La muerte no es el final. Cerro Lucero y Antonio, el guardia civil (y II)



Continuación de la historia de Antonio, el joven guardia civil cuyo destino quedó vinculado para siempre al de una de las montañas más representativas de Sierra Almijara: el Cerro Lucero.


El Cerro Lucero y el Lucerillo en las últimas luces de la tarde

 En la primera parte de esta historia de vida y de muerte, de guerra y de paz, dejamos al joven guardia civil Antonio Martín González ensangrentado y exánime, meciéndose suavemente al ritmo de los pasos de sus compañeros, que lo trasladaban sobre unas toscas parihuelas improvisadas con ramas de pino camino de la Venta de López. Ese cortijo se había convertido durante el último año en la residencia del destacamento de la guardia civil al que Antonio pertenecía. En nuestras montañas tenían lugar por aquel entonces auténticas batallas campales entre el maquis y las fuerzas del orden -ejército y guardia civil-, aunque el gobierno del general Franco jamás lo admitió. El pequeño grupo militar de Antonio, destinado a labores de vigilancia en la Venta de López, había recibido aviso de la presencia de varios guerrilleros en las cercanías del Puerto de Cómpeta. Al acudir a su encuentro por mandato expreso de sus superiores, los guardias sufrieron un ataque por sorpresa -una emboscada, afirmaría la versión oficial de la Benemérita- propiciado por los maquis, en el transcurso del cual el protagonista de esta historia, Antonio, resultó herido de muerte.

 No bien la comitiva alcanzó la era de la Venta de López la dueña de la casa, Rafaela, prevenida ya de la tragedia, salió al encuentro de Antonio temblando y sin poder evitar las lágrimas. Apenas hacía unas horas que había visto alejarse a los guardias camino de su misión y, aunque solía temer por la suerte de todos, era a Antonio, a quien conocía desde niño, al que nunca habría querido ver regresando con los pies por delante. Ahora sus recelos se convertían en una realidad palmaria. Sin poder apartar los ojos del cuerpo inerte del muchacho dirigió a todos hacia la cocina, que en pleno verano -corría el mes de julio de 1947- era el lugar más fresco de la casa. Mientras los compañeros de Antonio depositaban su cuerpo en una esquina y preparaban todo lo necesario para asearlo, Rafaela se sentó a la mesa; tenía que serenarse antes de escribir una breve esquela a los padres del muchacho, a los que conocía por ser de su mismo pueblo. Buscando cuidadosamente las palabras, los puso al corriente de lo sucedido para que cuanto antes pudiesen hacerse cargo de los restos de su hijo. José María, su marido, ya había mandado al cabrero para dar recado a la casa de don Juan Rivas Campos, el médico de Arenas del Rey -que era el más cercano a la Venta de López-, por si quisiera la fortuna que a Antonio le quedase un hilo de vida del que ellos pudiesen tirar.

Rafaela y su hijo Carlos junto a la puerta de la cocina de Venta de López

Pero cuando don Juan llegó al cortijo sólo pudo confirmar la muerte del muchacho. Los compañeros de Antonio le habían retirado el uniforme destrozado por la metralla, lavado la sangre de su cuerpo y amortajado con las ropas modestas -pero que crujían de limpias- de uno de los hijos de Rafaela quien, vencida en una silla, observaba la escena y se enjugaba los ojos con la esquina del delantal, llorando al muchacho como si hubiera sido uno de los suyos. Antonio pasó esa noche velado por sus compañeros y por casi toda la familia, pues nadie salvo los niños más pequeños de Rafaela y José María durmió en aquella casa. Con las primeras luces del día siguiente llegaron los padres de Antonio desde Algarrobo; qué lamentos no saldrían del corazón de aquella madre, que juntaba sus lágrimas con las de Rafaela por ver si así hallaba algo de consuelo. A primera hora de la mañana el cadáver fue llevado a lomos de una caballería hasta el depósito municipal del cementerio de Arenas del Rey, donde don Juan Rivas Campos y su colega, el médico de Jayena don Francisco García Megías, le practicaron la autopsia, como era pertinente en esos casos. El procedimiento comenzó a las diez de la mañana del día 28 de julio y terminó a las ocho de la tarde de ese mismo día, tras el cual se procedió al inmediato enterramiento del cadáver. El cuerpo de Antonio fue introducido en una caja de madera forrada con tela negra y fileteada con un borde blanco a modo de adorno. En cada esquina tenía bordada una figura de ángel, y en el centro sus iniciales, A.M.G., y debajo de ellas, Q. P. D.

