
En este segundo y último capítulo, se narra la epopeya de Baldoví, y cómo vendió cara su sangre y sus carnes.

Juan de Arjona, poeta del siglo XVI que también ensalzó las delicias de lo porcino, nos ayuda con sus versos a clausurar este breve ciclo que hemos denominado “Tiempo de matanza”.
Así mismo, se dedican algunas páginas a fijar para la posteridad la existencia de un ser legendario relacionado con estos asuntos gorrinos, que tuvo hasta nombre propio, y que dejó profunda huella en el alma agradecida de Comacón. Tanto, que al final se dan algunas pistas para monumentalizar a tamaño ser que pobló de gorrinos las tierras comaconeras.
Y en la despedida, se vuelve a enaltecer la proverbial existencia de estos animales que con sus vidas y sus carnes hicieron posible que los habitantes de Comacón sobrevivieran a lo largo de los siglos.
La gratitud es la mayor virtud, decía Jünger.
Tiempo de matanza (y II)
Pero llegado al fin ele su destino,
cuando su alegre San Martín le viene,
ele Puerco convirtiéndolo en tocino,
tanta abundancia en sus entrañas tiene,
que con lo que está en ellas encerrado
todo el año una casa se entretiene.
(Juan de Arjona)
Retomando la historia del capítulo anterior, Manolico entró a por Baldoví en la zahúrda en que este había sido confinado. El gorrino malvado estaba hiperventilado por lo que acababa de presenciar, la ejecución de su compañero el pacifista, y decidió vender cara su piel, como ha sido dicho ya, amén de vengar el marranicidio de su congénere anónimo. Manolico se introdujo en la cochiquera a por Baldoví, gancho en ristre; pero, nada más abrir la portezuela, Baldoví, que, taimado él, estaba oculto en una esquina, arremetió contra el matarife, lo volteó, y salió como una exhalación hacia el patio.

• ¡¡Cuidao, que me z’ahcapao!! – gritó Manolico desde el chiquero, sacudiéndose a manotazos de asco los restos de los terrores depuestos, entre sólidos y licuosos, por el cochino, en los que había sido bañado y revolcado por el empuje de Baldoví.
El guarro recorrió enloquecido el patio y aledaños, con sus 161 kilos todavía no en canal, pasó como un pestoso bólido mefítico y maloliente asolando todo lo que encontraba a su paso: mesa matancera, lebrillos, barreños, calderas, estreves, sillas, artesas, escaleras y camales, … Todo por los aires, como un bulldozer conducido por un mono enajenado. Y no arrasó con los matanceros porque estos estuvieron prestos y se protegieron: las mujeres y niños, en la casa; los hombres, en las cuadras; y los primos de Barcelona, en lo alto de la tapia.
• ¡¡A cubierto, que zuh arrolla!! – insistió Manolico Artaricos, en su rol de maestro de ceremonias.

Baldoví no cesaba en su furia bíblica, y sus acometidas amenazaban con desmantelar los mismísimos cimientos de la casa. Al jolgorio inicial siguió la preocupación, y, a continuación, el miedo. Aquello se parecía cada vez más a un campo de batalla atómica ante la furia desencadenada del cochino vengativo. Varios minutos ya, y aquello no paraba: hozar-escarbar-atacar, esa era la eterna secuencia seguida por el perverso gorrino. El escenario simulaba a estas alturas un armageddon, un apocalipsis corralero, con formato de lapachero, y los destrozos emulaban a los de los artículos 346 y siguientes del código penal: estragos y riesgo catastrófico, delito que se desarrollaba ante nuestras narices. De ahí que mis primos de Barcelona, más instruidos, juzgaran conveniente, entre la excitación, el nerviosismo y el pánico, encarecer a Juan de Dios (quien, siempre vigilante, salió al paseo al oír el estruendo), a que llamara a la guardia civil; si bien Baldoví era inimputable, por su condición porcina. Pero algo había que hacer, jolines…

