el tejado entero y en su sitio, las puertas y ventanas abiertas al aire perfumado de la primavera… casi puedo escuchar a las mujeres de la casa trajinando en sus labores domésticas o a los hombres faenando en la era empedrada o bregando con la yunta de vacas en las laderas cercanas.

 Sí; conocemos algunas historias de la vida en estas montañas y sus pueblos gracias a lo que nos han contado nuestros amigos lugareños de esta preciosa comarca… me viene ahora mismo a la cabeza, por ejemplo, el día que visité por primera vez lo que queda de la Venta de López, en Játar. Ya desde que avistamos sus ruinas desde la Cruz del Puerto me gustó su emplazamiento, aquella meseta entre arroyos rodeada de montañas, y una vez que nos acercamos a los restos de la casa y pude curiosear por allí, el lugar terminó de conquistarme; entonces comenté con mis compañeros mi intención de averiguar más cosas sobre aquel lugar. Al poco tiempo y tras mucho preguntar, tuvimos la oportunidad de conocer personalmente a los descendientes de una de las familias que vivió en la Venta de López: la de José María Márquez Ruiz. Pudimos charlar con una de sus hijas, Rosa Márquez, una señora ya mayor que nos recibió en su casa en varias ocasiones, y siempre con la misma amabilidad y paciencia. Nos describió con detalle cómo eran la vida cotidiana y las costumbres de la Venta de López en otros tiempos, no tan lejanos, cuando el sendero que atraviesa aquella parte de la sierra era un importante camino de arriería. A través de su sencillo relato, cargado de nostalgia, conocí de primera mano muchas de las cosas que quería saber. Escuchando a Rosa comprendí que si existiese una energía misteriosa que –de alguna forma– envolviese algunos lugares, la Venta de López, desde luego, la tendría. Y eso que aún no sospechaba que estaba a punto de averiguar algo que nunca hubiese imaginado, gracias a una increíble coincidencia. Por ella, hoy sé que yo también tuve en el pasado un vínculo con estas montañas, con las que ya me he encariñado para siempre. Pero, como suele decirse, ésa sería otra historia.

 “Pensé que te gustaría saber…” era el nombre de un blog que me enseñó mucho mientras lo escribía, hace tres años; ahora se convierte en el título de este rincón que estreno hoy. Si os apetece acompañarme, intentaré contaros parte –porque todo sería imposible– de lo que me inspiran nuestras rutas por los incontables senderos de las sierras de Tejeda, Almijara y Alhama.
Las fotos que acompañan este artículo son de Manuel Rodríguez Martos y Manuel Carlos Luengo Navas.