Featured

El crimen de Cázulas o la ¿imprevisible? muerte de don Paco (I de II)

Hay personajes difíciles de encuadrar. Don Francisco Bermúdez de Castro y Montes –más conocido en sus posesiones como don Paco–, marqués de Montanaro y dueño de media Sierra Almijara, fue un hombre de naturaleza ambigua, oscura y contradictoria. Su trágica historia no dejará indiferente a nadie. 

INTRODUCCIÓN

 Esta es la crónica de un drama que afectó a una comarca entera de Sierra Almijara; se prolongó durante décadas y concluyó repentinamente, el 17 de febrero de 1898, con el asesinato del protagonista de esta historia. Una historia truculenta y delicada de tratar debido a la crudeza de los acontecimientos que se describen –por increíbles que parezcan, son todos veraces–, y bastante desconocida fuera de su entorno. Para presentar al personaje de don Francisco tal y como fue, lejos de leyendas, suposiciones o hechos no comprobados, la narración se apoya en unos testimonios excepcionales: los que dejaron su esposa y su hija por escrito –en cartas a familiares, diarios y otros papeles–, que han aportado descendientes directos de nuestro protagonista. Gracias a la fiabilidad absoluta de esas fuentes y de acontecimientos históricamente probados, a las indagaciones en el Archivo de Cázulas y en hemerotecas, y depurando investigaciones hasta dejarlas en hechos pelados, he podido reconstruir lo más significativo de la vida de don Francisco Bermúdez de Castro y Montes, segundo marqués de Montanaro, un personaje que dejó memoria muy amarga en su lugar. 

 (Las fotografías de época que aparecen en este reportaje provienen del Archivo de Cázulas. Las imágenes del siglo XIX y comienzos del XX han sido reveladas a partir de negativos en vidrio por Javier de Pablos Ramos, Técnico Superior de la Administración General del Estado y Conservador del Patrimonio, especialista en archivos fotográficos).

 Antes que nada, tener en cuenta que don Francisco Bermúdez de Castro y Montes, el señor marqués o don Paco Castro –que de las tres formas era llamado–, fue un ser enigmático y desconcertante que, a pesar de lo que creyeron sus contemporáneos, pocos llegaron a conocer en profundidad. Protegido por la altura de su rango y las conveniencias sociales del siglo XIX, utilizaba la honorabilidad con maestría y su aparente virtud como instrumento al servicio de la vileza más innoble, valga el contrasentido. El relato de su vida se vio afectado, a lo largo de más de un siglo, por la confrontación de dos puntos de vista opuestos entre sí que terminaron convirtiéndose en la leyenda que ha llegado a nuestros días. Y aquí radica el interés de esta historia. ¿Cómo es posible que una misma persona generase sentimientos tan contrarios según, donde y con quien se hallase? Para sus amistades de Granada, Madrid y la alta sociedad, el marqués de Montanaro representaba la quintaesencia del perfecto caballero; para su familia, sus empleados en Cázulas y los habitantes de esa comarca almijareña resultó ser la encarnación del mismo diablo, circunstancia que, finalmente, propició su asesinato. La doble personalidad del marqués, su pretendida omnisciencia y su memorable capacidad para la impostura son, tal vez, los puntos más llamativos de esta crónica. 

 Para conocer mejor al personaje y las circunstancias que sellaron su destino debemos abordar el relato desde las dos perspectivas –la favorable y la desfavorable–, pues tanto una como otra ayudan a desentrañar la retorcida naturaleza de nuestro protagonista. La primera parte repasa su vida, desde el nacimiento hasta la muerte, con curiosas anécdotas de sus costumbres y de su manera de pensar y conducirse, que agradecemos a los testimonios familiares antes mencionados, más otros de quienes le conocieron en su tiempo, y datos históricos extraídos del Archivo de Cázulas. La segunda parte, dramática e interesante por la información que facilita –incluyendo la autopsia detallada del finado–, quedará a cargo de uno de los amigos más cercanos del marqués: el periodista e intelectual granadino Francisco Seco de Lucena, cronista de “El Defensor de Granada”, que no dudó en esgrimir su pluma para salvaguardar la dignidad del malogrado Bermúdez de Castro. Seco de Lucena narró la evolución de los acontecimientos –y también sus impresiones personales– a lo largo de varios artículos periodísticos que más bien parecen relatos de Ágata Christie, como veremos más adelante. El sorprendente, paradójico e inesperado final del suceso y lo que ocurrió con la viuda y la hija del marqués serán el broche de oro que cierre esta historia.

