Un paseo por la Maroma



Este es un buen momento para dar un paseo diferente por la falda de la Maroma, y más aún si es de la mano de un gran conocedor de Sierra Tejeda: nuestro amigo Pepe Sales, que nos enseñará a verla desde otro punto de vista.


Cara sur de la Sierra Tejeda

 Aunque indudablemente escasas, por fin han llegado las primeras lluvias a Sierra Tejeda. Este año el otoño se resistía a presentarse, pero con la entrada del mes de noviembre parece que se ha apiadado de las tierras resecas y la flora sedienta, que miraban al cielo esperando la bendición del agua y la bajada de temperaturas, después de seis meses de canícula estival. Hoy hace un día muy sereno, casi primaveral; el campo está como recién lavado y el aire es fresco, aromático, estimulante: casi se diría que sabe a infusión de hierbas. Pepe sale de mañana desde su cortijo, el Cerezal, emplazado al pie de la Maroma; le apetece dar un paseo antes del almuerzo por algunos de los rincones de la sierra con más y mejores recordatorios de su infancia.


Tras un largo verano, el arroyo del Barranco de la Parra aún mantiene, milagrosamente, su caudal

 Con su cayado en la mano, su morral en bandolera y la rempuja (sombrero de paja) bien calada, a la usanza de los pastores de siempre -al fin y al cabo él lo ha sido toda su vida-, Pepe echa a andar a buen paso por el camino sombreado de pinos y robles que sale de su cortijo y le deja, en poco rato, en el paraje de Los Barracones, un rincón muy popular entre los excursionistas y montañeros que frecuentan esa zona. Lugar de acampada y juegos, de picnics y comidas campestres, el área recreativa de Los Barracones, aparentemente una más de las que se ubican en el Parque Natural Sierras de Tejeda, Almijara y Alhama, guarda una pequeña historia que la mayoría desconoce. Porque no cabe duda de que para comprender en profundidad la idiosincrasia de Sierra Tejeda -de cualquier lugar, en realidad- hay que haber nacido y crecido entre sus peñas. Pepe camina ligero, con la agilidad propia de alguien más joven, y se detiene ante las construcciones, donde sólo tiene que cerrar los ojos -esos ojos sabios, de hombre de campo- para ver todo aquello de nuevo tal y como era en su infancia.


Pepe Sales se detiene en el Área Recreativa de Los Barracones

 En ese lugar nunca hubo nada que no fuese la cerrada vegetación autóctona de aquellas sierras; el valioso bosque mediterráneo que fue desapareciendo gradualmente debido al aprovechamiento, hasta el agotamiento casi, de sus recursos. Los antiguos bosques de robles, quejigos y encinas fueron talándose -para ser convertidos en leña y carbón, a la vez que dejaban terreno libre para pastos- hasta que apenas quedó ninguno, lo que llevó a las autoridades de la época, en los años cuarenta del pasado siglo, a ordenar la repoblación de aquellas laderas con pino resinero y otras especies de rápido crecimiento como abetos y cedros. Fue entonces cuando se construyeron unos sencillos barracones que sirvieron para albergar a los trabajadores que reforestaban Sierra Tejeda. Aquellas construcciones originales constituían un sencillo alojamiento en el que había poco más que unas literas para descansar y una chimenea para calentarse. Pepe Sales las recuerda muy bien: tendría él unos diez o doce añillos cuando observaba ir y venir a aquellos hombres que se pasaban el día cavando agujeros y sembrando los plantones que hoy conforman la principal masa forestal de esas sierras.


Construcción principal del área recreativa, utilizada como economato

 El conjunto está formado por tres hileras de casitas idénticas, más otras dependencias. La que se aprecia como la construcción principal fue, en su origen, un práctico economato que surtía de lo más preciso a quienes vivían y trabajaban allí. Lo regentaban un encargado que también ejercía como guarda y su mujer; ambos tenían su vivienda justo al lado, donde habitaban con sus dos hijos. Mientras ella mantenía limpio y ordenado el establecimiento y se encargaba de amasar y cocer el pan para los trabajadores de los barracones -el horno de ladrillo se levantaba allí mismo-, su marido, con la ayuda de dos bestias de carga, iba y venía a la vecina localidad de Alhama de Granada para que no faltase el suministro diario de harina, arroz, azúcar, garbanzos y otras legumbres, tabaco y todo lo que para su sustento necesitaba aquella pequeña comunidad de peones.