Mujeres y niños no perdían ripio de lo que presenciaban, con una risilla nerviosa entre divertida y llorosa; los hombres, en la cuadra, cavilaban sobre cómo proceder, pasmados, contemplando la devastación que Baldoví sañudamente estaba causando. Mi padre cogió un menchinal a modo de lanza, el tío Fermín agarró un pico, el tío Manolo, una pala, el tío Vicente una estaca de una carreta de barcinar, el tío Miguel un garrote, y, junto con el matarife Manolico Artaricos, cuchillo en una mano y gancho de hierro hociquero en la otra, principiaron conativamente a aventurarse a salir a la plaza/patio, en orden de combate, desplegados para rodear a aquella fuerza de la naturaleza, cual modernos quijotes dispuestos a enfrentarse con aquel gigante en forma de gorrino desatado y finiquitar el pandemonium. Mas he aquí que quiso la fortuna que aquel gesto deviniera innecesario: en una de las vueltas y revueltas de Balldoví, en su paroxismo, empoderado pero insostenible, calculó mal las leyes de la física en un derrape, y fue a estrellarse contra el brocal del pozo, de hormigón armado. Catacroc, sonó. Quedó Baldoví KO, groggy, fuera de combate, del topetazo, la mirada perdida, y un enorme tolano entre las dos orejas, mustias como rosas deshojadas. Salieron entonces todos muy valientes y presurosos a aprovechar la coyuntura, antes de que volviera en sí el marrano; lo colocaron sobre la mesa, lo ataron a conciencia, se echaron sobre él hombres, mujeres y niños para aplacarlo si despertaba, y se procedió a liquidarlo por la vía de apremio: ejecución sumaria, sin consideraciones algunas sobre últimas voluntades ni testamentos vitales. Por suerte, Baldoví no volvió en sí ni en do ni en re a tiempo de continuar su peculiar y descomunal batalla, su razzia demoledora, entregando su espíritu en cuestión de minutos. Hombres, mujeres y niños suspiraron hondamente, aligerados de la pesada carga; y, como suele suceder en este tipo de trances, les dio por reír, tanta era la tensión acumulada. Unas copillas de aguardiente que siempre andaban por allí, y unos tragos de las botas de vino moscatel de Málaga que habían preparado contribuyeron a allanar el ambiente, dar paso a las bromas, y tener por concluso el incidente. Poco después llegó la guardia civil, con un subfusil Z-66, listos para ultimar a Baldoví, pero la función había terminado; sólo quedaba unirse a la celebración.

Aun habiendo sido ciertamente peligroso el episodio provocado por Baldoví, peor aún les habría ido a los matanceros si hubiesen tenido que vérselas en condiciones similares con un verraco que, en épocas anteriores era la estrella del pueblo y sus dominios cortijeros. Lo explico a continuación.

Como es conocido, cuando hablamos de verraco nos referimos al macho del cerdo, que no ha sido esterilizado, y que se cría para la reproducción. Hubo uno muy afamado en épocas remotas, según contaban nuestros abuelos, en historias al calor de la lumbre de invierno. En uno de los cortijos ribereños, nació una camada de cerdos muy lustrosos; y decidieron conservar uno de ellos para semental reproductor. Escogieron a uno que se quejaba mucho de todo, siempre, protestando por lo que fuera, frío o calor, luz o tinieblas, sol o sombra, día o noche, comida o bebida, compañía o soledad, lo que fuera, mostrando su eterna incomodidad ante la vida y su proverbial disconformidad con el mundo. Un niño que se crio con él en el cortijo, de nombre Frasquitillo, le tomó mucho cariño a aquel marranillo quejoso, y por su carácter decidió bautizarlo con un apelativo bíblico que había oído en una de las misas del cura de Comacón: Jeremías, nombre de profeta en sí mismo lamentoso. Con el tiempo, este verraco fue dulcificando su carácter, adquirió la serenidad del profeta, y cultivó una profunda amistad con Frasquitillo. Era su mascota. Y llamaba la atención contemplar a ambos, Frasquitillo y Jeremías, en su deambular por los ríos: el niño, con apenas 30 kilillos y 1.50 metros de estatura; el verraco, con una masa vertiginosamente ascendente, que llegaría alcanzar los 287 kilos (25 arrobas) y el metro y medio de altura por 2.50 de largo. Un espectáculo.

Conforme crecían, Frasquitillo y Jeremías se iban acomodando el uno al otro, hasta lograr un entendimiento como entre iguales. Frasquitillo aseguraba que Jeremías hablaba español. Y lo ejemplificaba diciendo que cuando el marrano decía
• “¡Oink, oink!”
en realidad estaba diciendo
• “¡Voy, voy”.
De igual modo, cuando gruñía descontento con un
• ¡Grrrrauuu!,
lo que quería significar era
• ”¡Veráh túuuu!”
Y lo decía tan convencido que nadie le discutía ni ponía en duda tal alarde de traducción e interpretación filológico-hispánica.