LA HISTORIA DE FRANCISCO BERMÚDEZ DE CASTRO Y MONTES

 Francisco Bermúdez de Castro y Montes nació en Granada en abril de 1851 y fue bautizado en la Basílica de las Angustias el 1 de mayo de ese mismo año. Hijo del ilustre don Francisco de Paula Bermúdez de Castro y Ruiz, primer marqués de Montanaro (nacido en Motril en enero de 1815) y de la acaudalada doña Ana de Montes y Gómez (nacida en La Zubia en 1826), dama de la alta sociedad granadina y legítima propietaria de la finca de Cázulas por herencia paterna), Francisco –o Paquito, como le llamaban en casa– fue el mayor de tres hijos; él y sus hermanos Narciso y María del Mar (que murió a los diez años de edad) se criaron en un ambiente refinado y selecto, legado de tiempos muy antiguos, cuando los miembros de la aristocracia guardaban a rajatabla la distinción de rango –no consentían en mezclarse con personas no pertenecientes a su misma clase social, haciendo suyo el viejo lema “la vostra miseria non mi tange”– y una autoridad casi omnímoda, adquirida a lo largo de siglos mediante el dominio social y económico de muchas generaciones de una misma familia. 

 La encopetada familia vivía a caballo entre sus distintas residencias, según mandasen la época del año y sus obligaciones; contaban con heredades en la costa de Granada, Madrid, Extremadura y el norte de España. El pequeño Paquito y sus hermanos, como es de imaginar, crecieron entre algodones, sin que les rozaran ni el ambiente ni la gente de la calle; algo, por otra parte, usual entre los miembros de la alta sociedad. Esa circunstancia, sumada a los mimos y blanduras con los que el futuro heredero del marquesado fue colmado desde su nacimiento, lo convirtieron en un niño malcriado, displicente y quisquilloso y, corriendo el tiempo, en un muchacho soberbio, fatuo, convencido de su imperio y tan sobrado de sí mismo que llegó un momento en el que sus padres ya no supieron cómo templar aquella gaita. Mal que bien con los años se hizo hombre y, dados su formación, medios económicos, posición social y, sobre todo, las excelentes relaciones de sus padres, Paquito –a la sazón don Francisco– llegó a ser comendador de la Real Orden de Isabel la Católica, diputado provincial por Granada, primer teniente de alcalde del Ayuntamiento de Granada y prominente socio de la Cruz Roja. Y justamente aquí es donde encontramos la singularidad de esta historia: nuestro protagonista, así elevado ante los ojos de los círculos políticos, sociales, culturales y económicos de su época, logró convencer a todos de que él representaba el ideal de noble de excelentes cualidades, moralidad intachable y firmes principios; muchos de sus conocidos habrían jurado todo eso y más. Sin embargo se trataba de una imagen que, para desgracia de los que le trataron más de cerca, distaba cien mil leguas de la realidad.

 Don Francisco era un galán de buena estampa, joven, airoso y acaudalado, cualidades por las que le hacían ojitos muchas mujeres. Sus incontables aventuras amorosas, pues, dieron mucho que hablar; de él se decía que se enredaba en el vuelo de una falda cualquiera. Todas las féminas llamaban su atención: desde las atildadas damas que asistían a los bailes de los salones más distinguidos de Madrid, San Sebastián y Granada, delicadas como la porcelana y de un pizpiretismo empalagoso, hasta las rústicas mozuelillas, robustas, sanas y coloradotas como amapolas silvestres, que pululaban por sus fincas de Granada y Cáceres. ¿Que alguna mujer se lo ponía difícil? ¡Bah, era cuestión de habilidad! Todos los burros comen cebada: sólo había que saber dársela. Además y en el fondo, él menospreciaba a todas las que se dejaban seducir por su repeinado figurín; ninguna de ellas, ni en el mejor de sus días, era lo bastante buena para él. Su sequedad de corazón le inducía a mariposear de flor en flor, libando en todas sin pararse en ninguna, asomando a sus ojos –por qué molestarse en disimular– la arrogancia y el desdén. Y es que por ser él quien era “había nacido de pie, a diferencia de todos los demás, que habían caído en este mundo como talegos” (solía decir esta expresión con frecuencia, a modo de gracieta).