 El complejo contaba también con un aljibe de piedra para almacenar agua que se llenaba gracias a una acequia alimentada por el arroyo que llamaban La Madre. Corrían, ciertamente, otros tiempos -los inviernos lo eran de verdad: largos, fríos y húmedos- y, cuando llovía, el caudal de La Madre era tan abundante que por sí solo bastaba y sobraba para el uso de los habitantes de los barracones. Pero la escasa calidad de construcción de todo aquel recinto y el paso de los años terminaron convirtiendo los barracones en ruinas, por lo que, en el año 1994, el ayuntamiento de Alhama de Granada los reconstruyó y acondicionó para uso recreativo. Pepe, por cierto, trabajó durante seis meses en aquella reconstrucción. Su gran conocimiento de la zona resultó muy útil a la hora de localizar agua y llevarla hasta las obras de recuperación de las antiguas viviendas.



La canalización de agua y el interior del antiguo aljibe, pintados de color azul

 Desde el área recreativa de Los Barracones parten varios senderos que conducen a distintos lugares de esa parte de la sierra. Uno de ellos -estrecho, zigzagueante y empinado- se interna rápidamente en el bosque de pinos resineros. Es el que elige Pepe cuyos pies, hechos a las irregularidades del terreno, caminan por él con la facilidad de quienes han transitado por el campo toda la vida, mientras las copas de los árboles, formando un enrevesado arco de ramas sobre su cabeza, trazan un intrigante dibujo de claroscuros en el suelo.


Pepe camina por el sendero que asciende entre pinares

 Nuestro amigo se apoya firmemente en su bastón hecho a base de lo que ellos llaman "caña bravía" -una madera muy blanquita, especial para cayados- y, al compás de su paso enérgico, el morral se balancea rítmicamente bajo su hombro. Esa especie de mochila tradicional, fabricada con gruesa piel de vacuno, tiene casi su misma edad -y Pepe va a cumplir ya los setenta y nueve años-. Perteneció a su suegro, y a la muerte de éste Pepe se lo quedó: se encontraba en tan buen estado -sólo había que recoser los bordes, que estaban desgastados por el uso- que decidió aprovecharlo. Él lo tiene muy claro: eso era debido a los buenos materiales y a la seriedad y buen oficio con los que trabajaban los artesanos de antes; ¡anda que cualquier cosa de hoy en día iba a durar todo ese tiempo…! El morral lleva dos iniciales pulcramente recortadas y cosidas a la solapa que lo cierra: A R, que representan el nombre de su primer propietario, Antonio Rodríguez. Pepe lo llevó, para recomponerlo, a aquel magnífico artesano del cuero que ejercía en Alhama de Granada -el mismo que cortó y cosió el morral a su amigo Gerardo, el pastor de Salares (Unas horas con Gerardo)-. Ese artesano se llamaba Pepe Serrano, sobrino a su vez de Pepe Lupiáñez, maestro insuperable de quien aprendió el oficio; muchos todavía recuerdan el buen hacer de ambos, no solamente con los morrales sino también con todo tipo de objetos de uso común por aquel entonces como albarcas, zapatos, correas, cinturones, guarniciones para carros y bestias, etcétera. Tanto uno como el otro se convirtieron en referentes como artesanos del cuero no solo dentro de la Comarca de Alhama, sino también fuera de ella.


Detalle del morral

 La vereda prosigue haciendo zetas, estrechándose a medida que asciende; tan angosta se vuelve que por momentos parece que va a perderse, cada vez más invadida por los troncos de los pinos y una amplia variedad de plantas aromáticas. Cada especie vegetal es como un libro abierto para Pepe, que aprendió de sus mayores -al igual que éstos de sus antepasados- cómo identificarlas y utilizarlas; tal vez sus antecesores verían como un misterio el por qué de que ciertas plantas no sólo mejorasen el sabor de las comidas sino que además poseyesen propiedades medicinales, mas no él. Pepe las conoce por sus nombres antiguos, las distingue por su aspecto externo y sabe muy bien cómo aprovechar sus propiedades; cada planta con su parte beneficiosa y su parte perjudicial porque, al igual que las personas, pueden tener un lado oscuro y por lo tanto hay que mantener hacia ellas una actitud profundamente respetuosa. Ah, sí, ahí ve, justo en la orilla de la vereda, una mata de la deliciosa manzanilla de la sierra, que por allí crece en abundancia y que tan buena ha sido toda la vida para las aliviar afecciones estomacales como los cólicos y para ayudar a hacer la digestión.