Otro inapreciable talento que poseía Jeremías era el musical: era muy sensible a las melodías de la época. Cuando oía un vals, hacía como si lo bailara, desplazamientos a la izquierda y derecha rítmicos, deslizando las correspondientes pezuñas lateralmente. Si se trataba de un bolero, ídem: un paso pezuñero a la izquierda, dos a la derecha. Los ritmos que más dominaba eran el pasodoble y el foxtrot, que se identificaban con el trote cochinero característico de la especie. En cambio, al charleston nunca le pilló el duende. Imperio Argentina, Concha Piquer, Miguel de Molina, Raquel Meller, Estrellita Castro, Juanita Reina, Marifé de Triana y similares eran sus ídolos. Cuestión diferente era cuando oía una serenata a los jovenzuelos que rondaban a la hermana de Frasquitillo, Merceditas, con sus guitarras, laúdes y bandurrias desafinadas, un acordeón desvencijado y desfuellado, y unas voces mejorables: manifestaba Jeremías su desaprobación con una actitud de abulia y desidia, que eran su forma de despreciar lo que no le parecía interesante; se tumbaba de lado, emitía un gruñido de resignación, y elevaba los ojos al cielo. Jeremías tenía, ciertamente, una gran sensibilidad artística.

Su aspecto bonachón, sin embargo, no impedía que mostrara su lado violento, expeditivo y poderoso cuando algo no le cuadraba, si bien eso ocurría en mínimas ocasiones. En una de ellas, un cortijero de Pocapaja quiso impedir que Jeremías le hozara en un maizal recién sembrado, intentando convencerlo con la ayuda de una tranca. No le gustaron esos métodos a Jeremías, que, sin mediar gruñido ni advertencia, de una certera acometida dio con el cortijero en el suelo, y de un breve hozamiento lo arrojó por un balate, como se arroja un fiambre al mar desde la cubierta de un barco pirata. Lección aprendida. Con Jeremías, los modales eran obligados.

Igualmente, refería Frasquitillo que, en una de las incursiones fluviales, se toparon con un lobo hambriento que había bajado a beber de las aguas frescas y limpias del río (in illo tempore, los lobos campaban libres por sierras y ríos). Se miraron Jeremías y el lobo fijamente, sopesando intenciones, como en el duelo de dos pistoleros del desierto de Tabernas; el lobo comenzó a salivar ante los filetes y chuletas que tenía delante, y se lanzó a por Jeremías con los dientes afilados. Este aguantó impertérrito y a pie firme la embestida, y con un leve escorzo de la testuz lanzó al lobo por los aires como si de un muñeco se tratara; quedó aquel atontolinado por el encuentro, y Jeremías aprovechó el obligado impasse para propinarle un leve pisotón en la barriga acto seguido. El lobo tomó buena nota de su imprudencia y pésimo cálculo, y no necesitó de aviso ulterior: salió de allí escopeteao, profiriendo dolorosos y lastimeros aullidos ladera arriba; Jeremías, se atusó los bigotes, se sacudió de hombros, y no le dio mayor importancia. Frasquitillo aprobó la operación con unas palmadas en los lomos del verraco.

Fue cundiendo la fama de Jeremías y su juiciosidad; y su desempeño profesional como verraco. Los primeros viajes reproductores se hicieron en carreta; pero a ambos, Jeremías y Frasquitillo, les gustaba pasear y andar, y era común verlos a ambos en permanente y animado diálogo mientras transitaban los carriles y veredas ribereñas, tras el baño obligado en los charcos de fango y grea junto al vado de Santa Cruz, donde se acicalaban ambos, en dirección al pueblo y cortijos colindantes, Jeremías en faenas de semental, que cumplía escrupulosa y elegantemente, como un caballero verraco que era; sus tataranietos aún andan por los contornos. Desde los tiempos de la Mundica y la Juana (la de los garbanzos tostados y las cremas Nivea que glosó Benardo en sus coplas), no se había visto entronización tan mayestática de personajes tales en las calles de Comacón. Subía por el paseo de la iglesia, atravesaba la calle Rah y proseguía por la calle Nueva con la ceremonia y liturgia de un obispo en procesión; los andares solemnes y ampulosos, la papada abacial, la mirada altiva y confiada, la expresión serena, el balanceo y vaivén propios del tercio de tonelada que movilizaba. Y Frasquitillo, a su vera, digno y recto como un jefe de estado mayor.