 Según quedó anotado en el registro de la guardia civil, Antonio "fue enterrado con la cabeza en dirección opuesta a la puerta de entrada y los pies en dirección de ésta, estando a cuarenta metros de la pared donde está situada dicha puerta en dirección Este, a cincuenta y cuatro de la pared opuesta a la anterior en dirección Oeste, a veintiséis metros de la pared en dirección Norte y a veintinueve de la pared Sur" (sic). En el sepelio, muy breve, estuvieron presentes además de sus padres el juez de paz de Arenas del Rey, don Luis Moreno, y el secretario, don Pedro López, así como los compañeros de destacamento y amigos del muchacho, Domingo Marín Moreno y Fernando Quintero Gálvez, que fueron los únicos deudos de Antonio con el pulso lo suficientemente firme como para rubricar el parte de defunción. 

Cementerio de Arenas del Rey (fotografía de Mariló V. Oyonarte)

 Los días que siguieron al entierro de Antonio fueron de legítimo duelo para toda la familia de la Venta de López. Mientras tanto, los guardias del destacamento declaraban como testigos del suceso de Puerto de Cómpeta en Arenas del Rey ante don José Sánchez Ocaña, teniente de la 136 Comandancia de la Guardia Civil y juez instructor de las diligencias de carácter urgente que se abrieron el día 28 de julio, para esclarecer en lo posible la muerte del guardia civil. Resultaron tres días de interrogatorios y toma de declaraciones y varios meses de infructuosa investigación, hasta que el 23 de septiembre de ese mismo año de 1947 se procedió al sobreseimiento de la causa abierta contra "desconocidos", al no ser identificados los atacantes del destacamento de la Venta de López. Efectivamente, nunca se llegó a saber quiénes de los fichados por la Benemérita como bandoleros participaron en dicho enfrentamiento. En dicha causa quedó escrito que "el guardia civil de segunda clase Antonio Martín González murió en cumplimiento de su deber en un acto de servicio" (sic).

 Pero nadie salvo sus padres y su novia, Esthercita, llegó a imaginar nunca que la muerte de Antonio había sido, en realidad, una prueba de amor. Una prueba de puro amor que no tenía nada que ver, aunque pareciese lo contrario, con la cruel lucha que se desarrollaba en la sierra entre guerrilleros y guardia civil. Antonio Martín González no había tenido un ideario político particular; él, como otros, fue un simple instrumento manejado desde arriba. El muchacho había jugado -y perdido- lo único que en verdad poseía, su vida, por conseguir el beneplácito para casarse con la chica de la que estaba enamorado. Sin más. Cuentan que los padres del joven regresaron a Algarrobo; su inmenso dolor les impidió volver a Arenas del Rey. Y cuentan también que Esthercita -la tierna mirada color miel oscurecida de pesar- guardó luto por su novio mucho tiempo. Pasados unos años se casó con un conocido de la familia y se marchó.

 Acta de defunción del guardia civil Antonio Martín González

 Pero fuera la vida continuaba, y los encuentros entre el maquis y la guardia civil, lejos de aminorar, se recrudecieron en los meses siguientes. El Cerro Lucero, con sus infranqueables enriscadas y barrancos, seguía constituyendo un bastión fundamental para las posiciones rebeldes; tanto era así que en su ladera sur y zonas aledañas -Barrancos Bartolo y del Atajo, Cerro de los Bojes y curso alto del río Higuerón- se estableció uno de los principales campamentos guerrilleros. Este hecho, conocido de sobra por los mandos militares, determinó sin duda alguna el futuro de aquellos parajes. Y es que fue gracias a un chivatazo como la guardia civil se enteró de que la partida de "Roberto", con casi todos sus hombres, tenía previsto reunirse en los alrededores de la Venta de Panaderos la mañana del 6 de diciembre de 1948 para intercambiar dinero, armamento, información y para celebrar, de paso, una comida navideña. Una vez segura de que esa información era fiable, la guardia civil preparó concienzudamente un plan de ataque para el que movilizaría gran número de sus efectivos, entre los que se encontraba una compañía de Regulares. Se trataría de una ofensiva sorpresa; no podían fallar. Guardias civiles de diferentes destacamentos se reunirían en un gran grupo a primera hora de la mañana, procedentes de diferentes puntos -el cortijo del Imán, el del Daire, la Venta de Pradillos, Venta Camila y la misma Venta Panaderos-, y ascenderían en formación de abanico ladera arriba para interceptar a los guerrilleros desprevenidos, a ser posible en pleno almuerzo. Todo estaba previsto: atacarían las posiciones enemigas desde abajo, cubriendo así una amplia zona de la cual -pensaban los guardias-, debido a la fuerte inclinación del propio Cerro Lucero, los bandoleros no podrían escapar.