Manzanilla de la sierra

 Cuánto ha cambiado el monte entero. A diferencia de ahora, que crecen hacia donde quiera que se mire y tapizan el suelo asfixiándolo con sus acículas resecas, cuando Pepe era un niño en aquellos terrenos no crecía ni un solo pino. Todo aquello estaba dedicado, consagrado casi, a la alimentación del ganado: la vegetación predominante consistía en una tupida amalgama de robles melojos, quejigos, chaparrales, matorral de medio porte e innumerables herbáceas y plantas aromáticas. Dominio durante siglos de los hombres y sus animales, por aquellas laderas era raro no encontrarse en cualquier revuelta del sendero con un pastor y su piara de cabrillas, o con un labrador y su yunta desplazándose de un lado al otro, o con una manada de vacas de las muchas que pastaban por allí. Los numerosos cortijos y chozas de pastores que se encontraban desperdigados por esos lares han desaparecido casi del todo; pocos son los que han resistido la llegada -la embestida- de los tiempos modernos. Pepe continúa su paseo, subiendo casi invisible, formando parte del paisaje, por la que llaman Loma de las Avinagreras; el terreno es cada vez más inclinado, pero las aromáticas siguen acompañándolo a lo largo de su recorrido. Mira un poco más allá: ahí cerca crece un grupo de piornos. En esta época del año pasan casi desapercibidos entre las agujas de pino debido a la sencillez de su follaje; es en plena primavera cuando lucen su espectacular floración amarilla, tan colorida y perfumada que llama la atención incluso desde muy lejos.


Piorno

 ¡Cuántos quebraderos de cabeza le acarreaba esta planta en sus tiempos de pastor! Si daba la casualidad de que los animales -cabras, ovejas e incluso caballerías- se comiesen las cápsulas donde la planta almacena sus semillas, a los machos, indefectiblemente -vaya usted a saber por qué-, se les atoraba el conducto urinario y enfermaban hasta tal punto que muchos perecían. Afortunadamente las más de las veces los afanosos pastores conseguían, a fuerza de continuos masajes, hacerles expulsar el tapón de semillas y salvarles la vida; menos mal, pues perder animales era un lujo que pastores y ganaderos no se podían permitir. Pepe divisa ahora un frondoso arbusto que por allí conocen con el nombre de "hierba de la sangre" porque resultaba muy útil para aliviar las molestias y desarreglos propios de las mujeres, como se decía antiguamente. Aun hoy en día quedan en la zona muchas usuarias de esa planta, que la siguen utilizando porque confían más en ella que en las medicinas; de hecho, Pepe recuerda en ese momento que una conocida suya le pidió que le bajase unas ramas la siguiente vez que subiese al monte. A ver si luego, cuando baje de vuelta, no se olvida de llevarle una poquita.


Hierba de la sangre

A pesar de que algo de lluvia ha caído en los últimos días, todo aparece evidentemente falto de agua. El verano ha sido largo; tendría que llover más, mucho más. Aunque estas plantas están bien adaptadas a la sequía, el pequeño tamaño de sus hojas, levemente arrugadas, muestra a las claras que todavía tienen sed. Un poco más adelante le salen al paso unas plantas de salvia entrelazadas, como en un abrazo vegetal, con otras de alhucema o lavanda; ambas de follaje plateado, ambas intensamente perfumadas, ambas, por demás, con propiedades parecidas: relajantes, digestivas, buenas para tratar los resfriados e incluso para ayudar a dormir… En muchas casas utilizaban también sus hojas para echarlas al brasero de carbón y perfumar el ambiente cuando hacía frío y las ventanas no se abrían demasiado. Para las gentes del campo cada hierba tenía una utilidad, por ello era imprescindible conocerlas todas y distinguir a la perfección unas de otras. Era tal su abundancia y variedad que incluso hubo por aquellos parajes varias calderas de las que se usaban para la extracción de los aceites esenciales.