 A la muerte de su padre, don Francisco de Paula Bermúdez de Castro y Ruiz (ocurrida el 30 de julio de 1885, a la edad de 72 años) y la de su madre, doña Ana de Montes y Gómez, nueve años después (el 28 de junio de 1894, a la edad de 67 años), el flamante segundo marqués de Montanaro heredó por derechos de primogenitura las posesiones, títulos nobiliarios, enjundias y prebendas acumuladas por sus ancestros durante generaciones. Una de sus propiedades más valoradas era la finca de Cázulas, en la sierra de la Almijara, legado directo de su madre, que a su vez había recibido de su padre, don Andrés de Montes y Vela, allá por el año 1852. 

 Consciente de su nueva responsabilidad como titular del marquesado de Montanaro, don Francisco disimuló en público su carácter excéntrico y antojadizo, aunque con frecuencia las formas le delataban: no se ponía límites en el vestir elegante, ni en lujos, ni en el continuo zangoloteo de viajes, fiestas, tertulias, caprichos caros y comidas pantagruélicas. Con el tiempo sus cautelas se fueron relajando –una vez afianzada su posición, claro está– y quedaron manifiestos sus frecuentes cambios de humor e incluso sus raptos de ira, que caían como plaga de langosta sobre quienes tuviese cerca, especialmente si eran sus inferiores. Como buen aristócrata de la vieja escuela, don Francisco pensaba que no se debía permitir a la plebe salir de su baja condición, para que no se desmandase: su cacicato era añejo y no estaba dispuesto a que nadie se le subiese a las barbas; todos debían rendirle, más que obediencia, sometimiento. Cada vez más a menudo su genio endemoniado estallaba en erupciones repentinas, a veces desencadenadas por cualquier insignificancia, y aquellos que lo sufrían sabían que el peor sistema contra esos arrebatos era contradecirlo, darle explicaciones o defenderse, porque don Paco Castro –así le conocían en Cázulas– no admitía más razonamientos que los suyos. Su voluntad, en sentido estricto, era ley. Algunos hubo que empezaron a dudar de que estuviese en sus cabales; la mayoría, sin embargo, pensaba que no había que darle más vueltas: se conocía que el amo era más malo que un tabardillo.

 Algo alejado de Otívar pero casi presidiéndolo con su histórica silueta, se levantaba el palacete de Cázulas, construido a partir de una bella torre de planta cuadrangular, remanente de otra mucho más antigua –“del tiempo de los moros”– que, como no podía ser de otro modo, contaba con su inevitable leyenda de fantasmas, de cuando aquello era una alquería árabe. Todo un caserío existía adyacente a la casa principal con viviendas para los trabajadores, cuadras, molino, almazara, serrería, graneros y otras dependencias que completaban la Villa de Cázulas, a la que había que añadir unos cuidados jardines de estilo clásico con bojes, magnolios, palmeras y otros grandes árboles a más de frutales, flores de muchas clases y cantarinas fuentes de agua. Al pie de la torre se abría la puerta principal de la casa o “puerta de honor”, sobre la que campeaba el emblema nobiliario de los Montanaro y de la Nava de Barcinas, también en la familia. Alrededor del palacete se extendían cinco mil quinientas hectáreas de monte y roquedos, cortijos y apriscos, bosques de pino y carrasca, feraces vegas y tierras de sementera, cursos de agua propios y los mejores puestos de caza de toda la sierra. Cázulas era un lugar privilegiado, casi autosuficiente, que generaba riqueza no sólo para sus propietarios sino también para toda la comarca. No en vano casi todos los hombres y mujeres en edad de trabajar de Otívar, Jete y Lentejí –los pueblos más cercanos al palacete– encontraban faena dentro y fuera de la casa grande, y también en las tierras del marqués.

 Allí se había criado don Francisco de niño, y allí llevó a su esposa cuando le llegó el momento del casorio, que menester era pensar en una familia, más que nada por ofrecer un heredero a su nombre y patrimonio –la familia, como quedó patente, le traía bastante sin cuidado–. No dudamos de su buena intención en un principio pero ay, que, en su reino, el marqués de Montanaro regía sobre todo y sobre todos, con aquella arrogancia sibilina disfrazada de benevolencia tan suya, que usaba cuando se dirigía a sus amistades o hacía obras caritativas encaminadas a crearse buena fama, algo que cada vez le iba haciendo más falta.