 El enfrentamiento de Cerro Lucero (descrito en el libro "Causa Perdida, de Juan Morente Jiménez) entre la guerrilla y las fuerzas de la guardia civil, apoyadas por los efectivos de la Compañía de Regulares, fue uno de los más importantes de todos cuantos sostuvieron ambos contendientes, en parte por el gran número de participantes -cerca de un centenar de maquis y casi el mismo número de guardias y soldados- y en parte por el sonado fracaso de esa operación. El combate duró todo el día. Cuando cayó la noche, gracias cómo no a su excelente conocimiento del terreno, los guerrilleros se escabulleron ágilmente ladera arriba hacia el Coladero de los Mosquitos, un barranco muy inclinado y descompuesto, de muy difícil tránsito, desde donde alcanzaron Puerto Llano. De ahí se dispersaron rápidamente, escapando del alcance de la guardia civil, camino de la Sierra de Loja. Esa huida ante las narices de sus perseguidores fue propiciada por un descuido inexplicable de los guardias, que habían cerrado todas las vías de escape menos la salida a Puerto Llano, subestimando a todas luces la capacidad de los contrarios para escalar el barranco. Al día siguiente la guardia civil solo pudo comprobar por las huellas y algún reguerillo de sangre el camino de huida de los fugitivos, e inspeccionar sus famosos campamentos abandonados, en los que hallaron abundantes restos de comida, vainas y cartuchos vacíos.

 A los dos días del encuentro, el 8 de diciembre, se abrieron diligencias por parte de la guardia civil para depurar responsabilidades ante tamaña metedura de pata. El procedimiento fue sobreseído en junio de 1953 sin resultados dignos de mención. Según quedó escrito, en el enfrentamiento participaron unos noventa guerrilleros y otros tantos guardias civiles y Regulares; se contabilizaron un guardia segundo herido y un cabo de Regulares muerto. Los guerrilleros sólo habían tenido heridos, y sin importancia. Aunque, muchos años después, uno de los participantes de aquel día, el coronel Cazenave, afirmaría que "en ese encuentro a él le habían matado siete guardias" (sic), hecho que ponen en duda algunos estudiosos del tema.

Diligencias originales abiertas por el enfrentamiento del Cerro Lucero

 Ese monumental fracaso de la guardia civil fue decisivo a la hora de acordar la construcción de un puesto de vigilancia en la cumbre del Cerro Lucero, cuestión que hacía tiempo ya estaba puesta sobre la mesa. Había que tener controlado ese punto tan frecuentado por maquis, estraperlistas, arrieros y personal de todo pelaje, ya que Puerto Llano y sus alrededores formaban parte de un importante camino de arriería. La guardia civil encargó un minucioso estudio de la orografía de esa zona para determinar si la idea era posible, y ese estudio concluyó que sí. En cuanto todo estuvo aprobado, los guardias se pusieron manos a la obra. Antes que nada, y para subir los materiales de construcción necesarios hasta la cumbre del Cerro Lucero, en enero de 1949 se trazó y excavó a mano -trabajo llevado a cabo por jornaleros y peones "voluntarios a la fuerza" de los pueblos cercanos- un ancho sendero, blanco como la nieve sobre el gris de la roca madre, que resultaba visible desde muy lejos y ascendía cómodamente hasta aquella cumbre, hasta ese momento inalcanzable. A continuación, la guardia civil organizó a su manera a todos los hombres disponibles con bestias de carga para que fuesen ellos quienes subieran hasta arriba las piedras, ladrillos, agua, cemento, yeso, vigas, tejas, ventanas, postigos, puertas, cal -materiales que el cuerpo militar conseguía gratis o a muy buen precio- y todo lo necesario para la construcción de una casa. 