Una salvia (hojas anchas) y una lavanda o alhucema (hojas estrechas) que crecen juntas

 Pepe abandona el sendero y ahora camina campo a través, aparentemente sin rumbo fijo, sorteando ágilmente matorrales, troncos de pino y rocas cubiertas de líquenes, trepando sin descanso por la falda de la montaña. Le vienen a la cabeza los nombres ancestrales con los que sus paisanos bautizaron los cerros y barrancos que le rodean: el Corralillo de Veneno, el Collado Bajero, el Collado Altero, el Barranco del Verraco, el Cerro de los Melones… rincones todos que él conoce como su propia casa porque casi lo son, ya que desde que tenía siete u ocho años empezó a recorrerlos de la mano de su padre junto al ganado, cuando lo acompañaba por el mero gusto de pasar el rato con él. Juntos caminaron por toda Sierra Tejeda, mientras su padre le iba enseñando los nombres de los cortijos, cerros, barrancos, arroyos, y por supuesto, plantas y animalillos. A veces -porque él era un niño chico- se cansaba de andar y entonces su padre se lo echaba a la espalda, llevándolo a cuestas mientras le narraba mil historias que Pepe escuchaba arrobado, imbuyéndose en la magia del relato de su padre; no olvidará nunca aquellos días tan felices. Cuando tenían sed se acercaban a la fuente de la Tacita de Plata, donde les gustaba tomarse un descanso bebiendo la leche de sus cabras -la de las ovejas no, pues se reservaba para hacer queso-, que previamente ponían a refrescar dentro de aquella pocilla de agua. No tenían vasos, pero eso no importaba: retiraban la lengüeta a un cencerro y bebían en él.


Pepe continúa su paseo ladera arriba

 El arbolado se va espaciando a medida que la loma gana altura, y Pepe toma luego una sendilla apenas perceptible, probablemente trazada por el paso de los animales. Un arce solitario, reliquia viviente del bosque primigenio que cubría la Tejeda como un manto verde, lo saluda con un guiño, al pasar. Pepe prosigue sin demora su camino cuesta arriba; no se cansa, su corazón y sus pulmones todavía le responden de maravilla. ¡Parece mentira, con lo mucho que fumó él durante tantos años! Hasta llegaba a encender un cigarro con la colilla del otro: tal era su afán de fumador empedernido. Un buen día fue consciente de que no hacía bien y, sin que ningún médico le dijese nada, dejó el tabaco de un plumazo -¡Vamos, hombre; un paquete de cigarros no va a poder más que yo!- y hasta hoy; de eso hace ya más de treinta años. Todavía, Pepe está seguro, debe quedar algún paquetillo de celtas de aquellos antiguos guardado por algún cajón…


Una arce autóctono, rodeado por pinos de repoblación

 Todo ese paraje era conocido antiguamente por la gran cantidad de víboras que se ocultaban por allí; raro era el día que aquellos venenosos ofidios no picaban a algún animal en las patas, en la cara o en el cuello. Hoy en día quedan muchas menos, en parte por la escasez de humedad y en parte porque se las comen los jabalíes. Todo ha cambiado; hasta eso. Poco a poco, Pepe se va aproximando a su destino. Hoy le apetecía visitar un lugar recóndito, casi secreto, conocido por muy pocos, al que él personalmente tiene mucho aprecio. Ya está llegando, aunque tiene que hacer un pequeño esfuerzo para recordar el lugar exacto donde estaba, porque no es fácil de encontrar… a ver, por aquí no era; tal vez por esa otra parte… ah, sí, aquí está. El hoyo, el agujero, esa especie de pozo misterioso -que, seguramente, no es el único- por donde "respira" la inmensa mole pétrea de la Maroma.


Pepe retira las agujas de pino acumuladas en la entrada de la sima

 Se trata en realidad de una sima, una cavidad de origen natural abierta en pleno suelo que forma un profundo pozo de caída en vertical, de la que suelen emanar vapor de agua y aire caliente procedentes de zonas profundas del subsuelo. Pepe no sabe muy bien a qué se debe ese fenómeno -que ya ha visto unas cuantas veces- pero el caso es que ahí sigue; se sienta, pues, cerca de la entrada y recuerda con agrado la primera vez que estuvo allí.