 Don Francisco se casó en la parroquia castrense de Mahón (Mallorca) el 15 de agosto de 1888. La envidiada –que no dichosa– recién desposada, una cándida muchacha de diecinueve años que salió del calor de su casa para entrar en los rigores de un matrimonio por estricta conveniencia, era dulce y reservada, talentosa, culta, sentimental y una gran lectora, sobre todo de libros religiosos y morales, algo muy en boga entre las señoritas de su condición. Doña Loreto Seriñá y Lillo era bonita –menuda, rubia y de ojos claros, con una tez tan fina y transparente que parecía toda ella un puro armiño–, descendía de una linajuda familia de militares de alto rango y prosapia, y había sido educada con una estricta disciplina. No en vano su padre era el teniente general don Julio Seriñá Raimundo, comandante general del Quinto Cuerpo del Ejército, capitán general de Aragón y, decían, que el último gobernador militar de Filipinas. Total... los tiempos primeros de vida en común del nuevo matrimonio transcurrieron en una aparente armonía que resultó bendecida con el nacimiento, el 25 de septiembre de 1889, de la que sería la única hija del matrimonio, la heredera y última representante del marquesado de Montanaro, doña María del Mar Bermúdez de Castro Seriñá y Lillo. La pequeña llevaba el nombre de la hermana de su padre, fallecida cuando era una niña. 

 Con la llegada del bebé y los cambios de rutina de la casa, el marqués, fiel a su naturaleza y aburrido tal vez de la vida familiar, volvió por sus fueros, retomando sus correrías y sus aficiones de soltero sin escasear en recursos por salirse con la suya, que para eso se las pintaba solo. Gradualmente, don Francisco impuso su voluntad con una especie de firmeza endulzada con ladinas ternuras y carantoñas, aboliendo poco a poco en doña Loreto todo intento de queja o discusión por las prolongadas e inexplicables ausencias de su marido. Hay que decir que la integridad y buenas cualidades de doña Loreto eran bien sabidas por todos y que, en el fondo, el marqués confiaba en que algo de esa buena fama se le pegase a él también –ya se sabe que, si se pone un cuchillo junto al tenedor y la cuchara, también parecerá inofensivo–. Dentro y fuera del palacete, mientras tanto, don Francisco ya había establecido su “normalidad” con mano de hierro: todos andaban más derechos que una vela y nadie se rebullía ni osaba poner en tela de juicio los irrevocables mandatos del amo. En el campo era el azote de sus jornaleros; en la casa, el de su familia.

 Tal dominio ejercía el marqués sobre su esposa que llegó un momento en el que la pobre mujer no se atrevía ni a rezar un padrenuestro sin solicitar venia a su dictador; aseguraban las doncellas de la casa que incluso antes de suspirar –cosa que la señora hacía cada vez con más frecuencia– lo miraba, como para pedirle permiso. Y es que hasta para las acciones más insignificantes de la vida cotidiana tenía don Francisco una orden que dictar. Hacía tiempo que se le habían acabado los mimos y las cucamonas para disfrazar sus intenciones sórdidas. Doña Loreto, pues, vivía su existencia con la cabeza gacha, entregada día sí y día también a sus melancolías de esposa despreciada y solitaria, encontrando consuelo en el cuidado de su niñita, que era su única fuente de alegrías. Don Francisco, por su parte, empezaba a perder los estribos incluso en las reuniones de buena sociedad de su casa: relatos mil surgían por todas partes sobre las humillaciones que el señor infringía a su esposa, incluso delante de sus distinguidas amistades; orejas hubo, asimismo, que afirmaban que lo habían escuchado amenazarla e insultarla soezmente. Temblaba doña Loreto como una caña batida al viento ante las ocurrencias de su marido. ¿Y si el hombre se empeñaba ¡otra vez! en mostrar su puntería, como un Guillermo Tell de pacotilla, apuntando con su pistola o con su látigo –que manejaba con maestría– a un objeto colocado sobre la cabeza de ella? La marquesa se callaba lo que le parecía mal, que era casi todo, y terminó abdicando de su voluntad y sus opiniones, por tener la fiesta en paz. La digna doña Loreto, marquesa consorte de Montanaro, se comportaba como una res humilde que iba y venía, sin decir ni mu, a donde su dueño la llevaba; ella sabía que intentar razonar con él era tan inútil como darle vueltas a una noria de la que nunca surgiría agua.