Parte de los estudios cartográficos de la zona sur del Cerro Lucero

 Nadie en los pueblos de la Axarquía y la Comarca de Alhama que tuviese un mulo o un burro se escapó de acarrear bártulos a la cumbre del Cerro Lucero. La guardia civil había establecido unos turnos por días de la semana, durante los cuales arrieros y labradores se relevaban para subir materiales, herramientas, agua y viandas, mientras que eran los propios guardias -entre los que había albañiles y carpinteros de oficio- quienes iban levantando con sus propias manos la casa que se utilizaría como sede de un nuevo destacamento. Solo para montar el tejado necesitaron la experiencia de un maestro albañil llegado desde Cómpeta; el resto lo hicieron todo ellos. Tanto y tan bien se aplicaron al trabajo que la construcción quedó finalizada en pocos meses, de manera que para junio de 1949 -según figura en los archivos oficiales de la Guardia Civil- se estableció allí el que sería conocido en los años siguientes como el destacamento del Cerro Lucero. Al igual que otros grupos, este contaba con seis guardias civiles al mando de un cabo que se iban permutando cada quince días con otro grupo similar. Era frecuente que contasen con el apoyo de varios soldados del ejército, que ayudaban a los guardias civiles en sus tareas allá en tan solitario y expuesto lugar.

 La casa cuartel -de la que no ha sido posible encontrar fotografías, salvo convertida en ruinas- era muy elemental: contaba con una sola habitación de forma rectangular rodeada por completo de amplias ventanas, una chimenea al fondo, situada enfrente de la entrada, y una sólida puerta de madera que cerraba el conjunto. Carecía de servicio y hasta de un simple poyo de cocina. Los guardias dormían en literas, cocinaban y se calentaban en la chimenea y se comunicaban con otros destacamentos mediante un radiotelégrafo. Abajo, junto al arranque del sendero, unos corrales hechos con piedras alojaban un par de mulos -uno de los cuales terminó sus días despeñándose con su carga por aquellos tajos- para uso de la guardia civil, con los que se abastecían de agua, leña y todo tipo de suministros. Del mismo modo los arrieros y jornaleros que pasaban por Puerto Llano solían realizar encargos a requerimiento de los guardias, entre los que se incluía el llevarles y traerles la correspondencia, pues algunos tenían a sus familias o a sus novias en los pueblos cercanos.

Juan Mediavilla (Játar) y su mula dieron muchos viajes de ladrillos al Cerro Lucero

Casa cuartel de la guardia civil en Cerro Lucero, año 1996. Fotografía de Sebastián González

 Los guardias de los diferentes destacamentos actuaban en estrecha colaboración. Dado que se trataba en muchos casos de muchachos obligados a vivir alejados de su tierra y su familia, sometidos a la tiranía de unos mandos militares azuzados a su vez por el despotismo de las autoridades franquistas, a menudo los guardias más jóvenes sufrían la aguda punzada de la soledad. Era común que trabasen amistad entre sí, hecho que los ayudaba a sobrellevar la tensión y rigurosidad de su trabajo. Algunas de esas amistades, según se vería muchos años después, duraron toda la vida. Por eso los escasos días sueltos de descanso con los que podían contar procuraban reunirse entre ellos para comer y pasar unas horas sin acordarse de la guerra de guerrillas que era su día a día, dejando a un lado mosquetones, fusiles y granadas para parlotear sobre novias, fútbol y chascarrillos picantes.

Reunión de guardias civiles de los destacamentos de Cerro Lucero y Venta de López celebrando el día de la Virgen del Pilar

 El puesto de vigilancia del Cerro Lucero resultó ser, al fin y al cabo, una buena idea. Desde aquel otero con 360 grados de visibilidad la guardia civil controlaba perfectamente toda la zona, de manera que los guerrilleros tuvieron que abandonar definitivamente sus campamentos y mudar de terreno, porque ese ya no era seguro para ellos. Nuevos mandos militares como el temible teniente coronel Eulogio Limia Pérez, venidos de otros puntos de España y dispuestos a todo con tal de terminar con la pequeña rebelión, introdujeron efectivas tácticas represivas y desalojaron los cortijos de la sierra para que nadie en absoluto pudiese dar apoyo a los maquis. Las montañas quedaron vacías, exceptuando a perseguidores y perseguidos. Desde la casa cuartel del Cerro Lucero se coordinaron muchas operaciones contra unos guerrilleros cada vez menos numerosos y más acorralados, cruelmente desahuciados por sus jefes y por el propio Partido Comunista que los alentó en un principio.