• ¡¡Que viene Jeremías, que viene Jeremías!! – clamaban los niños emocionados.
Y Jeremías permitía que hasta una media docena de chaveas se le subieran en el lomo, paseándolos hasta donde quiera que había que entrar a cumplir sus funciones procreadoras, con un ronroneo de felicidad gatuna, y un sonsonete por lo bajini que Frasquitillo identificaba con “Tatuaje” de Concha Piquer.

El tiempo fue pasando, y de pronto se vieron, amigo y verraco, con 20 años a cuestas. Jeremías no podía ya corresponder a la pujanza de Frasquitillo, pues esa es la longevidad máxima de un verraco; se volvió taciturno y pensador, y fue declinando hacia el tránsito final. Conmovidos, pueblo y cortijos propiciaron una moción sin par: indultar al verraco, en premio a sus buenos oficios, y a su bonhomía y trayectorias profesional y chanchuna. Y se le permitió morir en su chiquero, donde entregó su honrada alma porcina una tarde de abril, con el desolado Frasquitillo por testigo, no sin antes dictarle a este estos sentidos versos, con música de “Guantanamera”:
Yo para morirme quiero
un adiós sin añoranza.
Quedo, digno y con esmero,
en la mesa de matanza.
Mas si no fuere posible,
dejadme en una quebrada:
allí me haré digerible,
me disolveré en la nada.
De las tierras de Comacón
fui un muy leal sirviente.
Benardo, hazme una canción,
Que no me olvide la gente.

Cumplido el duelo por la pérdida de tan ilustre personaje, el vacío que dejó dio a la gente por lucubrar. Alguien les explicó que los verracos existían como monumentos prerromanos, animales protectores de burgos y ciudades como lo son los de Ciudad Rodrigo, símbolo de la ciudad, o el de Villanueva del Campillo. Un artículo de Teresa Giménez-Candela, catedrática de la UAM, fue divulgado por la intelectualidad de Comacón. Comenzaba afirmando que ya se podía llamar “animal de bellota” como insulto a cualquier bípedo, que ya estaba aceptado por la RAE. Reflexionaba sobre ese insulto, que adjudica indirectamente al cerdo la categoría de ser rudo y de poco entendimiento, cuando es bien sabido y está científicamente demostrado que los cerdos poseen “una inteligencia muy desarrollada, una capacidad de percepción altísima y una compatibilidad genética con la especie humana que les hace aptos para la experimentación con trasplantes de órganos.” Una frase apreciativa de aquel crítico de cine que nos aburría hasta la tortura con sus pedagógicas charletas antes de las pelis de Sesión de Tarde, Alfonso Sánchez (“la película que van a ver ustedes, bla bla bla”, decía con su voz gangosa y cascada) lanzaba un convencido «¡loor al cerdo que no tiene desperdicio!», incluido su magín. Como muchos de los animales que sacrificamos para el consumo humano, “huelen la muerte y gritan de pavor”, continuaba la profesora. Ante estas evidencias, los comaconeros comenzaron a rebinar que, si existía el toro de Osborne, y los de Guisando, el perro Paco de Madrid, y hasta la pantera de Las Ventas, ¿por qué no podría tener el pueblo su verraco Jeremías inmortalizado en una icónica estatua en la plaza principal de Cacín, aderezado tal vez con algún poema de los que hacía Benardo el de Consuelo, o Pepe Cuchillas, o el mismo Frasquitillo, todos ellos acreditadísimos rapsodas? O incluso del mismísimo Alberti, cuya respuesta al soneto que el cubano Nicolás Guillén le dedicó en el capítulo I reproduzco aquí:
Hay vino, Nicolás, y por si fuera
poco para esta nalga de porcino,
con una champaña que del cielo vino
hay los huevos que el chancho no tuviera.
Y con los huevos, lo que más quisiera
tan buen jamón de tan carnal cochino,
las papas fritas, un manjar divino
que a los huevos les vienen de primera.
Hay mucho más, el diente agudo y fino
que hincarlo ansiosamente en él espera
con huevo y papa, con champaña y vino.
Mas si tal cosa al fin no sucediera
no tendría, cual dijo un vate chino,
la más mínima gracia puñetera.

Se aprueben o no las iniciativas apuntadas, este texto que aquí concluye quiere rendir homenaje y cumplir con la gratitud que merecen los animales que, como Jeremías y demás conmilitones, tanto en funciones reproductoras como gastronómicas esenciales, han prodigado generosamente al pueblo, procurando las energías y sustancia suficientes para que Comacón haya podido sobrevivir a lo largo y ancho de los siglos; y por ello, este hijo de la tierra proclama:
¡Alabados sean los cerdos y sus andares!