 Cuando don Francisco salía a campear fuera del palacete cualquier cosa podía suceder. Las mujeres de los pueblos cercanos lo sabían y se echaban a temblar: madres, hijas, esposas y hermanas sufrían la monomanía del señor marqués por las mujeres, y no encontraban dónde esconderse cuando escuchaban acercarse los cascabeles al trote alegre de la jaca favorita del tirano. “¡Que viene don Paco, que viene don Paco…!”, se avisaban unas a otras. Pero si nuestro hombre se encaprichaba de una, poco había que hacer y de nada valían súplicas, llantos ni ruegos; el marqués la violentaba sin contriciones cuando la mujer se oponía, o simplemente yacía con ella –violándola igualmente– sin oposición. Porque, como los señores feudales del Medievo, el amo se creía en el derecho de poseer a todas las mujeres que se movieran por sus tierras, sin importar su edad ni su estado civil. No admitía crimen ni falta de responsabilidad en cuestiones de faldas; era como si su persona hubiese recibido del cielo una bula tácita que lo eximía de toda moral. No se trataba estrictamente de un Ius Primae Noctis o derecho de pernada, ya que sus abusos no se limitaban a la noche de bodas; era, más bien, otra manifestación del ejercicio libre de su despotismo. Las víctimas y sus familiares se sometían a todo por temor a las represalias o a perder su medio de vida, ya que fuera de Cázulas no tenían nada. El marqués de Montanaro llegó a tener muchos hijos naturales, algunos de los cuales reconoció legalmente, dándoles su apellido e incluso sufragando parte de sus gastos, pero sin comprometerse a nada más (se conservan varias cartas manuscritas en las que su apoderado le da cuenta de la crianza y estado general de algunos de sus hijos fuera de su matrimonio con doña Loreto).

 Los años pasaban y, con la edad, el temperamento del marqués se desbocaba y fue degenerando hasta convertirse en dictador, juez, carcelero y casi verdugo de aquellos que desafiaban su imperio. Acostumbrado al mando y al triunfo, no comprendía que nadie pudiese llevarle la contraria o desobedecerlo en lo más mínimo, en base a lo cual llegó a instalar una horca en un altozano, bien visible desde cualquier punto del caserío, para amenazar con ella a aquellos –en su opinión– subversivos y trapisondistas empleados suyos. Esa horca, junto con una pistola y su famoso látigo, mantenían a todos a raya. También preparó una casa-prisión en Cázulas; se trataba de una habitación con una sólida puerta de madera y cerrojo con llave, sin muebles ni ventanas, donde encerraba durante días enteros –como si fueran reos dignos de remar en galeras– a los desgraciados que lo contrariaban, aunque fuese por error. Con estas y otras medidas similares Cázulas llegó a parecer, más que un hogar para sus trabajadores y moradores, el círculo externo del infierno de Dante.

 Pero decíamos al principio, y esto es lo extraordinario, que nuestro protagonista ofrecía dos caras radicalmente opuestas. Mientras estos hechos sucedían en sus posesiones de Sierra Almijara, en Granada capital y otros lugares las cosas eran muy distintas. Las amistades de don Francisco –aristócratas enlevitados y prebostes de la política, la economía y la cultura– no tenían certeza de las oscuridades del carácter y la conducta del marqués de Montanaro, aunque sí sospechaban que algo no cuadraba con la idea que tenían de su excelente amigo: al hombre, irrefrenable a menudo en sus antojos y excentricidades, le costaba cada vez más esconder su naturaleza. Aun así, como reza el refrán –cría fama y échate a dormir–, don Francisco seguía estando muy bien considerado, y era ensalzado en público cada vez que surgía la oportunidad. Buen ejemplo de ello fue la noticia que se publicó en los principales periódicos de la época, con ocasión del gran terremoto que devastó Alhama de Granada y parte de su comarca, y que afectó también al señorío de Cázulas. 