 La Venta de Panaderos, uno de los lugares donde los guerrilleros habían contado con más apoyo, fue desalojada e incendiada por el feroz cabo de la guardia civil conocido como "el Cabo Largo" de Frigiliana. Por lo que respecta a la Venta de López, la familia de José María y Rafaela también tuvo que marcharse e instalarse en Játar, al tiempo que los Regulares montaban su enorme tienda o "haymah" (jaima) en la era del cortijo y rezaban sus oraciones con el rostro girado hacia el oriente. La suerte de los guerrilleros antifranquistas, pues, hacía tiempo que estaba echada. Se establecieron más destacamentos por toda la sierra -cualquier lugar era bueno ya-, hasta que gradualmente, en un proceso cruento y doloroso, los maquis fueron desertando y cayendo prisioneros o muertos. El golpe de gracia se lo asestó su máximo dirigente, José Muñoz Lozano, "Roberto", con su cobarde huida a Madrid y la posterior delación de sus hombres, uno por uno. Con la desaparición definitiva de la Agrupación Guerrillera Granada-Málaga la aventura del maquis en nuestras montañas concluyó definitivamente.

El movimiento guerrillero fue derrotado definitivamente en el año 1952

A finales de 1952 poco le quedaba a la Benemérita por hacer en la Almijara, aparte de mantener los controles rutinarios de estraperlistas y las rondas de reconocimiento por los caminos. Los habitantes de los cortijos pudieron regresar a sus casas y recuperar sus vidas y sus haciendas. Los guardias civiles destinados en los destacamentos establecidos por toda la sierra levantaron también sus reales, liaron los macutos y tornaron a los cuarteles de los pueblos. A todos los lugares -aunque no a todos los corazones-, por fin, llegó la paz. También a la casa cuartel construida en la cumbre del Cerro Lucero que, del todo imprescindible durante tres años y medio, había quedado ahora completamente vacía. En cuanto se corrió la voz de que había sido abandonada por sus ocupantes, muchos lugareños se acercaron hasta allí para aprovechar -antes de que se los llevase otro- unos materiales de construcción que, pese a tan poco tiempo de uso, ya estaban condenados a la ruina. Así que unos a por las tejas, otros a por los ladrillos, estos a por las ventanas, aquellos a por los cuartones (vigas cuadradas que sujetaban el tejado), los de más acá a por las puertas y los de más allá a por las losas que cubrían el suelo, la casa quedó en muy poco tiempo despojada de todos sus elementos. A pesar de que se trataba de materiales pesados de transportar, muchos fueron los que -esta vez voluntariamente y de muy buena gana- subieron y bajaron al Cerro Lucero cargando de todo. Numerosas viviendas de las comarcas cercanas se beneficiaron del desmantelamiento de aquella casa cuartel. La vida tenía que seguir.

Fotografía aérea del Cerro Lucero en el año 1956. Se puede apreciar la erosión del terreno en torno a la cumbre por el uso intensivo de la casa cuartel

 La casa del Cerro Lucero, desguarnecida y solitaria, convertida en un mero esqueleto de piedra y ladrillo, quedó a merced de todas las intemperies. El helado viento norte, las lluvias torrenciales, la escarcha invernal, el intenso calor y la falta o el exceso de humedad cumplieron con lo esperado y fueron desmoronando, deshaciendo, desintegrando con rapidez inusitada una construcción que sufrió como ninguna otra los estragos del olvido -"siempre he pensado que una casa abandonada es igual que un perrillo sin amo; que sus paredes derruidas y los vanos huecos de ventanas que no miran ya a ninguna parte parece que esperan el regreso de quienes la habitaron una vez…"-. En poco tiempo terminó prácticamente como la conocemos en la actualidad. 