 Fue uno de esos días en los que acompañaba a su padre con las cabras; él tenía ocho años. Hacía mucho frío porque era pleno invierno; mientras su progenitor le mostraba aquella extraña "boca de volcán", como él la llamaba, le explicaba que estaba seguro de que ese agujero debía de llegar hasta las mismas entrañas de la tierra porque de él salían, en los días fríos como aquél, enormes bocanadas de humo blanco y mucho, mucho calor, tanto que no podía uno ni acercarse aquella abertura. "No vayas a venir tú nunca solo por aquí, ¿eh?", le advertía muy serio. Y no lo hizo. Después de aquella ocasión, Pepe no volvió hasta que pasaron muchos años, estando ya casado y con hijos. Fue casi por casualidad, un día que andaba buscando unas cabras que se le habían despistado del rebaño. Entonces contempló atónito cómo una alta columna de espeso humo blanco se elevaba de entre unos pinos. Se acercó al lugar, murmurando indignado contra los irresponsables que habían dejado encendido un fuego tan cerca de aquellos árboles, poniendo en riesgo de incendio todo el monte. Pero resultó que no era un fuego: de un agujero en pleno suelo salía aquella densa humareda, además de una vaharada de aire tan caliente que no se podía acercar demasiado, porque le quemaba la cara. Entonces le vino a la cabeza, repentinamente, la "boca de volcán" que le había mostrado su padre hacía tanto tiempo. Volvía a estar ante ella.


La entrada a la sima es estrecha y profunda

 Pepe sonríe para sí mismo al recordar el episodio. Después de aquella segunda vez ha vuelto algunas más, y siempre se ha sorprendido al notar la flama que sale del agujero; incluso, dice, se adivina la roca como quemada en algunos sitios. Volverá pronto: quiere subir hasta allí con sus hijos y enseñársela, de la misma manera que hizo su padre con él. Hoy la sima aparece tranquila; ni humo ni aire caliente salen por su negra boca. Tal vez sea porque este día no hace ningún frío. Pepe se incorpora y, antes de marcharse, con la punta de su cayado limpia un poco la sima de ramillas y broza que le han caído encima, taponando en parte la entrada. Luego, echa un trago de agua y emprende el camino de regreso.

 El terreno es algo accidentado, pero Pepe lo conoce perfectamente. En su descenso no deja ni un instante de admirar la belleza del amplio panorama que se despliega ante su vista, porque no por haberlo disfrutado incontables veces, durante toda su vida, deja de llamar su atención; desde el mirador natural del Collado Altero ese familiar y querido horizonte sigue siendo el mismo que veía de niño -desde allí arriba no se notan los cambios-, cuando su padre y él, seguidos por su inseparable hato de cabras, emprendían el regreso al cortijo para comer en familia y descansar.


Hito de piedras que señalizan el Collado Altero


Sierra Nevada al fondo, con las primeras nieves del año


La Sierra de Loja y los Llanos de Zafarraya delante de ella


En el centro de la imagen, los Tajos de Alhama de Granada

 A sus pies las sierras de Loja, de Parapanda, de Huétor y Arana; Sierra Nevada, los Llanos de Zafarraya y el altiplano donde se asienta la capital de la comarca, Alhama de Granada, invisible salvo por el extremo de sus famosos Tajos, que se distinguen claramente incluso desde tan lejos. Un suave vientecillo del oeste ha apartado las nubes que había por la mañana y deja ver un cielo limpio, de un intenso color zafiro. Pepe se detiene un minuto: no puede pasar de largo ante ese espectáculo sin dedicarle una última mirada antes de internarse en el bosque de nuevo. Aun en este otoño cruelmente seco, la Maroma ofrece un paisaje digno de admirar, tan extenso, tan variado, tan frágil. Sobre todo, tan frágil.

 Pepe Sales -y tantos como él- es un hombre de campo en todas sus acepciones posibles, consecuente consigo mismo y con su entorno, que ha vivido siempre manteniendo una respetuosa relación con el mundo natural, de la cual han salido ambos beneficiados. A estas alturas de su vida comprende mejor que nunca que es esencial que ese vínculo primario y fundamental Hombre-Naturaleza se conserve lo más cuidado posible, pues de ello depende mucho más de lo que imaginamos. Por fortuna, son cada vez más quienes reivindican comportamientos como el de Pepe, pero… ¡queda tanto por hacer! Todos deberíamos tomar ejemplo de esa actitud de respeto a ultranza a la Naturaleza, porque además de ser la más lógica -nadie debería tirar piedras a su propio tejado- y de tener plena garantía de reciprocidad -la Naturaleza nos devolverá con creces el favor-, podemos estar seguros de que asegurando el futuro del mundo natural, del mundo que nos rodea, en definitiva, estaremos asegurando también nuestro propio futuro.



Texto y fotografías, Mariló V. Oyonarte.