 “En Otívar se ha perdido la tercera parte de las casas, y otras varias amenazan ruina. (…) El digno diputado señor Bermúdez de Castro y Montes ha ofrecido su casa y bienes á todos, socorriendo á cuantos á él llegan. Pero esto, el celo de las autoridades, funcionarios públicos y mayores contribuyentes es nada ante lo que se necesita (…)”

(Diario La Vanguardia, 7 de febrero de 1885, páginas 5 y 6)

 Y es que en el tráfago de la ciudad había que tener extremo cuidado con la información que circulaba –y don Francisco esto lo sabía muy bien–, porque la sociedad urbana estaba mejor predispuesta a condenar cualquier hecho que a perdonarlo. El marqués procuraba controlar cuidadosamente todo lo que se decía de él en los círculos influyentes, como representante y modelo que era de la esfera social más elevada: él se encargaba de que sus afanes se supieran, y de que sus “pecadillos” se quedasen en casa o se olvidasen pronto. De tenerla, su conciencia era más dura que las piedras; no se alteraba por nada, cual si creyera que el mundo no tenía ningún derecho a hacerle padecer por ser él un mortal elegido, relevado de las miserias que afligen al resto de los hombres. Pero, está claro, es imposible engañar a todos todo el tiempo. La situación, enquistada e infectada ya, empezaba a dar un giro que nadie que supiera la verdad del caso podría decir que fuese imprevisible.

 Allá en sus posesiones de Cázulas un profundo sentimiento de injusticia se expandía, unas veces a la callada y otras a voces, e iba penetrando en la inmensa mayoría de personas que tenían trato con él. Hasta el alcalde de Otívar había tenido sus más y sus menos –más más que menos– con aquel demonio de hombre, que se disparaba por la cosa más insignificante. En Cázulas el marqués ya sólo inspiraba un aborrecimiento sordo y profundo; por sus pasos contados tenían que llegar las ansias de desagravio por parte de quienes más sufrieron sus atrocidades. Todas contaban, desde luego, pero lo que más pesó fueron sus “conquistas”: tantas que no se podían enumerar. Durante años abusó de mujeres de la aristocracia, de clase media, de los pueblos, de los cortijos… en palacios y en cabañas se coló sin respetar nada, y en todas partes dejó triste memoria, como don Juan Tenorio. Su estela de víctimas no sólo la formaban las mujeres violentadas: también sus padres, hermanos, maridos y los hijos que no se sabía –o sí se sabía, pero no se mentaba– de quién eran hijos. Era sólo cuestión de tiempo que la situación estallara. Y, lógicamente, estalló.

 “A este hombre hay que quitarlo de en medio” era la frase que, desde hacía un tiempo, más se repetía en ciertos corrillos; algunos tenían claro que la única forma de liberarse del yugo al que estaban uncidos los trabajadores y vecinos de Cázulas era la desaparición del autócrata amo aquel. Una fría tarde del mes de febrero de 1898, un grupo personas embozadas se reunieron en el cortijo Venta Los Mesoncillos, situado un poco más arriba de Cázulas, a la orilla del antiguo camino de arriería que llevaba a Granada. De ese grupo trascenderían luego cuatro nombres: Andrés Torres, teniente alcalde de Otívar, Miguel Torres, su hermano, Luís Fajardo Aneas, escribano del ayuntamiento y propietario de unos terrenos en el pueblo, y el dueño del cortijo, Antonio Franco. Primero asaron carne y comieron en la era y más tarde, ya de noche, a resguardo en el interior de la casa y en torno a una buena lumbre, planificaron minuciosamente el atentado y sortearon quién pondría el cascabel al gato, es decir, quién descerrajaría su escopeta –todos los hombres del campo tenían escopeta de caza– contra el marqués. Fue al hermano del alcalde, Miguel Torres, al que le tocó la china, mas el pobre hombre se vio incapaz de llevar a cabo la tarea. En ese momento el dueño del cortijo, Antonio Franco, dio un paso al frente y aseguró que lo haría él. 

 La suerte estaba echada y nadie barajaba echarse atrás. Todos se miraron; los rostros de los allí congregados reflejaban la huella profunda dejada por décadas de tiranía y atropello de sus derechos y los de sus familias, y por la necesidad de redimirlos. No eran asesinos, eran hombres desesperados: campesinos honrados que sólo sabían labrar la tierra, pero también almas en las que fueron anidando mil rencores, generados por maltratos e injusticias que duraron años. Al alba, cuando aún no cantaban los pájaros, quedó perfectamente acordado el plan y el papel que cada cual jugaría en el asunto. ¿Fueron las suyas manos negras que se volvieron enemigo oculto, feroz y vengativo, o manos blancas que creyeron que esa era la única manera de vivir sus vidas en paz? El destino, andando el tiempo, lo dejaría bien claro.