La casa en el año 1996. Fotografía de Sebastián González

En el año 1997. Fotografía de José Aurelio Romero Navas

En el año 2004

Detalle del lugar que ocupaba la chimenea

 Hoy se sostiene en pie tan solo el muro orientado al norte. Por algún motivo inexplicable se ha mantenido derecho y casi intacto. Quién sabe: estará mejor afirmado a la roca, o simplemente ha tenido más suerte que los otros tres. El resto se reduce a unos cuantos ladrillos apilados para hacer una corraleta que los excursionistas aprovechan como cortavientos cuando pasan la noche en el Cerro Lucero. La vieja casa cuartel que resultó crucial para llevar a término una importante misión militar todavía resulta de utilidad, cada vez que alguien corona esa cumbre tan representativa de la Almijara y se apoya en el muro, aunque solo sea un minuto, para recuperar el aliento tras la subida.

 Estas ruinas nos recuerdan que hubo un tiempo, afortunadamente cada vez más lejano, en el que muchos compatriotas combatieron en una oscura guerra de guerrillas que el régimen franquista silenció por completo. Ciertamente sucedieron atrocidades y abusos de todo tipo, pero también hubo hechos heroicos y altruistas por ambas partes. Acosados unos por soñar un ideal que terminó costándoles la vida y otros obedeciendo órdenes férreas, ineludibles, en contra a veces de sus propias conciencias. A todos les iba la vida en ello. Perseguidores y perseguidos, muchachos que de no haberse visto forzados a luchar seguramente habrían sido amigos; víctimas de una situación que no buscaron, llevando existencias precarias, dándose caza unos a otros como animales salvajes, lejos de sus familias y con el miedo a flor de piel. ¿Dónde están los héroes, dónde los delincuentes? A fin de cuentas, unos y otros no hicieron más que cumplir con su deber.

Fotografía vía satélite de la cumbre del Cerro Lucero en la actualidad

Las ruinas de la casa del Cerro Lucero en la actualidad (julio de 2020). Fotografía de Isidro Hidalgo Moles

POST SCRIPTUM

Estimado Antonio,
comentarte brevemente que, mientras estudiaba la causa que describe las circunstancias de tu muerte, encontré anotada la ubicación exacta del lugar en el que te dieron tierra. Tras sopesar la idea decidí ir a buscarte al cementerio de la localidad granadina de Arenas del Rey, aun sabiendo que podría no encontrar nada. En base a esos datos Carlos Luengo Navas localizó por satélite la posición de tu sepultura, y con esa localización guardada en el GPS viajé dos veces a Arenas del Rey. Después de varios paseos por el recinto del cementerio midiendo, marcando y calculando distancias, pienso que di con tu sepultura. Es decir, contigo.

Fotografías de Mariló V. Oyonarte (editadas por Carlos Luengo)

Las indicaciones me llevaban, una y otra vez, a una tumba sin nombre a cuya orilla crece un viejo ciprés, el árbol de hojas siempreverdes y madera imputrescible que según los antiguos griegos y romanos simboliza la inmortalidad. Antaño era costumbre de la guardia civil plantar un ciprés junto a la sepultura de aquellos miembros del cuerpo que habían muerto en combate. Ese enterramiento, además, evidencia largos años de abandono. Lo tomé, pues, como una prueba más.

 No hay certeza de que duermas debajo de esa losa gris, Antonio, esa es la verdad. Podría pertenecer a cualquier otra persona, pero, ¿y si…? Dicen que quienes pasaron por la vida con valor y alegría dejan detrás un rastro, algo así como una estela. Creo firmemente que tú también dejaste la tuya, tu propia estela, que es la que he seguido setenta y tres años después. Por eso me gustaría pensar que quien sueña su eterno sueño cobijado bajo el ramaje de ese árbol, eres tú.

 ¿Sabes? Desde cualquier punto del cementerio de Arenas del Rey puede admirarse una hermosa perspectiva de Sierra Almijara, con el Cerro Lucero -tu Lucero, que tantas veces observaste imaginando tu boda con Esthercita- situado justo en el centro. Si las montañas tienen un espíritu no te quepa duda, Antonio, que el del Cerro Lucero te acompaña de noche y de día. He pensado que te gustaría saberlo…

Panorámica de la Almijara desde el cementerio de Arenas del Rey. Fotografía de Mariló V. Oyonarte

VÍDEO CERRO LUCERO Y ANTONIO



Escrito por Mariló V. Oyonarte
Fotografías, vídeo y edición, Carlos Luengo
Documentación histórica, José Aurelio Romero Navas, José María Azuaga Rico y Juan Morente Jiménez
Con la colaboración del Ayuntamiento de Arenas del Rey

(Enlace a la primera parte de esta historia)