 Don Francisco era consciente de que su persona no despertaba muchas simpatías –de tonto no tenía un pelo–, pero prefirió pensar que las caras de palo y el evidente resentimiento que levantaba a su paso se debían a pequeñeces y malquerencias absurdas, propias de la gente llana, que nunca irían a ninguna parte. Es cierto que notaba la diferencia de trato que se le dispensaba en comparación con su esposa, la dulce doña Loreto; ella vivía definitivamente retirada en sus habitaciones, sin salir apenas y tratando lo justo a su marido, siempre en compañía de la pequeña María del Mar –de la que no se separaba y que crecía feliz, ajena a la deletérea relación existente entre sus padres– y de sus doncellas, que demostraban en cada gesto el apego que sentían por su señora, por la niña y por la casa. El marqués no se preocupaba: nadie era más indulgente con sus propias culpas que él.

 Don Francisco era hombre de costumbres fijas: cada mañana a eso de las diez, después de un opíparo desayuno de varios platos y guante blanco en el comedor del palacete, montaba en su jaca Pañera –su preferida–, un bello animal de raza cartujana, y ambos salían a dar una vuelta por sus campos, altanera la jaca y altanero el jinete. Se daba la circunstancia de que durante los meses de enero y febrero del año 1898 sus jornaleros estaban plantando unas parras en el paraje cazuleño conocido como la Viña del Colmenar, así que la mañana del 17 de febrero el marqués, como todos los días a las diez de la mañana, tomó la vereda que conducía a la viña –que partía desde las mismas tapias de Cázulas–, cruzaba el Río Verde y ascendía en rápido zigzag hasta los bancales donde se estaban sembrando las cepas, con la intención de inspeccionar cómo iba la tarea. 

 La mañana estaba fresca y el aire era tan diáfano que casi crujía; don Francisco cabalgaba sereno, empoderado y sin recelos camino del río, cuando coincidió –oh, casualidad– con el teniente alcalde de Otívar, Andrés Torres, que también iba a caballo esa mañana. Este le preguntó, así al desgaire y como quien no quiere la cosa, que a dónde se dirigía esa mañana, sugiriendo a continuación que, si llevaban el mismo camino, podría acompañarlo un trecho. Asintió el marqués y cabalgaron juntos más o menos un kilómetro, trayecto durante el cual Andrés no pudo articular palabra de tan seca como tenía la boca. Cuando el teniente alcalde se cercioró de que don Francisco se encaminaba directo hacia el lugar acordado para sorprenderlo –tal y como habían previsto en Los Mesoncillos–, comenzó a interpretar su papel. Al llegar al Río Verde, justo donde la vereda curvaba a la izquierda y comenzaba el ascenso a los bancales, Andrés avisó al marqués de que se iba a parar unos minutos.

 –Don Paco, tire usted p’arriba que yo voy a retrasarme un poco pa dar el agua al caballo aquí en el río, que lo veo fritico. En nada le alcanzo yo…
–Mira de no tardar mucho, que te quiero hacer un encargo antes de que te vayas. O mejor, luego te pasas por la casa y me esperas, si yo no he llegado.

 Y, sin más, en el cauce de Río Verde se separaron, justo en el punto donde el camino se ensancha y el río también. El marqués encaró las curvas y contracurvas que traza la vereda empedrada en su recorrido hacia la Viña del Colmenar, y Andrés Torres se quedó en el río, con el alma en vilo y el corazón a punto de salírsele por la boca, mientras el incauto don Francisco se perdía de vista cuesta arriba, por la espesura de pino y palmito que sombreaba el sendero. No habían pasado cinco minutos –o eso le pareció al aterrorizado Andrés– cuando, en la fría serenidad de aquella mañana de invierno, irrumpió el estruendo de dos disparos de escopeta, uno detrás de otro, con pocos segundos de diferencia entre sí. 

 Luego se hizo un silencio absoluto. 

(CONTINUARÁ EN LA SEGUNDA PARTE)

Escrito por Mariló V. Oyonarte

Fotografías: Archivo de Cázulas y Mariló V. Oyonarte

Con la colaboración de Javier de Pablos Ramos, Alberto Martín Quirantes, Francisco “Chico” Novo y Lucía (del cortijo Venta Los Mesoncillos).

Radio Alhama en Internet - RAi